por Miquel Codony @qdony
Uno de los subgéneros más populares y, con toda probabilidad, con más éxito comercial de la literatura fantástica es la «fantasía épica». Lo es ahora, como secuela de la trilogía cinematográfica de El señor de los anillos rodada por Peter Jackson, lo es en pleno apogeo de la serie televisiva Juego de Tronos, pero es un fenómeno que viene de antes; no en vano ya El nombre del viento consiguió atravesar uno de los fronteras más difíciles de franquear para las novelas de género: el del fandom. Hay otros ejemplos de novelas o sagas de fantasía o, en menor medida, de ciencia ficción que han sido muy leídos por sectores del público lector poco habituados a la literatura no realista o, para ser más precisos, a la fantástica, pero la mayoría se ubican en un marco juvenil. ¿Dar el salto a lectores generales adultos? ¿Ver cómo la mujer que se sienta a tu lado en el metro, que podría ser tu madre cuando no tu abuela, saca del bolso su manoseado ejemplar de El nombre del viento? Eso es mucho más raro. Y sin embargo, si le pides a cualquiera de estos lectores “no habituales” que clasifique estos libros los meterá todos dentro de un mismo saco: Fantasía. Somos nosotros, vosotros, los lectores que pueden haber llegado a un artículo como este en una revista como esta, los que nos preocupamos de forma más o menos lúdica, más o menos obsesiva, por ponerles más o menos apellidos a ese nombre genérico. Y el apellido al que me refiero en este caso es “épica”, también llamada “heroica”. ¿Pero cuáles son los rasgos distintivos de la fantasía épica? Para comenzar, en realidad no existe una definición consensuada, por lo que este artículo tiene más voluntad de explorar y proponer, de definir una geografía difusa, que de sentar una cátedra que, por otro lado, su autor no está capacitado para establecer. Sí tengo la sensación, sin embargo, de que existe cierta tendencia a calificar de “épico” toda aquella obra de fantasía ubicada en un mundo secundario (es decir, en un mundo inventado distinto a la tierra que no es un mundo alienígena), y eso se me antoja terriblemente impreciso. Además de equivocado. Antes de ser un simple apellido subgenérico, la épica fue casi el origen de la literatura. Me refiero a la épica de Gilgamesh, inscrita en tabletas de piedra dieciocho siglos antes de Cristo para explicar la historia del rey de Uruk y sus viajes por el mundo enfrentando toda una serie de pruebas impuestas, mayormente, por los dioses babilónicos. El género sería perfeccionado siglos después por la antigua civilización Griega, que hizo del viaje (la gesta) y el héroe enfrentado a los hados, los Dioses o rivales diversos la piedra angular de lo que Joseph Campbell sublimaría después, ya en pleno siglo veinte y añadiendo también la información de muchos otros mitos de distintas tradiciones, en su famoso paradigma del héroe de las mil caras: el monomito. Muchos de estos referentes compartían un elemento crucial que ayuda a entender, al menos en parte, la concepción de la épica en la fantasía moderna después de elaborarla a través de un proceso de abstracción: eran historias que trataban de explicar el mundo dentro del marco de creencias de su cultura de origen, mediante narraciones que transcurrían a una escala "histórica" con repercusiones globales: Mostraban, se ha dicho, cómo se producía un cambio en el mundo. Es fácil ver cómo una de las obras clave de la fantasía épica actual, El señor de los anillos, se ajusta a estos parámetros. Esa escala, pues, podría ser vista como el equivalente histórico del “sentido de la maravilla” característico de buena parte de la ciencia ficción. Más allá, o incluido en él, del monomito existen tradiciones concretas que pueden haber influido de forma especial en la evolución del género, especialmente en su rama más comercial. Me refiero al impacto de los mitos artúricos, recopilados por Sir Thomas Malory en el S. XV y repletos de magos, caballeros, princesas y dragones. La visión de Malory, ambientada en una edad media anglosajona en la que la magia estaba muy presente y que sigue siendo el escenario más prevalente en la fantasía actual, proporcionó un escenario popular y algunos de los motivos más frecuentes de la fantasía épica, que adoptó también buena parte del imaginario de la mitología nórdica en su elaboración de un catálogo de razas entre las que se encuentran, entre otros, elfos, enanos, orcos, gigantes y trolls. A partir de estas tradiciones nace la fantasía épica moderna, con las historias de Conan de Robert E. Howard a partir de la década de los años veinte y con la publicación del influyente El señor de los anillos de J.R.R. Tolkien en 1954. Es posible que sean Tolkien y Campbell los dos autores más influyentes del género, al menos hasta la aparición de renovadores posteriores como George R.R. Martin y la introducción del realismo o, tal vez más preciso, la verosimilitud. Muchos de los autores que destacaron en el género, incluyendo a los propios Howard, Tolkien y Martin, recibieron una gran influencia de su conocimiento de la Historia (lo mismo puede decirse de autores como David Gemmell o Scott Bakker); tal vez sea esta relación, por más que deformada por el uso de la imaginación, uno de los elementos que contribuyan a explicar el ocasional éxito de la fantasía épica entre lectores no particularmente afines a este subgénero, pero ¿qué elementos contribuyen a ese sentido de la épica que le distingue de otros tipos de fantasía? En parte ya los hemos mencionado: la explicación de un mundo y la demostración de las fuerzas de la Historia —por más que esta pueda ser inventada— a través de un cambio provocado (personificado, tal vez) por los personajes. Son objetivos ambiciosos que se prestan al desarrollo a través de sagas formadas por múltiples volúmenes y el uso de diversos arcos argumentales y cambios de puntos de vista, especialmente dada la facilidad con la que la industria editorial y el mercado han convertido estos elementos en ingredientes claves de una fórmula que, combinada con el mimetismo (en autores, pero también entre lectores que buscan más de lo mismo) provocado por el éxito de determinadas obras —¿hace falta nombrar autores?— ha asegurado la búsqueda de un denominador común que ha hecho de la fantasía épica uno de los subgéneros más conservadores del panorama literario. Otro aspecto que contribuye a esa monotonía es la adherencia poco imaginativa a la propuesta de héroe arquetípico de Campbell, aunque es fácil entender el atractivo de una figura individual (el héroe) cuya gesta acaba teniendo un impacto global sobre el mundo en su totalidad. El grupo, el elegido, el viaje, el aprendizaje, el mentor... son elementos comunes en mucha de la fantasía épica que se escribe actualmente, pero dudo que sean un requisito para definirla. Ni siquiera la existencia de un mundo secundario tiene porqué serlo, como muestran ejemplos tan interesantes como la saga transmedia Mongoliad, auspiciada por Neal Stephenson y un nutrido grupo de colaboradores o la serie que Naomi Novik le dedica al dragón Temerario en un mundo ucrónico que pasa por ser nuestra tierra. Mongoliad, y en menor medida la popular Canción de Hielo y Fuego de George R.R. Martin, también sirven como argumento para restarle importancia a uno de los elementos más comunes de la fantasía: la magia. En ninguna de las dos sagas la magia tiene un papel más que testimonial, aunque no se pueda cuestionar su realidad en el contexto de sus narraciones. Es posible que uno de los elementos que más han cambiado en la forma de entender la épica a lo largo de los últimos años, como ha propuesto recientemente Joe Abercrombie, sea el progresivo cambio del foco de interés desde el escenario (el mundo) hacia los personajes, en parte a través de una búsqueda de la verosimilitud a la que ya he aludido pero también a través de la introducción de recursos como el humor y la ironía en la caracterización, dando lugar a lo que algunos han dado en llamar grimdark. El caso de Abercrombie es interesante porque después de una primera trilogía con un planteamiento más o menos clásico (según los parámetros discutidos aquí), ha llevado al extremo su interés por los personajes, dejando el cambio y la escala histórica en segunda línea, solo detectable en el trasfondo del mundo común que comparten la mayoría de sus novelas. Así, aunque el conjunto de su obra es claramente épico, decir lo mismo de sus novelas individuales puede ser una cuestión más espinosa. Otra novedad, aunque haya antecedentes previos, es el alejamiento progresivo de escenarios basados en la edad media tal y como transcurrió en Europa. Uno de los ejemplos más recientes, entre los muchos posibles, es la saga de Eternal Sky de Elizabeth Bear, basada en diversas mitologías orientales y ejemplo magnífico de lo que se ha bautizado como Silk Road Fantasy. Queda bastante claro, me parece, que cuando nos referimos a fantasía épica asumimos la existencia de una serie de ingredientes comunes pero que cabría ordenar en una jerarquía más o menos informal, como el modelo en forma de pirámide que propongo a continuación. Es, está claro, una simplificación que puede elaborarse mucho más. Por un lado, en la base de la pirámide y elementos necesarios, tenemos la escala —temporal o histórica, pero también geográfica— en la que transcurre la historia y, también, el impacto de los acontecimientos narrados sobre el conjunto del mundo-escenario. A un nivel superior, intermedio, se sitúan aspectos frecuentes pero no obligatorios vinculados a la estructura de la narración: el patrón propuesto por Joseph Campbell cuando describió su monomito, por ejemplo, aunque puede haber otros, y también otros elementos paratextuales como la publicación en series de volúmenes. En la cúspide de la pirámide, aunque tal vez con un grado elevado de ósmosis con el nivel inferior, está el uso de motivos (atrezzo) como la magia, las criaturas, o razas mágicas o el recurso a mundos secundarios. Mi impresión, y es una duda que dejo a la consideración de los lectores, es que parte de la monotonía de la fantasía épica “post-Tolkien” se debe a una evolución del género distorsionada por una tendencia a la mímesis a la que ya he hecho alusión y que ha tenido como consecuencia que se le dé más importancia a los elementos del nivel intermedio e, incluso, del nivel superior, que al primero. Que se realice una lectura invertida, por así decirlo, de la pirámide, y eso es lo mismo que hacer una aplicación restrictiva y renunciar a buena parte de la libertad narrativa potencial. Lo propongo, claro, sin restarle importancia a intentos de alejarse del patrón de Tolkien, tan tempranos y tan interesantes como la saga de Elric de Melniboné de Michael Moorcock, entre otros. La fantasía épica, me parece, es tanto más interesante cuanto más se adhiere al espíritu de sus obras fundacionales sin renunciar por ello a reflejar el carácter de la época en la que fue escrita. La épica, de hecho, en sí misma, es un elemento que puede detectarse en grandes obras de la literatura general e incluso en otras áreas de la literatura fantástica como la space opera (pensad, si no, en la escala de los escenarios en que se ambienta, de los tiempos que transcurren, de las consecuencias de los acontecimientos que describen). Buscar de forma activa la épica en la narrativa, más que darla por sentado como fórmula a aplicar acríticamente, puede ser la mejor manera de revitalizar uno de los subgéneros con mayor potencial de la fantasía.
1 Comment
10/2/2015 11:32:27 am
Artículo interesante y que me ayuda a entender un poco por qué no me gustan las trilogías: por lo aburrido que es leer no ya uno sino tres libros que son copias de otros libros.
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