No Ficción
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El terror tiene una cualidad térrea, semejante a un manto de muchas capas. Algunas son superficiales y apenas aguantan un soplo de viento; otras, en cambio, son profundas como las placas tectónicas y, cuando se estremecen, provocan seísmos psicológicos de gran intensidad. La narrativa de la argentina Mariana Enríquez (Buenos Aires, 1973) es sísmica. Provoca sacudidas que atraviesan toda la escala de Ritcher: desde la sutil incomodidad de alguno de sus cuentos recogidos en Los peligros de fumar en la cama (2009) y Las cosas que perdimos en el fuego (2016), al terremoto de Nuestra parte de noche (2019). Enríquez invoca y provoca, recogiendo la energía telúrica de los miedos ancestrales, de los mitos postcoloniales, de la cultura pop y de la agitada política argentina. Periodista, docente y escritora, lleva publicados tres colecciones de cuentos, cuatro novelas y otros tantos libros de ensayo. En 2017 recibió el Pemio Ciutat de Barcelona por su narrativa breve y en 2019 se llevó el Herralde de novela, el Premio Kelvin 505 (otorgado por el Festival Celsius 232), el Premio Celsius (concedido por la Semana Negra de Gijón) y el Premio de la Crítica en Narrativa. Enríquez narra hechos aterradores y extraordinarios con la claridad y la pluma certera de una cronista social. Precisamente ese estilo honesto y sin artificios sirve de amplificador al miedo que transpiran sus historias, uno que sobrecoge porque es tan plausible como la vida misma… porque está construido de retazos de realidad. A pesar de sus múltiples obligaciones y su apretada agenda, la argentina ha tenido al amabilidad de contestar algunas preguntas para inaugurar el número de nuestra nueva etapa como revista. SuperSonic: ¿Cómo ha evolucionado la polémica del Concurso de Letras 2020 convocado por el Fondo Nacional de las Artes (FNA)? Nuestra sensación es que, después del revuelo, las cosas se han calmado y suponemos que aquellos a quienes afectan las bases del premio estarán escribiendo. ¿Es así o sigues recibiendo críticas? Mariana Enríquez: Se calmó por completo. Seguí recibiendo críticas, incluso hubo alguna reunión virtual con escritores que reclamaban el concurso tradicional –algunos escribieron una carta al Ministro de Cultura: fue muy exagerado-- pero después se tranquilizó todo. Se inscribieron más de 2000 obras: en este momento están leyendo los jurados. En diciembre se lanza el concurso «tradicional» que, por otra parte, nunca fue suspendido. S: Tú misma dices de Las cosas que perdimos en el fuego que descubriste que el libro andaba asomando la cabeza porque tenías varios relatos con narradoras mujeres, un terror, un terror más realista del que venías haciendo, local, relacionado con un lugar geográfico. Pero ese lugar geográfico es hasta cierto punto líquido, fluye. En El chico sucio, la historia tiene lugar en la calle, mientras la protagonista se siente insegura en su hogar. En La casa de Adela la historia sucede dentro de la casa, pero el narrador se siente solo y confuso fuera de ella y en Pablito clavó un clavito, una evocación del Petiso Orejudo, el trazado de las calles de la ciudad se confunde con el trazado mental del protagonista. ¿Hasta qué punto lugar y personaje se identifican o se complementan en esta colección de relatos? ¿Y hasta qué punto esa conexión de lugar y personaje tiene relación con lo que comentabas en alguna entrevista sobre la conexión continua del escritor comprometido con el medio, con la realidad y con su obra? ME: Los personajes en Las cosas que perdimos en el fuego también son los lugares. Los personajes-personas y los personajes-lugares necesariamente vienen de la mano, porque el libro, salvo en los cuentos que salen de la ciudad de Buenos Aires, tienen algo de psicogeografía, de terrores e historia que impregnan esas calles, las constituyen, y en muchos casos los personajes son emergentes del paisaje. Un poco de psicogeografía y un poco de romanticismo, también. En general elijo lugares –barrios, edificios específicos-- que han sido irradiados o que cargan con un pasado histórico relacionado con el horror. S: Tú eres periodista y en ese sentido tienes una relación con la vida real quizá más consciente que las personas que no nos dedicamos a observarla y transmitirla (que es una forma de ver el periodismo) ¿Hasta qué punto ese ejercicio de visionado de la vida te ha llevado hacia el terror? ME: Yo creo que muy poco, la verdad. Primero, porque soy periodista cultural y en ese sentido, no observo ni trasmito la vida real, transmito lo que las personas hacen –películas, música, libros--. Además, no creo que un escritor esté alejado de la vida real y un periodista más cerca, me parece una concepción algo rara, no la llego a entender. Creo que muchos de mis lectores y críticos ven más en mi trabajo como periodista y cómo se relaciona con la literatura de lo que realmente hay. Hace más de veinte años que no cubro de ninguna manera un acontecimiento social o político desde el periodismo. S: ¿Cómo te llevas con tus traducciones? Hace poco hablábamos en la redacción de SuperSonic de que el español neutro no existe (afortunadamente). Tus textos en español tienen una musicalidad, una cadencia, propias. Por supuesto, el inglés neutro tampoco existe ¿conserva la traducción de tus obras el sabor original? ME: Solo puedo leerlas en inglés y en francés y, por fortuna, mis traductoras en ambas lenguas son brillantes y creo que si, que mantienen no la musicalidad, porque es imposible (en francés un poco más) pero si otras cuestiones: el humor negro, cierta crueldad en la exposición, y en francés la cadencia. El resto de la entrevista está disponible en el #16 de SuperSonic, disponible en Lektu
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July 2022
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