Nieves Mories
(Fragmento) A la Virgen María le brillan los ojos. Y su expresión no es muy amistosa. «¡Qué llena de encantos se ofrece María, qué bella y qué pura en Cova da Iria!» El primer rayo impacta de pleno en la nuca de la guía de voz megafónica, desgajando limpiamente su cabeza, que va a parar al regazo de una anciana en silla de ruedas. Miriam se contiene a duras penas para no animarle a marcar un triple. Más cabezas vuelan por los aires, abriéndose como melones maduros cuando impactan contra el cemento de la explanada. Y antes de que comiencen los gritos, hay un instante de silencio perfecto que Miriam disfruta como si estuviera en el paraíso, sin dejar de grabar a la Virgen que, decidida a seguir ofreciendo sus encantos, saca de debajo del manto celeste un lanzallamas de al menos dos metros de largo. —¡A TOMAR POR CULO TODOS! —brama, y su voz retumba y se expande, hace sangrar narices, ojos y oídos, dinamita marcapasos, prótesis, empastes y teléfonos móviles y entonces... entonces todo arde. —¡La hostia, esto parece Sodoma y Gomorra! La Virgen, aplastando a su corte de fieles carbonizados extendidos a sus pies, se acerca a ella. Aterradora, con sus lanzallamas y sus ojos llameantes. —¿Te parece gracioso, guapa? Miriam se estremece violentamente; a ella no le parece nada, ya no es capaz de pensar en nada, ni siquiera que, entre todos esos cuerpos humeantes está el de Sonia. No nota que sus lágrimas de sangre se mezclan con la hemorragia nasal en una catarata roja y desbocada. No piensa. No siente. No ve más que ese rostro inmaculado y perfecto, iracundo. —A ver si vas a ser tú la única justa entre todos estos... Se encoge de hombros, confundida. ¿Cuál es la respuesta correcta? ¿Hay alguna que lo sea? —Pues a lo mejor. La Virgen la examina de arriba a abajo y, en su mejor interpretación de Van Damme en «Soldado Universal», guarda el lanzallamas bajo el manto. —Qué calor hace, ¿no? Hay que joderse, no se os puede dejar nada sin que lo mandéis a la mierda. Anda, vete a lavar, que estás hecha un asco. Yo me voy a quitar esto, que me estoy asando... Miriam Sousa fue la única superviviente de lo que se conocería como La Matanza de Fátima y las que la siguieron ese mismo día en diversos lugares de peregrinación religiosa. Nadie creyó su versión de los hechos; el teléfono con sus vídeos había explotado junto con el resto. La masacre se atribuyó al ISIS, a la Alt Right y a grupos organizados de incels. Sí, a todos a la vez: en algunos medios incluso se dijo que colaboraron para perpetrar esos atroces atentados. Cuando empezaron a llover ranas doradas venenosas, desde Oriente Medio hasta Japón, nadie les echó la culpa. Continúa en SuperSonic #12
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- Cristina Jurado El 27 de diciembre de 2016 la actriz, cómica y escritora Carrie Fisher fallecía de un ataque al corazón en un vuelo a Los Ángeles procedente Europa, donde había estado promocionando su libro autobiográfico Diario de la princesa (Nova). Fisher llegó a ser conocida por el público al interpretar a la Princesa Leia Organa en la primera trilogía de Star Wars (en 1977 en la película que comparte título con la saga, en 1980 en El Imperio Contraataca, y en 1983 en El Retorno del Jedi), así como en las dos películas más recientes de la franquicia: El despertar de la Fuerza en 2015 y Los Últimos Jedi (2018). A estas interpretaciones siguieron otras en cintas como The Blues Brothers (1980), Hanna y sus hermanas (1986), Cuando Harry encontró a Sally… (1988), Soapdish (1991) o The Women (2008). Aficionada a la literatura desde niña y experimentada escritora, era contratada con frecuencia para pulir guiones de películas, como sucedió con Hook (1991), Sister Act (1992), Arma Letal (1992), Last Action Hero (1993), The River Wild (1994), y The Wedding Singer (1998). Se convirtió en un icono para los fans de la saga y de la ciencia ficción por su retrato de una princesa de Alderan arrojada, valiente y decidida, salvando algunos (aunque no todos) los estereotipos asociados a los personajes femeninos de la gran pantalla en las historias de aventuras. Varios autores y autoras españoles se unieron meses después de su muerte para colaborar en lo que iba a convertirse en una antología de relatos en su honor y cuyos ingresos serían destinados a organizaciones dedicadas a ayudar a enfermos mentales. El título provisional de aquella iniciativa era «Princesas Bipolares». No en vano Carrie estaba diagnosticada como una persona con trastorno bipolar, que había hablado y escrito de ello abiertamente con el fin de acabar con los tabúes sociales relacionados con las enfermedades mentales. El título que escogimos unía un rasgo característico de la actriz y escritora con el que fuera su personaje más conocido. Sin embargo, después de múltiples vicisitudes y algunas bajas, solo un puñado de relatos se llegaron a completar, los de María Angulo Ardoy, Covadonga García-Pola, Juan Pascual, Blanca Rodríguez y Juan Manuel Santiago. SuperSonic los publica para, por un lado, rendir un humilde pero sentido homenaje a Fisher, así como para aprovechar y dar a conocer el esfuerzo creativo que su vida y carrera han inspirado. Porque, como dijo la propia Carrie: “Necesito escribir. Es lo que me mantiene centrada lo suficiente como para completar mis pensamientos. Lo que permite que cada reflexión llegue a su conclusión y que otra nuevo pensamiento nazca. Me hace seguir pensando. Tengo miedo de que, si dejo de escribir, pararé de pensar y de sentir.”[1] [1] FISHER, Carrie (2017): Diario de la princesa. Nova. Traducción de la autora. Catherynne M. Valente Traducción de Arrate Hidalgo 1. NIHILISTA Me llamo Tetley Abednego y soy la chica más odiada de Villa Basura. Tengo diecinueve años. Vivo sola en Hoyo Candela, donde nací, y no tengo amigos salvo por un alcatraz deforme al que he llamado Fanta de Uva y un cachorro huérfano de elefante marino al que llamo Descuentazos, y también la flor de hibisco que hace poco decidió brotar en mi tejado, pero todavía no le he puesto nombre. Adoro las enciclopedias, una cinta de casete que encontré a los ocho años en la que pone Madeline Brix Mix Superchulo 97 con una letra muy bonita, las obras del Sr Shakespeare o el Sr Webster o el Sr Beckett, el pintalabios, Villa Basura y a mi hermano mellizo Maruchan. Maruchan es el único que me corresponde, pero es mi mellizo, así que no cuenta. Dejar de querernos sería igual de fácil que que el mar dejase de ser tan codicioso y nos devolviera China o la radio en hora punta o los osos polares. Pero ya nunca me visita. Cuando éramos pequeños, Maruchan y yo siempre nos hacíamos la misma pregunta antes de irnos a la cama. Todas las noches nos metíamos juntos en Nuestro Fuerte—una cama hecha fortaleza inexpugnable cama que habíamos apañado nosotros mismos con los esqueletos despiezados de cochecitos, cunas y algún que otro moisés—. Ocupaba todo el dormitorio. Nadie podía vernos cuando estábamos dentro, una vez cerrábamos el ojo de buey (una tapa de alcantarilla que sisé de Abadía Chatarra, con estrellas, una luna creciente y las palabras mágicas Contador de Agua de Nueva Orleans grabadas), y creíamos que tampoco nos podían oír. Nos tumbábamos juntos bajo nuestro dosel, hecho de un encaje de moho verde, capotas de cochecito desgarradas y móviles a los que solo les quedaba un pececillo roto. A veces yo preguntaba primero y otras veces lo hacía él, pero nunca respondíamos lo mismo. —Maruchan, ¿qué quieres ser de mayor? Lo pensaba seriamente. Una vez, lo recuerdo, dijo en un susurro: —¡De mayor quiero ser el Támesis! —¿Y eso para qué? —reí yo. —¡Porque el Támesis se hizo tan grande y tan mandón y tan fuerte que se comió todo Londres de un bocado! Nadie le manda a un Támesis lo que tiene que hacer o a quién se tiene que comer. Un Támesis te manda a ti. Imagínate poder comerte toda una ciudad y no tener que compartirla con nadie. Y encima había millones de anguilas en el Támesis y a mí solo me dejan comer anguilas en Pascua, y eso es superinjusto porque yo quiero comerlas todo el rato. Y él hacía como si me mordiera y me comiese entera. —De acuerdo, pues tú serás el Támesis y yo seré el Misisipi y juntos nos comeremos el mundo entero. Luego nos dormíamos y soñábamos el mismo sueño. Siempre soñábamos lo mismo, que era como vivir dos veces. Después de aquello, cada vez que teníamos hambre, que era todo el tiempo, sin parar y para siempre decíamos «¡A Londres que nos vamos!», hasta que volvimos tan locos a nuestros padres que prohibieron la palabra «Londres» en casa, pero no se puede prohibir una palabra, así que: que les den. (Continúa en SuperSonic #8) Brooke Bolander
Traducido por Alexander Páez Esta historia ha sido nominada al Nebula Award for Best Short Story al Hugo Award for Best Short Story y al World Fantasy Award. "Puede que no recuerdes mi nombre, ya que no tengo uno que puedas pronunciar o comprender. Lo importante siempre son las historias, cuáles se cuentan, cuáles se apropian, cuáles se quedan en una zanja, obviadas y abandonadas. Esta es mi historia, no la suya. Me pertenece y es solo mía. La cantaré desde el último árbol marchitado en el último planeta cuya estrella esté condenada, cuando la entropía haya herido de muerte todos los mundos y todos los dóndes, y no quede nada más que envoltorios de caramelos desteñidos. Mis hermanas y yo la cantaremos, todas a la vez, todas juntas, un sonido como el de un grito honesto por todas las olvidadas, todas las gargantas calladas en los salones de la Eternidad, y será la última historia en toda la Creación antes de que las luces al fin se apaguen y los postigos estallen." Puedes leer el resto en SuperSonic #8 Brandon Sanderson
Traducción de Manuel de los Reyes (La historia de este relato merece ser contada. Brandon Sanderson la escribió en 2006, cuando estaba saliendo con una joven profesora. Una de las alumnas, llamada Matisse, de aquella profesora presentó un trabajo muy completo sobre Elantris, en el que se incluían esbozos de los personajes, muestras de las telas de los trajes, y todo tipo de materiales sobre el universo de la obra, formando una auténtica experiencia multisensorial. Cuando Branson se enteró y vio el proyecto, se le ocurrió contar una de las historias ocultas de Elantris, y decidió hacerlo desde el punto de vista de un personaje que bautizó con el nombre de la alumna. No solo la alumna quedó encantada al enterarse de que Brandon salía con su profesora y que había escrito un cuento con un personaje que se llamaba como ella, sino que la joven profesora quedó tan impresionada por aquel escritor que, con el tiempo, se casó con él.) —Mi señor —dijo Ashe, mientras entraba flotando por la ventana—. Lady Sarene os ruega que la perdonéis. Llegará un poquito tarde a cenar. —¿Un poquito? —preguntó Raoden con una sonrisa, sentado a la mesa—. La cena debería haber empezado hace una hora. Ashe palpitó levemente. —Lo siento, mi señor. Pero… me obligó a prometerle que os daría un mensaje si protestabais. «Dile», fueron sus palabras, «que estoy embarazada y es culpa suya, lo cual significa que tiene que hacer lo que yo quiera». A Raoden se le escapó una carcajada. Ashe palpitó de nuevo, adoptando lo que para los seones como él debía de pasar por una expresión compungida, habida cuenta de que eran simples bolas de luz. En su palacio, dentro de Elantris, Raoden exhaló un suspiro y apoyó los brazos encima de la mesa. Las paredes que lo rodeaban relucían con una sutil claridad, sin necesidad de antorchas ni lámparas. Siempre le había extrañado la ausencia de ménsulas para la luz en Elantris. En cierta ocasión, Galladon le había explicado que había unos paneles que brillaban cuando uno los oprimía, pero ambos habían olvidado el resplandor que emanaba de las mismas piedras. Contempló su plato vacío. «Hubo una época en la que luchábamos con uñas y dientes por un mero bocado», pensó. «Ahora, es tal la abundancia que podemos permitirnos el lujo de dejar que los alimentos se enfríen durante horas sin acordarnos de ellos.» (Continúa en SuperSonic#5) Juan Gónzalez Mesa
(Con motivo de su nominación a los premios Ignotus, os ofrecemos este relato en abierto y de manera gratuita, procedente de SuperSonic#3) El segundo amanecer creó unas magníficas sombras con los mamparos de la fortaleza, que se extendieron por la planicie de roca como puertas gemelas. El resto brillaba. Borsek se dio la vuelta y comenzó a bajar de la torreta; los Azules no atacarían con las radiaciones de Ícaro en frente; ni siquiera ellos. Desde el puesto de vigilancia más al sur de todo el complejo, el capitán estudiaba la planicie y las abruptas colinas de roca que la delimitaban. Shiva no se explotaba por sus recursos alimenticios ni de ningún otro tipo. No se usaban sus metales en la ingeniería de la construcción o del transporte desde hacía unos setenta años. Las grandes máquinas se habían marchado, las familias de los mineros, las pequeñas escuelas y hospitales, las tiendas. Solo quedaba Fuerte Sonámbulo. A pesar de que era de noche, el capitán Borsek se puso las gafas de sol para que el segundo amanecer no lo cogiese desprevenido. La aparición de Ícaro en el firmamento duraría no más de treinta minutos en esa latitud, a esas alturas del año. El año de Shiva duraba ochenta años terrestres. Durante la mitad de ese tiempo gozaban tan solo del amanecer de Ra y durante otros cuarenta años sufrían el segundo amanecer en mayor o menor medida. Fuerte Sonámbulo estaba construido sobre una planicie allanada por máquinas, en mitad de una cantera de granito, la zona explorada más próxima al polo norte de Shiva. El Fuerte tenía forma de rombo, con muros escoltados por torretas de vigilancia y dos de sus caras protegidas por unos enormes mamparos inclinados que cubrían toda la fortaleza de posibles colisiones meteóricas. Según el ángulo, el complejo podía parecer una caja de costurera abierta o algún tipo de escarabajo geométrico a punto de echar el vuelo. En la plaza exterior, lo que en otra época se hubiese llamado el patio de armas, el capitán se encontró con dos soldados que corrían en círculos. Por los rastros de sudor en sus camisetas, llevaban un buen rato. —¿Castigo? —preguntó de buen humor. Uno de ellos, el gigantesco Dubek, se giró para asentir e hizo el saludo militar con poca maña. —Volved adentro. Ya seguiréis cuando estemos a solas con Ra. Los soldados se detuvieron de inmediato, nada de una carrera más suave para ralentizar el corazón poco a poco. Jadeando y cargados de espaldas, se dirigieron a la entrada de los barracones, a la izquierda. Frente al capitán Borsek estaba la zona de huertos, viveros grandes cubiertos por un cristal rosáceo que siempre emitían una especie de zumbido, más bien un ronroneo. Más allá de ese sistema de cúpulas se encontraba el edificio táctico, parecido a una medieval torre del homenaje, una estructura enorme si no sufriera el agravio comparativo de los mamparos inclinados que la flanqueaban. Dicho edificio, entre otras muchas funciones, ejercía de centro de comunicaciones del complejo, acogería a la plana mayor de un regimiento en caso de guerra, servía de polvorín y, a la vez, conectaba a través de un pasaje subterráneo con el verdadero motivo de la existencia de Fuerte Sonámbulo: el depósito búnker de combustible. Tener diseminados por la galaxia puestos de repostaje bien defendidos, era fundamental para el sostenimiento de cualquier ejército. Borsek era el único miembro de la guarnición que conocía la clave numérica para acceder al búnker. Sin esa clave, el depósito era total y absolutamente inexpugnable. A la derecha de Borsek estaban la enfermería, el edificio de mantenimiento, los dormitorios de los oficiales y la cantina. Se dirigió a la cantina, donde se encontraba el combustible que le interesaba en ese momento, el único que lo mantendría cuerdo y estable hasta que llegasen los Azules para arrasar la fortaleza que le había sido encomendada. Fuera, comenzaba a hacer un calor infernal. * * * El oficial de comunicaciones, Irben Duda, llegó a la barra de la cantina con una pesada mochila bajo el brazo. La puso al lado de la copa del capitán Borsek. El cabo Ylan, responsable del local desde que solo quedaban efectivos militares en aquel planeta, se dio cuenta, por el gesto de Duda, de que era más prudente alejarse un poco de la conversación, y fue a limpiar vasos unos metros más allá, cerca del control de aire acondicionado. Borsek miró la maleta; se formó una línea en su entrecejo. —Parece pesado. —Lo es —respondió Duda—. Pesado y en contra de todas las convenciones sobre la guerra. —Que nos juzgue la historia. ¿Cuántos disparos ofrece esa cosa antes de tener que recargarlo? —Cuatro. Pero por encima del tercero se calienta demasiado. Y, bueno, solo con encenderlo… El capitán hizo una discreta señal de silencio. Había un soldado presente. —Tienen que saberlo —insistió Duda. Luego dirigió la mirada un segundo al joven cabo Ylan y de vuelta al capitán—. Si van a usarlo, qué menos que… —¿Para qué, si no voy a permitir que nadie se niegue a usar ese arma cuando lleguen los Azules?¿Cuánta puta cobardía voy a tener que soportar hasta que acabe esto? Borsek golpeó el mostrador con el vaso vacío. Duda se mordió el labio. Ylan sirvió el quinto trago a su capitán y se apoyó en el arcón frigorífico. Borsek miró a través del líquido y dijo: —¿Qué va a ser lo próximo, contarles por qué nos atacan? —No hace falta ser un genio para saber por qué están cabreados los Azules —respondió Duda. El capitán señaló a Ylan: —Hijo, ¿sabes qué hace que podamos vivir en este planeta? —Las torretas de cien metros. Crean un campo que nos protege de la radiación de Ra. —Un campo que no impide que los Azules viajen hasta aquí, pero sí que puedan volver a casa. Cosas de los Azules —aportó el oficial de comunicaciones—. Y que ha provocado que las principales plantas de Shiva mueran. —Me importan poco las plantas. Los Azules, ¿por qué han venido, si saben que no pueden volver? —¿Por un rollo de religión? —probó Ylan. —Por un rollo de religión. ¿Respetas eso, hijo? —No lo entiendo. El capitán asintió y metió el índice en el vaso. Con el dedo mojado dibujó una forma sobre la barra, una estrella de cinco puntas. —Esto es Dios para ellos —explicó—: once planetas o satélites que están todos a la misma distancia de su hogar. Ellos hacen sus cálculos y cada equis años tienen que dibujar la forma de Dios. Visitan estos planetas y satélites, y rezan. Eso es dibujar a Dios. ¿Sabes por qué los llaman también Fantasmas Azules? —Porque saltan de planeta en planeta y nadie sabe cómo lo hacen. —Y nadie sabe cómo lo hacen —confirmo Borsek—. Recorren una distancia de millones de kilómetros a la mitad de la velocidad de la luz, sin naves. Pero luego aterrizan y se mueven como nosotros. Pueden entrar y no pueden salir. ¿Por qué? Cosas de Azules. El capitán se rascó la cabeza. Señaló la cafetera. Ylan se dio la vuelta, aliviado porque Borsek no siguiera bebiendo alcohol, y se puso a preparar café. —Hemos tenido doce encuentros con los Azules a lo largo de la historia —continuó el capitán— y en todos, más tarde o más temprano, hemos hecho algo o dicho algo que ha jodido las relaciones. Y eso que llevamos como cincuenta años que podemos comunicarnos… ¿cuándo se fabricó el traductor, Duda? —El primer traductor para comunicarse con los Azules se fabricó hace exactamente sesenta y tres años, pero no funcionaba. Hubo sangre por… algunos defectos de entendimiento. Borsek soltó una risita cínica y cabeceó como si recordara una fiesta en la que había participado. —Contando el suyo, son doce putos planetas, o satélites, en los que no se puede hacer prácticamente nada… uno no sabe ni para dónde puede mear ni durante cuánto tiempo sin que venga un pelotón de Azules y le corte la polla por haber ofendido a su Dios. —¿Sabéis que usan la misma palabra para «Dios» que para «honor»? —soltó Duda—. ¿Y que usan la misma palabra para «muerte» que para «gloria»? El joven cabo puso tres cafés sobre la barra y volvió a apoyarse sobre el arcón. —Y ¿por qué no nos vamos? —propuso, animado por su reciente éxito intelectual—. ¿Qué hay aquí, combustible para repostar? Pero si estamos en el borde del mapa… Por un segundo pareció que Borsek iba a responder de modo afable, pero luego se tomó un trago de café y una sombra se instaló en su mirada. —No me gusta ese pensamiento que has tenido, Ylan —dijo—. Bórratelo de tu puta cabeza. —Está bien, señor. —¡La gente que vino antes que nosotros construyó cuatro mil jodidos palos de cien metros a lo largo de todo el planeta para que aquí se pudiera vivir! ¿Mandamos todo eso al carajo, cabo? El chico se acarició la cabeza con ambas manos, suspiró profundamente y no pudo evitar cerrar los ojos con fuerza, como si acabase de masticar limón. —Pero… —¡¿Pero qué, cabo?! —Que aquí solo estamos nosotros, capitán —concluyó Duda. —Mejor —dijo Borsek—. Los civiles no hacen más que estorbar. El capitán se terminó el café, muy serio. Ylan enarcó las cejas y al poco soltó una carcajada, a la que siguió otra del oficial de comunicaciones. —Un puto estorbo —dijo Ylan entre risas. El capitán le guiñó un ojo y se rio con ellos, ambas manos apoyadas en la barra. —¡No tiene puto sentido! —exclamó Duda mientras se limpiaba las lágrimas. En ese momento se abrió la puerta de la cantina y entró el todavía sudoroso corpachón de Dubek. Saludó con torpeza. —¡Están aquí, señor! ¡Han avistado a los Azules! * * * El segundo amanecer había concluido. Todas las atalayas que miraban al Sur estaban ocupadas por soldados. La principal de ellas, en el vértice de los dos muros, acogía a Vein Karas, sargento de artilleros, Ade Tumbir, sargento de infantería, al veterano teniente Taus y al capitán Borsek. Mientras los demás usaban sus prismáticos de larga distancia o las tablas de visualización conectadas a las cámaras de perímetro, Karas se ocupaba personalmente de calibrar la ametralladora estática sobre su pedestal rotatorio. Era una mujer delgada a la que el cinturón de herramientas le quedaba especialmente grande. —¿Por qué no se ponen simplemente a destruir nuestro sistema de protección contra la radiación? —preguntó Taus. Negó con la cabeza—. Con esas espadas, o lo que sean, no creo que tardasen mucho. —Con permiso. A lo mejor no saben para lo que sirven —intervino Karas mientras guardaba una gran llave en su cinturón de faena—. A lo mejor se creen que estamos haciendo magia. —Conocen nuestra tecnología mejor de lo que pensamos —replicó Borsek. Tumbir, el sargento de infantería, había sufrido la extracción de dos muelas cariadas el día anterior y prácticamente no podía hablar. Emitió un gruñido que tanto podía ser de enfado como de admiración. —Seguramente —continuó Borsek—, querrán acabar con nosotros, destruir la reserva de combustible y luego ya, con tranquilidad, dedicarse a cortar palos de cien metros. Yo lo haría. Se instaló un silencio de casi medio minuto, solo aprovechado por Tumbir para meterse un dedo en la boca y sacarlo ensangrentado, y por Taus, para seleccionar en su tabla de visualización el cuadrante por el que se acercaban los Azules. Eran veinte, al menos. —¿No cree que vayan a aceptar la rendición… si se diera el caso? —preguntó. —Eso es irrelevante —respondió el capitán—. Porque no vamos a rendirnos —luego miró a Tumbir—. ¿Ha vuelto la patrulla? El sargento asintió. —Dígale a Duda que quiero una máquina traductora aquí y otra en el puesto de mando. Tumbir asintió, saludó y se retiró escaleras abajo. —Taus, haga una pasada por las instalaciones. Si encuentra a alguien debajo de la cama o encerrado en el váter, péguele un tiro en la nuca. —Sí, señor. Taus se retiró con andar pesado y la cabeza gacha. —¿Está montada la ametralladora, Karas? —Lista para disparar, señor. —Bien. Quiero a todos los artilleros con lanzagranadas de humo para que esos bichos sean algo más que latigazos eléctricos. —Sí, señor. La sargento se agachó junto a la ametralladora y calibró el corrector de giro helicoidal. Borsek se apoyó en el borde de la atalaya, dando la espalda al terreno por el que aparecería el pelotón de Azules de un momento a otro. —¿Nerviosa, sargento? Karas se puso en pie. No respondió. —¿Recuerda la instrucción de disparo sobre objetivo radiante… cómo matar Azules a tiros? —Solo tienen tres puntos de interacción cinética, señor. Solo tres puntos vulnerables al plomo, formando una copa. —Hombros y polla —le recordó el capitán. —Hombros y polla, señor. El campo azul que desprenden refleja las primeras cincuenta o sesenta balas de calibre cincuenta, hasta que pierde capacidad durante una ventana de tres segundos. Luego se tiene en cuenta la pericia del tirador y la distancia… a unos trescientos metros, haría falta una media de otras quince balas en ráfaga para acertar a uno de los tres puntos vulnerables. Borsek asintió, complacido. Observó que la mirada de la sargento iba de su rostro a algo que había más allá de su espalda, así que imaginó que el enemigo ya era visible. Se cruzó de brazos con parsimonia. —¿Le parece un método mejorable, sargento, cerca de ochenta balas para cada uno de ellos? —Preferiría contar con un francotirador por cada artillero, señor. Después de una ráfaga de ametralladora, ni un toro estaría en condiciones de apuntar, señor. —Solo tenemos una francotiradora, Karas: la soldado de primera Afilion Nure. Karas se cambió el peso de una pierna a otra. Luego volvió a mirar sobre el hombro del capitán. —Tenemos dos, contando con usted, señor. El capitán mostró una suave sonrisa y se giró para observar al enemigo. Sobre las colinas asomaban los brillos azules, destellos y latigazos que parecían arrastrarse por la superficie como las chispas de una piedra de sílex. —Mi puesto está en la sala de mando. —Por supuesto, señor. Con su permiso, le pediré a Tumbir que me preste a Nure. —Permiso concedido. Y, Karas… —¿Señor? —Estas ametralladoras no van a dispararse hacia dentro. Fuego amigo, ya sabe. Si los Azules ganan el patio, todo el que se quede sobre su atalaya para intentar salvar el culo es un desertor, ¿entendido? —Entendido, señor. —Esto es importante. Ellos no desertan jamás. * * * En el interior del patio, a quince metros de la puerta, se habían preparado viejas barricadas portátiles. Tumbir pasaba revista a sus soldados de infantería, catorce jóvenes de excepcional condición física, protegidos con las poderosas hombreras rojo sangre del uniforme estándar de combate, rifle, pistola y machete, comunicadores en el casco con visera antidestellos y granadas de diversos tipos en el cinturón. Pronunciaba sus nombres con esfuerzo y ellos respondían en voz bien alta, con la mirada fija en la puerta. A media distancia, entre las barricadas y las cúpulas de los viveros, se encontraba el oficial de comunicaciones Duda con su ayudante, Gibrok. El joven estaba hasta arriba de analgésicos para soportar la migraña que le había provocado el cambio de presión debido al segundo amanecer de aquel día. Necesitó dos intentos para abrir la cremallera de una de las tres bolsas que habían depositado sobre la mesa de aluminio. —Los chicos de infantería ya saben manejar las armas nuevas —dijo Duda—. Hablaré con el capitán. Es mejor que te quedes en el puesto de mando y yo aquí fuera. —No es necesario, señor. El oficial observó la coronilla de su subordinado, que se esforzaba con la tercera cremallera. Le sudaban las manos. Había vivido veinte años menos que él. —Lleva uno de los traductores al puesto de mando —ordenó Duda. —Enseguida, señor. Gibrok agarró las presillas de la caja metálica. Al levantarla, sus dedos perdieron el color casi de inmediato. Fue bamboleándose hacia el pasillo en la zona de invernaderos. Duda permaneció mirando su espalda. Tuvo el impulso de cambiar las órdenes. Pensó que había sido estúpido. Comenzó a cargar el segundo traductor hacia la atalaya que había sobre la puerta principal. Mientras pasaba junto al contingente de infantería, vio que uno de los soldados sonreía abiertamente al darse cuenta de sus esfuerzos; se burlaba de un oficial. Duda siguió cargando con el peso, ignorando aquella insubordinación. A cada minuto se sentía menos entero. El sargento Tumbir, cansado de no poder hablar bien, abrió lentamente la boca hasta que notó que la hinchazón cedía con un crujido. El dolor le atravesó la mandíbula de lado a lado. Se mantuvo unos segundos en silencio. Al poco se dio cuenta de que alguien murmuraba. Miró directamente hacia el sonido y vio que la soldado Betar se tapaba la cara y movía las piernas con nerviosismo. Se acercó a ella y le bajó las manos bruscamente. —¿Vas. A. Llorar. Cobarde? —preguntó; se detuvo en cada una de las sílabasy sintió dolor cada vez que su boca se abría y cerraba. La mujer dijo algo en voz muy baja, con la vista puesta en el suelo. Tumbir le agarró la mandíbula, le alzó el rostro e hizo un gesto con la mano para que repitiera lo que había dicho. —Estoy embarazada, sargento Tumbir. —Es. Tu. Puto. Problema. La empujó hacia atrás. Nadie quiso recogerla por temor a Tumbir. Betar se quedó en el suelo, apoyada en los codos, llorando. —¡No quiero morir! —dijo entre hipidos. Tumbir sacó su arma corta de la funda. Apuntó a la barriga de la mujer. Uno de los soldados le tendió la mano para ayudarla a levantarse. Ella se ajustó el cinturón con toda la dignidad que pudo. El grupo de infantería volvió a formar frente a su sargento. Solo entonces guardó Tumbir el arma en la funda. Llamó al cabo Tront con un gesto y este se situó a su lado. Le susurró algo al oído. Tront asintió y se volvió hacia los soldados. —Chicos, eso que hay fuera no son demonios, ni dioses, ni pollas… —dijo. Un par de soldados se rieron. Tumbir asintió—. En el espacio se mueven la hostia de rápido, pero aquí en tierra firme no son más veloces que un perro. ¿Nunca le habéis pegado un tiro a un perro? —Yo hice la instrucción con perros, señor —dijo uno de los soldados—. Era lo que había para comer. Todos se rieron. Tumbir se rio. Betar consiguió reírse un poco. —Pues te imaginas que son perros —prosiguió Tront—. ¡Y los matas como a perros! Levantó su rifle y gritó. Tumbir levantó su rifle y todos levantaron el rifle, incluida Betar, y gritaron. En ese momento aparecieron a la carrera la francontiradora Nure y el soldado Jibon, terminando de colocarse el uniforme rojo de combate. Él se situó junto a los suyos, al lado de Dubek, mientras Nure les hacía un gesto obsceno y seguía al trote hacia la escalera de la atalaya sur. —¡Déjalos fritos, Nure! —gritó Jibon. Por toda respuesta, la soldado de primera levantó el rifle de francotirador sobre su cabeza. * * * Cuando la francotiradora Nure llegó arriba, el capitán daba las últimas instrucciones a Duda y a la artillero Karas. El oficial de comunicaciones estaba de rodillas, ajustando la vieja máquina traductora. La francotiradora se detuvo lo justo para saludar. Palmeó el hombro de Karas y comenzó a colocar su rifle en el lado opuesto de la terraza. —¡Estamos todos comunicados! —decía Borsek—. No quiero interferencias en esa puta cosa y no quiero que nadie dispare sin que yo lo ordene y, sobre todo, no quiero que nadie deje de disparar cuando yo lo ordene, ¿entendido? —Entendido, señor —respondieron Karas y Nure al unísono. Duda encendió el aparato, miró al capitán e hizo un gesto afirmativo. —Bien —dijo este—. Estoy en la sala de mando. Bajó con rapidez las escaleras mientras daba varios golpes a la pared con los nudillos. Nure miró hacia el exterior. Los Azules se encontraban a medio kilómetro. Desde esa distancia parecían medusas luminosas con una forma vagamente humanoide. —¡Joder! —exclamó. Se apresuró a observarlos desde la mira telescópica. Tardó menos de un segundo en enfocar a uno de ellos. En primer lugar se fijó en los tres puntos de vulnerabilidad cinética, de color azul muy intenso, grandes y planos como el corte de una manzana. De esos tres discos, dispuestos como una copa, emanaban rayos azules que chocaban contra una barrera invisible. Esta barrera tenía forma humana, cuatro miembros y una cabeza, y los rayos que acogían parecían una tormenta eléctrica encerrada en una botella. No se distinguía otro rasgo, excepto las espadas. Pendían siempre de una de las extremidades, oscilaban o giraban haciendo un molinete, jirones azules y alargados que dejaban una estela de chispas a su paso, igual que si incendiaran el pobre aire de Shiva. Nure no pudo reprimir la impresión de que aquellos seres competían en belleza con las cascadas selváticas de su Tierra natal, con el lamento de los delfines y el baile de las llamas a gravedad cero. Se detuvieron a trescientos metros. Karas pidió atención a las otras atalayas a través del comunicador de su casco. Afianzó los mandos de su ametralladora del 50 con las manos protegidas por mitones. Duda sacó el receptor direccional por la terraza y la máquina traductora comenzó de inmediato a recibir una señal, que era enviada al puesto donde el resto de oficiales aguardaban acontecimientos. La onda era monótona y no portaba ningún mensaje. Duda estaba convencido de que lo que escuchaban era la propia naturaleza electromagnética de los Azules. El micrófono captó entonces una señal distinta, que fue traducida de inmediato por la máquina, reproducida en palabras con una voz robótica, amena, como la de un amigo. UNO SE ACERCA El capitán habló a través de los cascos de Duda y Karas. --Saben que les escuchamos. Lanzad las granadas de humo. —¡Es muy pronto! —se quejó la sargento. Duda le hizo una señal con la mano para que obedeciera. Karas suspiró, dio la orden a sus hombres y ella misma agarró el lanzagranadas que había apoyado junto a la ametralladora. Las granadas volaron de las atalayas y liberaron el humo por el aire, como extraños calamares que huyeran en desbandada. Cubrieron los trescientos metros, cayeron y rebotaron sobre el granito, mientras llenaban la explanada con su carga. El humo superaba la barrera electromagnética de los Azules, brillaba al reaccionar con sus rayos y les daba el aspecto de una especie de líquido radioactivo, descubriendo todos sus recovecos y formas. Nure pudo distinguir sus brazos alargados, sus piernas vertebradas como las de los cuadrúpedos, una especie de cráneo ojival del que salían decenas de trenzas o bigotes sensibles. Los Azules no se movieron. El aparato volvió a hablar. UNO SE ACERCA Y uno de ellos se acercó. Oscilaba arriba y abajo debido al extraño funcionamiento de las piernas, como un corcho movido por las olas. Su espada hizo un par de giros en el aire y, de repente, se clavó en el suelo. Quedó completamente quieto, la espada agarrada con ambas manos. No se podía saber, en caso de haber tenido ojos, si miraba al suelo o al frente. NO OFENDÁIS MÁS A DIOS-HONOR MARCHAOS DE AQUÍ VIVOS --Un disparo de aviso —ordenó el capitán. —¿De aviso de qué? —dijo Karas—. No pueden salir del planeta por las torres. --Que no hubieran venido. Sargento, un disparo de aviso u ordenaré al oficial Duda que le pegue a usted un tiro entre ceja y ceja. Karas apuntó y disparó a unos diez metros del Azul que se había adelantado. Este solo movió un poco lo que parecía su cabeza. La espada dio algunas vueltas más. UNO DE VOSOTROS PELEA CON UNO DE NOSOTROS SI PIERDO DIOS-HONOR LO QUIERE --Quieren eliminarnos uno por uno —dijo el capitán tras un par de segundos—. Buen intento. Acaben con él. Karas ya no tenía presencia de ánimo para quejarse. Miró a Nure, que observaba al Azul desde la mira telescópica mientras aguantaba la respiración y una lágrima le caía por la mejilla. Escupió al suelo y dio la orden a los artilleros. Las balas del calibre 50 comenzaron a volar hacia el Azul, impactaron decenas de veces contra él mientras intentaba bailar a un lado y a otro, y movía la espada como si pudiera cortar los proyectiles. Entonces de su cuerpo comenzaron a saltar chispas más grandes, que llegaban a varios metros de distancia. El escudo había caído. Nure disparó y acertó en una de las medallas azules de aquel ser. Sus rayos eléctricos se liberaron como cables de alta tensión, saltando sobre el asfalto, una explosión de arterias vivas que zumbaban, y creaban flores blancas y rojas de frustración y muerte. Explosionó. La dispersión del Azul duró apenas un segundo, pero limpió la zona de humo e hizo que el traductor emitiera una señal larga, aguda e insoportable. El humo en fuga formaba remolinos que, al asentarse, dejaron ver una escena ordenada y que cogió a Karas por sorpresa: los Azules, de nuevo perfectamente visibles, parecían haber puesto la rodilla en tierra y se llevaban una mano a la cabeza como si se colocaran un gorro. Sostenían la espada en vertical con la otra mano, la punta clavada en el granito. Formaban una media luna en torno al lugar donde había estado su embajador. Parecían caballeros templarios hechos de leche y vetas de lapislázuli. --¿Qué ha pasado, Duda? Las cámaras tienen interferencias. ¿Qué hacen? —exigió el capitán. —Están… el Azul ha caído y los otros están… Se le ocurrió decir que estaban presentando sus respetos, haciendo un homenaje a su valor, pero realmente no le apetecía que el capitán pensara que los defendía de algún modo. Fue a abrir la boca para describirlo de un modo más aséptico cuando Borsek volvió a hablar. --¿Se encuentran a distancia, Karas? —Lo están, señor. —¡FUEGO A DISCRECIÓN, SARGENTO! —¡ARTILLEROS —gritó Karas a través de su comunicador—, RÁFAGAS DE A VEINTE, AHORA! Las ametralladoras volvieron a escupir la munición del 50 con esa cadencia zumbido-martillo, tan rápida como el aleteo de un colibrí, un tableteo de tormentas gemelas. Duda se quedó sentado en el suelo, tapándose los oídos con las manos. Apretó fuerte el esfínter para no hacérselo encima. La francotiradora Nure pulsó el botón de insonorización de su casco y unos auriculares automáticos envolvieron sus orejas. Aun así, notaba las detonaciones en el cráneo. A través de la mira telescópica pudo ver que los Azules permanecían unos segundos bajo la granizada de impactos, seguramente porque su rezo, o lo que fuera, no había terminado. Un par de ellos perdió la protección electromagnética en ese espacio de tiempo, pero la francotiradora no encontró buen ángulo de tiro. Luego fue demasiado tarde. Se levantaron al unísono y comenzaron a dispersarse por el terreno. Karas se detuvo un segundo en observar a Nure, que bajaba cada vez más el rifle, como si su objetivo se acercase a demasiada velocidad. —¡Atentos a los muros! —gritó a sus hombres. En ese momento comenzaron los gritos. Antes de poder preguntar si estaban todos bien, vio que la francotiradora levantaba su rifle igual que un cazador de patos y un Azul aparecía de un salto sobre la atalaya. La espada cortó limpiamente el rifle de Nure. Karas gritó y le disparó a bocajarro. La fuerza cinética de una ráfaga de cinco proyectiles hizo que el Azul girara sobre sí mismo como una peonza, se desplazara dos metros a su derecha y desenrollara ambos brazos a la vez; empaló a Karas a través del corazón. Nure sacó su machete. El Azul cortó a Duda desde el coxis hasta el cráneo. No saltó ni una gota de sangre. La soldado se acordó de que también tenía una pistola, pero fue demasiado tarde. El enemigo se giró hacia ella, todavía conteniendo una carga apresada de humo, que peleaba en bello caos con su fuego eléctrico. En el giro lanzó su espada para cortar a la mujer por la mitad, pero esta rodó hacia un lado y se levantó a la retaguardia del Azul, con la intención de intentar atravesar su escudo electromagnético con el machete. En ese momento supo que los Azules no tenían retaguardia, cuando la espada larga y azul se clavó en su vientre y salió con relativa facilidad a través del hombro. * * * En el patio se oía cada vez menos el traqueteo de las ametralladoras. Los soldados de infantería permanecían tras las barricadas. En principio habían pensado que el ataque vendría porque el enemigo destrozaría la puerta, pero la situación dio un vuelco cuando comenzaron a escucharse los gritos de sus compañeros de artillería en lo alto de los muros. Tumbir calculó que los Azules habían tardado menos de un minuto en ganar las atalayas, lo que quería decir que las balas no podían detenerlos mucho rato. —¡Disparad. Cuando. Caigan. Al. Suelo! —gritó. Mientras sus hombres corregían las posiciones, apretó el hombro de Dubek, el más fuerte de los soldados, y consiguió que lo siguiera hasta la mesa de aluminio en que les habían dejado los tres ingenios armamentísticos nuevos. —Son barriles con cables, señor. Dubek habitualmente cumplía algún tipo de castigo por decir lo que pensaba, pero nadie podía acusarlo de mentir o siquiera exagerar la realidad. Aquellas cosas tenían un asa, veinte o treinta cables apretados por presillas y una boca que parecía el interior de una vieja resistencia eléctrica. El resto no era distinto a un tonel y el que lo había diseñado, Duda, desde luego que no tenía idea de lo que era apuntar con un arma cuando uno se jugaba la vida. — Tront. Tú. Y yo —dijo Tumbir. Dubek asintió y cargó corriendo con dos de esos aparatos hacia el flanco donde el cabo Tront gritaba palabras de ánimo a los soldados. Estos disparaban ya a las atalayas. El sargento cogió la tercera arma y fue con parsimonia hacia el flanco contrario. Debido a su rango, había estudiado los manuales avanzados sobre amenazas alienígenas y el modo de combatirlas. Intuía que aquellos cacharros, ya que habían sido fabricados por un experto en comunicaciones, debían disparar algún tipo de microondas. Y no tenían pinta de estar diseñados para proteger de sus efectos al portador. No le importaba demasiado quemarse un poco el costado si podía llevarse a los putos beatos azules por delante. Sabía que, llegados a ese punto, las cámaras y los sistemas de comunicación podían empezar a fallar, así que, cuando pasó junto a Betar, le dio un empujón y señaló al edificio donde estaba el puesto de mando. —¡Informa! —ordenó, voz en grito, para hacerse oír sobre el ruido de los disparos. Betar solo se giró. Por su gesto parecía que acabaran de echarle un cubo de hielo en la espalda. Entonces Tumbir se dio cuenta de que la mujer tenía la pistola en su mano y que había sido disparada. Se miró el agujero en el estómago. No sentía dolor, pero, de repente, le pareció como si alguien hubiese quitado el tapón de una bañera en sus talones, y todo su calor y su fuerza se fuesen a través de los sumideros. Cayó de rodillas. Betar salió corriendo hacia el puesto de mando. Tront la vio correr, pero no hizo nada. Miró al sargento y tampoco hizo nada. Se giró hacia la parte interior de los muros. Los Azules caían en cascada al suelo y volvían a saltar hacia ellos. Los rifles disparaban sin descanso y arrancaban chispas y destellos imposibles de sus siluetas. Un par de bombas de humo comenzaron a rodar; todo se anegó de blanco vivo. Aquello era como estar dentro de una turbina llena de piedras. Tumbir rodó sobre un costado y puso el invento de Duda sobre su barriga. Entonces sí notó el dolor del balazo. Se fijó en que dos enemigos se dirigían a su flanco, desplazándose a la vez que uno giraba alrededor de otro, como si ambos estuviesen atados a un poste invisible. Apretó la palanca de gatillo y, de inmediato, comenzó a sentir un calor insoportable en el vientre. El haz de microondas llenó el interior de uno de los Azules y comenzó a teñir sus rayos internos de rojo y violeta. La espada salió volando. Estallaron sus tres puntos vulnerables a la vez. La zona de barricadas más cercana retrocedió dos metros, como golpeada por la cola de un dragón, y cayó sobre las piernas de uno de los soldados. Tumbir maldijo al ver que el otro Azul se dirigía hacia el soldado que había quedado aprisionado. Hizo lo que pudo para cambiar la dirección del arma pero se dio cuenta de que su piel se había frito y estaba pegada a la ropa, y la ropa al artefacto. El Azul saltó a la vez que el soldado empujaba la barricada hacia arriba. No le daría tiempo a esquivar. Tumbir intentó echar mano de la pistola para asistir a su hombre, pero entonces vio al enemigo, en el aire, invadido por un haz de microondas que lo hacía saltar como un enorme pájaro ciego y explotar a más de cuatro metros de altura. A la derecha, el cabo Tront soltó un alarido de triunfo que nadie pudo oír. Tumbir sonrió. Su cabeza cayó hacia atrás y ya no pudo ver como Tront se giraba para disparar a otro Azul que se había acercado demasiado. El arma salió volando de sus manos, cortada en dos. Una marea de espadazos destrozaba las barricadas. Los hombres disparaban, o caían, o salían corriendo. Dentro de una turbina cada vez con menos piedras. Tumbir no podía ver nada de eso, solo las enormes siluetas de los mamparos de protección de Fuerte Sonámbulo sobre su cabeza. Entonces una espada le cortó las muñecas, el arma y la cintura, haciendo rodar las dos partes de su cuerpo, y quedó mirando al suelo los pocos segundos que le quedaron de vida. * * * Betar sentía la barriga dura como una piedra. Su bebé tenía ocho semanas, así que no debía ser aún gran cosa, pero ella no podía evitar imaginárselo encogido y cubriéndose la cabeza con las manos. Subió las escaleras corriendo; intentaba no pensar en su embarazo mientras dejaba atrás a los hombres que habían sido apostados estratégicamente para impedir la entrada de los Azules. Se les habían facilitado los únicos cuatro martillos eléctricos que quedaban en la base, material que había servido en actividades mineras. Al parecer, aquellos martillos podían destruir roca, energía y hasta el pensamiento de un animal que nunca había existido, si se tenían brazos para aguantar su peso. Lo que hacían era interaccionar y disrupcionar; seguramente había alguien en alguna pacífica colonia que no hubiese sido abandonada por el Gobierno, que supiese qué carajo significaba aquello. Al pasar junto al último de los hombres, el que esperaba apostado a un lado de la puerta de la sala de mandos, Betar vio con claridad que tenía los ojos abiertos como si no terminase de despertar de una pesadilla y que varias gotas de sudor caían desde sus cejas. Admiró el detalle de aquellas gotas sin dejar de correr hacia la puerta. La abrió con ambas manos y se encontró con la plana mayor del cuartel, más el cabo Ylan, que permanecía tirado en el suelo, apoyado en una pared, con las manos atadas detrás de la espalda. El capitán Borsek en ese momento tiraba los auriculares al suelo con evidente gesto de frustración. El teniente Taus buscaba una pantalla que emitiese alguna señal fiable en la consola de doce pantallas que presidía la sala, pero todo eran interferencias y sonido de grillos robóticos. Gibrok, ayudante de Duda, estaba con una rodilla en tierra, el brazo apoyado en la máquina traductora y una pistola al final de aquel brazo. Por el movimiento de su mano debía haber pescado una carpa realmente juguetona con el arma. El oficial médico, el mismo hombre que le había confirmado hacía una semana que estaba embarazada, y que tuvo la nobleza de no contárselo a nadie, permanecía de pie sin ningún tipo de armadura de combate, pero portaba un rifle que mantenía apoyado en la cadera derecha. La plana mayor, más Betar, más Ylan, maniatado como un fugitivo. Borsek, al verla llegar, sacó la pistola del cinto y apuntó a la mujer directamente a la cabeza. —¿Qué hace aquí, soldado? —¡Me manda el sargento Tumbir, no dispare! —se apresuró a decir a la vez que levantaba las manos. Entonces supo con total certeza por qué Ylan estaba retenido en aquella sala; había intentado esconderse del combate. Si seguía vivo, podía significar que Borsek ladraba más que mordía o que esperaba ganar aquella batalla y someterlo a un consejo de guerra. Pensó todo eso en una fracción de segundo y luego añadió—: No sé por qué, pero me ha mandado que informe. —Ese chico ha estudiado el manual —apostó Taus—. Sabía que a estas alturas los Azules nos habrían jodido las comunicaciones. —Lo único que funcionará cuando lleguen será el traductor —intervino Gibrok con la voz algo temblorosa. Frunció los labios; parecía decirlo para convencerse. Borsek bajó el arma, se encogió de hombros y ordenó: —Informe, soldado. Betar ni siquiera se cuadró para hablar; aquello le habría parecido a ella, y sospechaba que a todo el mundo, como preguntar a un enfermo de cólera cuál era su marca de agua mineral favorita. —Los Azules han tomado las atalayas y están tomando el patio. El sargento Tumbir ha sido malherido, señor. Aquel era el momento en que, en una situación normal, alguien le preguntaría por qué estaba el sargento Tumbir malherido, y en que ella respondería que no había querido dispararle y nadie la creería aunque fuese cierto. Y no estaba segura de que lo fuera. Sin embargo, Borsek asintió con lentitud. Luego alargó la mano hacia el oficial médico y este le pasó el rifle de francotirador. Betar suspiró con alivio y sacó su pistola, dispuesta en ese momento a seguir a su capitán a donde fuese; el hecho de que nadie supiera que había disparado a Tumbir le confirió la extraña y a la vez rotunda sensación de estar a salvo de cualquier otro peligro. Cruzó la mirada con Ylan durante un instante. El chico hizo el amago de sonreír, como si se encontrase en aquel taller de tratamiento de vegetales después de hacer el amor, como si fuese a decirle que era preciosa. Sin embargo su sonrisa se quedó en un mero intento y agachó la mirada hacia el suelo. No prestó atención a nada de lo que se decía, ni siquiera a los primeros atronadores disparos de los martillos eléctricos en las plantas inferiores. Tampoco sentía ya odio por el teniente Taus, al que tantas veces había servido café con crema de whisky, y que no hacía ni una hora lo había sacado a punta de pistola de la cámara frigorífica para carne. Solo deseaba que todo acabara pronto. Entonces alguien le cortó las presillas de las muñecas, sostuvo sus manos y le puso una pistola en ellas. Alzó la vista y se encontró con el rostro de Betar. —Ya vienen —le dijo. Betar tenía los ojos del color del ron añejo y los labios con el mismo tacto que el cuero nuevo. Betar, que siempre ardía por dentro. Betar, que sabía hacer chistes de una lata de sopa. Betar se dio la vuelta y avanzó hacia la puerta por la que salían el capitán, rifle en mano, y el resto de la plana mayor. Ylan se levantó pero no pudo seguirles. Se quedó a solas con Gibrok y dejó que la pistola se cayera al suelo. El capitán volvió a entrar volando, con un brazo cortado desde el cuello hasta la cadera. No salía sangre de aquella gigantesca herida, a través de la que podían verse los dientes de sus costillas y el interior de uno de sus pulmones. Cayó, resbaló un metro, y quedó tumbado y muerto sobre la espalda. Tres Azules irrumpieron en la sala, rebosantes de humo y de rayos en su interior, más altos que ningún Dubek que Ylan hubiese visto nunca, más orgullosos que ningún caballo, más elegantes que ninguna pantera. Solo en ese momento pudo darse cuenta de que ya no escuchaba disparos, ni en el edificio, ni en el patio, ni en las atalayas. Gibrok parecía hipnotizado. Dejó su pistola sobre el suelo y, temblando, hizo girar el dial que encendía la máquina traductora. Después de un par de segundos, el invento transmitió: ROBÁIS DIBUJO DE HONOR-DIOS SIEMPRE ROBÁIS COSAS ROBÁIS PLANETAS NUNCA SUFICIENTE Ylan miró a Gibrok. Este observaba a los Azules con el mismo gesto del que ve una película insoportable por su crueldad, o profundidad, o magnificencia. NO VOLVERÉIS AQUÍ NO VOLVERÁN NAVES AQUÍ NO MÁS ALIMENTO PARA NAVES —¿Podemos hablarles? —preguntó Ylan—. ¿Eso funciona para transmitir? —Sí —respondió Gibrok con la voz suave y el ánimo rendido. Ylan se acercó a la máquina y alargó la mano hacia el ayudante, que le cedió el micrófono. Los Azules permanecían a la espera. Ylan no tenía saliva pero habló al micrófono, y una señal compuesta de zumbidos y siseos se fue generando simultáneamente. —¿Habéis matado a la mujer? —preguntó. HEMOS MATADO A TODOS El chico constató con vergüenza que, en aquel momento, no podía sentir pena ni indignación. Quizá más adelante, si salvaba el pellejo. Suspiró para evitar que su voz temblara. Luego, preguntó: —¿Qué queréis? PUERTA PARA ALIMENTO DE NAVES ABRIR CÓDIGO Aquellos seres poseían mucha información. La máquina reproducía su discurso con un lenguaje básico, dando la falsa impresión de que uno hablaba con un niño de cuatro años, pero, por lo poco que Ylan sabía, los Azules quizá leían su mente, el lenguaje de las máquinas o los genes de un mutante; no los conocía en absoluto. —Él tenía el código para abrir la puerta del combustible —dijo señalando al cuerpo del capitán Borsek—. Él y nadie más. PREGUNTA A ÉL —Está muerto. PREGUNTA A ÉL Ylan se pasó una mano por la cabeza y miró a Gibrok, pero este se encogió de hombros. —No puedo preguntarle a él. Está muerto. DIOS PERMITE PREGUNTA A ÉL CÓDIGO PUERTA —¡Pregúntale tú, tonto de los cojones, a ver si te responde! Se dio cuenta de que aquel arrebato podía costarle la vida, sobre todo si el traductor era efectivo, pero una serie de sentimientos de impotencia y de rabia comenzaban a hacer que le importara un poco menos que antes. Los Azules movieron sus cabezas. Si se hubiese tratado de humanos, parecería que murmuraban algo. Entonces la maquina volvió a traducir sus vibraciones siseantes. YO HABLA CON MÍOS MUERTOS TÚ HABLA CON TUYOS MUERTOS MÍOS MUERTOS CUENTAN AHORA COSAS MUERTO EN CAMPO CORTA QUINCE BALAS ANTES DE MORIR MUERTO EN TORRE DOS ARMAS DISPARANDO A LA VEZ MUERTO EN PATIO DOLOR GRANDE DESCONOCIDO PIERDE ESPADA Ylan comprendió lo que significaban aquellas palabras, pero no estaba seguro de querer entenderlo. Entonces, uno de los Azules señaló el cuerpo del capitán con su espada. PREGUNTA A ÉL CÓDIGO PUERTA —Nosotros no podemos hablar con los muertos. La espada se quedó un rato rígida y luego trazó un arco lento hasta señalar el pecho de Ylan. Este se juró a sí mismo que no habría más actos de cobardía y permaneció con los ojos abiertos. NO HABLÁIS CON LOS MUERTOS NADIE OS CUENTA COSAS DESPUÉS DE LA MUERTE-GLORIA Aquello debía ser una pregunta, pero la máquina no entendía de tales matices. —Nadie —respondió. Gibrok también entendió lo que sucedía y negó con la cabeza; su sonrisa era amarga. NO SABÉIS COSA DESPUÉS DE LA MUERTE-GLORIA —No sabemos una puta mierda de lo que hay después de la muerte. VIAJÁIS PLANETAS HACÉIS GUERRA Y NO SABÉIS COSA DESPUÉS DE LA MUERTE-GLORIA —Eso es —respondió Ylan entre lágrimas mientras pensaba, esta vez sí, en Betar. Los Azules tardaron en responder. TENÉIS MIEDO MIEDO COMO PERDER DIOS-HONOR MIEDO A QUEDAR QUIETOS PARA SIEMPRE Ylan asintió, aunque aquel gesto no pudiese ser traducido. PERO LUCHÁIS Concluyó aquel ser. Por un instante quedaron en silencio como rarezas científicas de un museo. Luego, a un mismo tiempo, con movimientos decididos y enérgicos, los tres Azules hicieron un molinete con sus espadas. Ylan estaba seguro de que iba a morir y sintió una oleada de arrepentimiento por no haberlo hecho junto a Betar. Decidió no cubrirse con las manos. Gibrok se agarró a la máquina. Los Azules apuntaron con sus espadas hacia el suelo y se agacharon; clavaron allí sus armas y sus rodillas. Se llevaron una mano a la cabeza, como si sujetaran un casco. Permanecieron en respetuoso silencio, formando una media luna alrededor de aquellos dos hombres, los únicos supervivientes de Fuerte Sonámbulo. Víctor Conde
4. Anteriormente, en “Mi Marciano favorito”… —Hace casi un año, el nueve de abril de 2021 —empezó Zamaro—, sufrimos el martillazo de la Señal, un fortísimo haz de pulsos electromagnéticos que bañó la Tierra durante 29,148 segundos. El planeta no creó sombra en este haz, por lo que tanto el hemisferio que daba al punto desde donde se calculó que provino la Señal (la tangente a uno de los primeros sistemas en los que fue descubierto un planeta extrasolar) como la cara opuesta de la Tierra lo sufrieron a la vez. Y desde luego no fue el susurro electrónico que muchos esperaban... Castillo asintió recordando con dolor aquel espantoso medio minuto. Vivían en un mundo donde había un antes y un después común a todos sus habitantes: esos desconcertantes segundos en los que pareció que a todas las personas iba a estallarles la cabeza, como si una fortísima migraña mezclada con un ruido espantoso las aplastara hasta el punto de no dejarles hacer otra cosa más que gritar de dolor. La conversación trivial más famosa entre gente que no se conocía dejó de ser el clima (aunque “qué tiempo hace” seguía ocupando un lugar de honor entre las charlas casuales) para ser sustituida por “¿qué estabas haciendo el día de la Señal?” A Castillo la sorprendió conduciendo: aquel día iba a recoger a su hijo menor al instituto. Recordaba haberse librado por los pelos de un atasco, un camión volcado en la N-13 que había atrapado a cientos de coches en la trampa mortal llamada “kilómetro entre salida y salida de la autopista”. Retenía una imagen nítida de aquella tarde, de esas cosas sin importancia que dicen los accidentados que se les graban a fuego en los segundos previos al acontecimiento, como si la mente supiese de antemano que algo va a pasar y quisiera estar especialmente despierta: Unos policías de la brigada antiterrorista volvieron hacia ella sus rostros bañados en inquietas luces láser, pero no hicieron caso cuando se saltó una raya continua para coger por los pelos el desvío. Un resplandor escarlata ardió en sus cascos mientras los edificios de un polígono industrial se empapaban en fulgor de neones. Laura no sabía si la habían visto cometer aquel pecadillo, pero se hizo la loca y siguió conduciendo como si el mundo para los no atrapados en el atasco fuera de color de rosa. Fue más o menos entonces cuando la bomba estalló dentro de su cabeza. Si alguien ha soñado alguna vez con cómo se sentiría uno si le metieran la cabeza en un microondas, Laura lo descubrió aquel día. Empezó con un silbido estridente, un chillido que al llegar al límite de lo soportable cogió fuerzas y aumentó diez veces más. Laura tuvo suerte: ella pudo frenar. Otros conductores no pudieron. Laura se consideraba una mujer dura, acostumbrada a ver horrores tanto a través de ese desvergonzado muestrario de la iniquidad llamado “informativos de televisión” como en directo. Había visto cadáveres llenando las calles de Santo Domingo, estudiantes retorciéndose en charcos de sangre en protestas contra regímenes fascistas en Myanmar, o las devastadoras consecuencias de un tsunami en Manacoa. Había visto a su propia ciudad despertarse por la mañana como una mujerzuela y sacarse niñas violadas de entre las uñas y hombres acuchillados del sarro de los dientes. Había escuchado sinfonías de coches patrulla entonar un crescendo mientras las ambulancias suplicaban alas para pasar volando por encima de los atascos. Era un verdadero río de cadáveres que a comienzos del año (y sólo porque a la gente le daba por empezar a contar desde allí, como si las doce campanadas hubiesen apretado el botón de “reset” del ordenador urbano) sumaban sólo siete u ocho casos, pero que en noviembre podría haber inundado las calles con la sangre vertida. Y sin embargo, aquel medio minuto logró sobrecogerla de miedo. Luego se enteró de que la Señal había provocado cientos de miles, quizá millones de accidentes en todo el planeta. Porque no sólo los humanos se vieron incapacitados para hacer otra cosa que no fuera gritar de dolor, sino también las máquinas: las radios de los coches emitieron un gorgorito de chasquidos y latigazos de estática, los teléfonos móviles hicieron estallar sus baterías, los sistemas de guiado de los aviones fallaron en pleno vuelo... y en todos los ordenadores y sistemas de realidad aumentada que estaban encendidos empezaron a aparecer símbolos extraños. Sí, Laura había tenido muchísima suerte. Y el mundo, en general, también, porque los expertos habían llegado a la conclusión de que podría haber sido infinitamente peor. El sistema electrónico de los aviones se volvió loco pero no se estropeó, y siguió funcionando con normalidad cuando aquel infernal chillido acabó. Sólo aquellos que tuvieron la mala suerte de estar despegando o aterrizando en ese fatídico instante sufrieron las consecuencias. Y aún así, los muertos se contaron por cientos de miles. —Sé que todos pensasteis que aquella agonía nunca iba a acabar —prosiguió Zamaro—. Demonios, si hubiera durado cinco minutos enteros yo mismo me habría volado la cabeza con lo primero que tuviera a mano. En aquel momento me hice las mismas preguntas que todos: si era una nueva arma de los islamistas, si el efecto sería sólo a nivel local o habría más gente por ahí padeciéndolo... En fin, cualquier cosa menos lo más improbable, lo que al final resultó ser cierto. “Al final, gracias a Dios, cesó. Seguro que recordáis la sensación: fue como si de repente se hiciera el silencio tras llevar horas metido en una discoteca con los altavoces de doscientos vatios pegados a tu oreja. No tardamos ni un día en darnos cuenta de que todos los discos duros del mundo habían sido reescritos. O más bien, completados, palabra que me parece más correcta para explicarlo, ya que en ningún caso se borró información preexistente. Sin embargo, todo el espacio vacío que quedaba se nos llenó de lo que en principio tomamos por basura digital. Luego advertimos que se trataba de una especie de código. —Extendió las manos hacia Castillo—. ¿Doctora? —Era una especie de... masa de datos inmensa que requería muchísimos terabytes de memoria para grabarse —continuó Laura, paseando por la habitación. Parecía una profesora impartiendo una clase de seminario—. Aún no podemos asegurar a ciencia cierta que se trate de un código pues, aunque parece esconder cierta lógica interna y estar subordinado a unas reglas algebraicas de enorme complejidad, no sabemos si tiene traducción a otra cosa que no sea él mismo. Todos asintieron. Sí, ése era el gran enigma: ¿la Señal se componía de datos aleatorios, o realmente escondía algún tipo de mensaje? Podría llegar a ser el nuevo Santo Grial de la ciencia, la puerta a mundos que esconderían tesoros jamás soñados, si resultaba que el código acababa siendo afín al género humano, un patrón comprensible para su sistema cognitivo. Laura encendió un proyector, haciendo aparecer sobre una pizarra símbolos religiosos de sectas y cultos de todo el mundo. —Estas son sólo algunas de las sectas que adoptaron la Señal como dogma de fe. No tardaron ni un día en surgir de la nada. En total se han contabilizado más de veinte mil, la mayoría en Asia y Sudamérica. Curiosamente, nos han sido de gran ayuda a la hora de recopilar el texto completo de unos y ceros de la Señal. —Fue pasando las imágenes, intercalando mapas enormes de código binario con fotos de empresas privadas de almacenaje de información, con pasillos y pasillos abarrotados con toneladas de discos duros—. Los analistas se dieron cuenta de que en cualquier dispositivo de almacenamiento dado, uno cualquiera escogido al azar, el código empezaba siempre con una combinación de unos y ceros nunca repetida. A esto lo llamamos “el Saludo”, o la salida, como si indicase el principio de la grabación. A partir de ahí los datos grabados son idénticos hasta que se rebasa el límite del espacio de memoria. “Esto nos plantea un serio problema, pues si los datos estuviesen divididos en páginas, y éstas se permutasen en distintos dispositivos, podríamos haberlas recopilado como si fueran capítulos sueltos de un libro, y haberlos encuadernado todos juntos. Pero no; siempre que se empezó a grabar se hizo desde el principio de la secuencia, por lo que sólo los discos duros más voluminosos llegaron más lejos en la longitud del código. “Hay sectas que se dedican a recorrer el mundo buscando una línea de código o una página más de la Señal. Para ellos es como su gran misión, como si Dios hubiese desafiado a la humanidad a escuchar Su Mensaje hasta el final. Esto, claro está, ha degenerado en la aparición de mafias que venden trozos inéditos de código al mejor postor, o que son capaces de matar por ellos. —Laura suspiró, triste—. En fin, somos humanos. Era lógico presuponer que sucedería algo así. —La recopilación más extensa del código que se conoce —continuó Zamaro— es la que tenemos en nuestro poder, y se grabó en un dispositivo de almacenaje masivo que tenía la E.S.A. en Ginebra. Y digo “tenía” porque ya ha sido desmantelado para fines militares. Pero bueno, aún conservamos una copia, y eso es lo que importa. —¿Qué extensión tiene? —preguntó Delagua, calibrando posibilidades. —Unos cien mil petabytes en bruto, pero que reducidos algorítmicamente a una versión simple y libre de redundancias nos deja sólo 5’7 petabytes útiles. El código es como un laberinto, lleno de callejones sin salida y largas repeticiones sin sentido, un poco como el ADN humano. Sin embargo, no sabemos si es todo el código que hay, o después de eso habría más. Aún no hemos encontrado ninguna página que contenga una frase de despedida, parecida a la del Saludo, que sugiera esto es to, esto es to, esto es todo, amigos. —Puso voz de Elmer. —Cinco coma siete... —murmuró Delagua, rascándose la pelea de hormigas que tenía en el mentón—. Qué curioso… es más o menos lo mismo que se estima puede contener un cerebro humano totalmente lleno. ¿Qué más? —Esta recopilación máxima, llamada Ginebra-Uno, ha estado circulando durante meses por todos los despachos y empresas de decodificación, civiles y militares, que existen —dijo Zamaro—. Y sin el menor resultado, más allá de la detección de esa especie de arquitectura interna que nos permite saber qué es información útil y qué podemos asumir como redundancia. El problema es que no hemos encontrado equivalencias con ningún lenguaje terrestre, ni con ningún sistema lógico o matemático. Si la Señal es realmente la codificación de “algo”, llamémoslo lenguaje o número o exabrupto o lo que sea, desde luego no es nada que se parezca a lo que conocemos en la Tierra. Y si desconocemos el lenguaje en el que se escribió —Zamaro encogió los hombros— es muy probable que no lleguemos a descifrarla nunca. —Fue entonces cuando nos dimos cuenta de que el cerebro en realidad son dos órganos distintos superpuestos, formando una sola cosa: la mente por un lado, y la base física de neuronas que la crea por otro. Son dos entidades relacionadas, aunque independientes en su definición. Empezamos a hablar de su teoría de la reescritura neuronal —dijo Castillo, y todas las miradas se concentraron en Delagua—. Podría ser que la Señal, si había afectado físicamente a algunos cerebros de hombres y de animales, dañándolos, no estuviese pensada para que encajase con la mente, pero sí con el órgano inferior que la soporta. —¿Podría hacernos el favor de resumirnos usted mismo en qué consiste su teoría? —suplicó Chantal... y otra vez estaba ahí su arrebatadora aura de juventud y sexualidad, chocando de frente contra su soledad de viejo verde y su almacén de sueños rotos. Delagua tragó saliva—. Por favooooor... Nadie mejor que su creador para explicarla. El biólogo se retrepó en la silla. La tormenta de telefonía móvil y de realidad aumentada que lo había estado martirizando se suavizó, pero aún le latían las sienes por el lado izquierdo. —Este... bueno, si me han invitado a venir seguro que la conocen en profundidad, pero si es por poner las cartas sobre la mesa, adelante. —Carraspeó—. Como ya les he dicho, fui uno de los primeros afectados por el síndrome HBI, lo cual me llevó a ensayar conmigo mismo a falta de otros sujetos experimentales. En aquella época estaba muy metido en una investigación sobre cómo los teléfonos móviles afectaban con sus microondas al campo magnético del cerebro, lo cual me facilitó las cosas. Tenía gran parte del trabajo avanzado. —¿Y qué descubrió? —Bueno, ya sabía que las antenas inalámbricas provocan un aumento en el metabolismo de la glucosa, y que esos efectos pueden ser medidos con tomografía. Medí los campos EM en la corteza orbifrontal y el lóbulo temporal —explicó Delagua—, siguiendo la teoría de que no sólo pueden provocar tumores, sino que a corto plazo pueden dañar los nodos de neuronas situados en el hipocampo, la región relacionada con la memoria. —¿Su hipocampo resultó dañado con la llegada de la Señal? —preguntó Castillo. Delagua sacudió la cabeza. —Dañar es una palabra muy compleja, doctora. Se puede alterar la composición de una estructura sin llegar a dañarla, sino simplemente... reorganizándola, manteniendo sus anteriores funciones pero añadiendo algunas nuevas. Eso no se puede considerar daño, sino alteración. Además, hay que entender que la memoria no tiene un solo punto localizado en nuestro cerebro, sino que está dispersa por varias regiones especializadas. “Lo que hizo la Señal fue alterar la fisiología de estos nódulos de neuronas, no sólo los de la memoria, sino también los del resto de la masa encefálica. Pero no borró información, al menos yo no he notado ninguna pérdida apreciable en conceptos que antes dominara —precisó Delagua—, sino que hizo... bueno, hizo lo mismo que con los discos duros: Utilizó la parte aletargada de mi mente para almacenar datos. Aunque a mí no me ha pasado, específicamente, sí que detectamos en otras personas un cierto grado de hipermnesia. —¿Qué es eso? —Un aumento radical de la memoria específica —dijo Chantal—. Es una patología que lleva a ciertas personas a recordar hasta el más mínimo detalle de sus vidas. Eso demuestra que la capacidad de almacenamiento de nuestro cerebro es increíblemente alta, y que si estuviéramos preparados evolutivamente para ello (es decir, si pudiéramos gestionarla a nivel psicológico), no necesitaríamos olvidar nada de lo que viéramos o aprendiéramos en nuestros cien años de vida máxima. —¿Hay gente a la que le pasa eso? —se sorprendió Zamaro—. ¿Y se quejan? ¡Yo daría lo que fuera por tener una memoria infinita! —No si esa memoria te mantiene reviviendo para siempre los malos momentos, no sólo los buenos, con un grado de veracidad intolerable —gruñó Delagua—. Lo más significativo, volviendo al tema, es que hice una tomografía 3D de las zonas afectadas en esas personas, y lo que obtuve fue una especie de escultura parecida a las imágenes esas que se hacen para los turistas, inyectando burbujitas de aire en cubos de cristal. —¿Un holograma? —Algo así. Pero no sabemos a qué se parece. Es como el jueguito del “qué ves aquí” —sonrió Delagua—. Algunos miran el dibujo y ven una nebulosa con estrellas, otros a Nelson Mandela marcándose un tango, y otros sólo ven puntos. La comunidad científica internacional se rió de mis descubrimientos, diciéndome que era como esos que creen ver a la Virgen María en cualquier mancha de humedad, pero mi equipo y yo... estábamos bastante seguros de que aquello no era como las caras de la casa esa, la de las apariciones. Esto era real. —¿Usted qué vio, profesor? Delagua se frotó el mentón. —¿Dos mariposas haciendo el amor? —Muy gracioso. Pero... ¿y esas alteraciones cerebrales que usted sufre? —preguntó Zamaro, muy interesado—. Aparte de la maldita sensibilidad a las ondas de radio, ¿tiene algún otro efecto secundario? Delagua soltó un prolongado suspiro. Esa era la pregunta del millón: si debajo de tanto sufrimiento habría algún tipo de premio escondido, si todo servía para algo. Pero eso no era más que confianza en la teoría de la balanza universal: que todo mal sufrido conllevaba una compensación al final del camino. —Hasta la fecha sólo he notado un aumento (considerable, eso sí) en mi capacidad de sentir cinismo y rencor hacia el mundo —rezongó—. Pero no creo que sea un medidor muy empírico. —La verdad es que no —sonrió Zamaro—. Bueno, pues ya sólo nos queda resumir el último punto, quizá el más importante de todos. Chantal asintió, susurrando: —El Objeto. —Lo detectó el Hubble entrando en el Sistema Solar por detrás de la órbita de Neptuno, justo en el punto Le Verrier —dijo Laura—. Lo descubrimos cuando hizo sombra sobre Nereo. Además, su... aparición, por decirlo así, vino acompañada por un pico energético muy potente. La naturaleza de esta energía es desconocida, aunque reverberó en todas las antenas del hemisferio sur durante quince minutos. El proyector mostró la misma foto de espacio profundo que Castillo le había enseñado en el autobús. Delagua reprimió un escalofrío al contemplar aquella mota de polvo negro, con una barba de puntitos grises colgando como una estela. Daba miedo pensar en ello como en un objeto extrasolar. Miedo por lo que implicaba. El terror atávico hacia lo desconocido resumido en una simple gota de tinta. —¿Qué coño es eso? —Quien sea capaz de responder a esa pregunta se llevará el jodido gallifante —murmuró Zamaro, situándose junto a la proyección. La mitad de la imagen se convirtió en una sábana de luz que bañó su cuerpo y llenó de estrellas su piel—. Los astrónomos están intentando deducir su peso por las alteraciones que cause en los trece satélites de Neptuno, porque en lo que respecta a su espectrografía... es totalmente plana. Es una foto ciega, un albedo totalmente neutro. Jamás habíamos visto nada igual. Tampoco ha contestado a ninguna de las señales que le hemos mandado. O no escucha... o no quiere responder. —Lo único que podemos deducir es que si mantiene su curso y velocidad actuales llegará a rozar la órbita de la Tierra en tan sólo veintiún años. No sabemos si esa cosa fue la que emitió la Señal —Laura cruzó los brazos, enérgica—, pero ha surgido, como ya te dije, en el mismo plano de la eclíptica. Si resulta ser su punto de emisión, pronto lo sabremos. Pero tenemos veintiún años, y eso en ciencia es un plazo terriblemente corto para ponernos al día. Porque no tenemos ni idea de cuáles son las intenciones de esa cosa. —En fin —dijo Zamaro, saliendo del cono de luz—, creo que ya podemos enseñártelo. Delagua los miró a todos. —¿Enseñarme qué? —La manera como vamos a integrar tu teoría dentro de las nuestras —dijo Laura, dirigiéndose con solemnidad hacia una puerta. Daba a una especie de laboratorio adjunto, bloqueado por dos cerraduras y tres candados, algo absurdo teniendo en cuenta que allí no iba a entrar nadie que no perteneciera a la Facultad—. Recuerda, eres el Cuarto Hombre, el vector de pensamiento no coincidente. Delagua soltó una risita desagradable. —Dilo sin tantas florituras, amiga: el de la teoría más idiota. A ver si nos aclaramos, señor Freud, que aquí todo el mundo está loco, solo que algunos lo estamos más que otros. —En eso estamos de acuerdo, querido amigo. —Zamaro hizo un gesto que no tenía explicación posible—. Ven, mira lo que hemos comprado para ti. Y dime si te vamos buscando un piso en el barrio o no. 5. tres ratones (casi) ciegos El laboratorio se desplegaba al abrigo de una luz difusa que velaba las sombras y le confería el aura de estar en un limbo celestial. Un cartel pegado con chinchetas aseguraba “Quiero creer” debajo de la foto de un OVNI. Alguien había garabateado encima con bolígrafo: “Vale, yo te paso las anfetas”. El laboratorio estaba totalmente orientado al campo de la biología. Había instrumentación cara como escáneres, tomógrafos y desecuenciadores de ADN, así como lo más básico y antiguo de la profesión, probetas y matraces con mecheros de alcohol. Alguien había asaltado un laboratorio de alta tecnología y una clase de química para niños, y se lo había traído todo a este sitio. Delagua dejó espacio para un “Oh” de asombro entre sus labios. —Cojonudo. Desde luego habéis tirado la casa por la ventana. —Y aún no has visto lo mejor. Zamaro le guió hasta una mesa donde había tres jaulas para cobayas. En su interior, unos roedores de aspecto enfermizo hacían lo que podían por, sencillamente, respirar. Eran animales al límite, y por las sacudidas erráticas de sus cabezas, lo que los mortificaba sólo podía ser... —Por los mocasines agujereados de Darwin —masculló Delagua—. No me digas que están... —Sí. —Chantal les puso un poco de comida pulverizada en sus cajitas de colores—. Están enfermos de HBI. Se llaman Galeno, Hipo y Teofrasto. —Les dedicó una sonrisa triste—. Son mis pequeñines. —Y también los únicos que nos quedan —apuntó Zamaro—. Los últimos de su generación. Si se nos van, nos quedaremos sin sujetos experimentales. Pobrecitos. —¿En qué fase de la enfermedad se encuentran? —preguntó Delagua, poniéndose en cuclillas para acercar la cara a las jaulas. Los pobres maras (no cobayas) parecían ancianos vencidos por un parkinson mezclado con otras diez o quince enfermedades degenerativas. Estaban sufriendo, se veía a simple vista, y los dolores que de vez en cuando somatizaban con la cabeza le recordaban a... Delagua sintió un escalofrío. Su corazón rechazaba la idea de que algún día él fuera a empeorar tanto como para llegar a ese extremo, pero su parte racional insistía con su propio imperativo: era cierto, podía ser cierto. —Están en fase terminal —dijo Chantal, compungida. No era un dolor fingido, sino real, como si los ratones pertenecieran a su propia familia—. La verdad es que me dolerá mucho su pérdida. He llegado a quererlos mucho, sobre todo a la hembra, Hipo. —...Que, por cierto, parece ser la que se encuentra en peor estado. —Sí, pero ha fluctuado. Todo está en mi informe, se lo pasaré para que lo lea esta noche. Delagua iba a responder, pero un frente de longitudes de onda le atacó a traición. Lanzó un gritito muy agudo, casi de niño, y cayó de rodillas. Un coro de fieles jubilosos de la Iglesia del Jódete Cabrón había roto las puertas de su mente para entonar un aleluya. Sus piernas se agitaban, sus ojos brillaban y sus lenguas salían a humedecer labios mientras el infierno estallaba en la cabeza de Delagua. Los tres maras mimetizaron el gesto, cayendo, rodando y convulsionando. Por primera vez desde que había contraído aquel mal, el profesor no se sintió solo. —¡Profesor! —gritó Laura, agarrándolo para que no se desplomase—. ¿Está bien, lo llevo al hospital? Delagua se echó hacia un lado los rizos (los pocos que le quedaban de una melena antaño frondosa) con un movimiento que dejó al descubierto los tendones de su cuello, tensos como cuerdas de amarre. Poco a poco fue acallando el coro de fanáticos de su cabeza. Al par de minutos, incluso aceptó un vaso de agua. —Sss... sí, ya estoy... mejor. Sólo ne... necesito un minuto. —Un minuto podía suponer mucho más de lo que ellos pensaban, tal vez la diferencia entre la vida y la muerte. Como aquella vez en que le dio el ataque más fuerte que recordaba haber tenido, cuando fue a la Biblioteca Pública a bucear en la hemeroteca. Un mes después apenas recordaba el pánico de sesenta segundos de dolor infernal, como si se le estuviese friendo el hipotálamo. Un mes después apenas se veía a sí mismo congelado en mitad de las escaleras, aspirando el aire cargado a grandes bocanadas, aferrando el pasamanos como para no morir. Miró de reojo a los maras. Ellos también le estaban observando, comprendiendo el hecho fundamental que implicaba que una criatura de orden superior, uno de sus humanos carceleros-cuidadores-torturadores, también agonizara cuando le llegaba el momento. Seguro que tenían coros de ruidosos cantores metodistas dentro de la cabeza (a su juicio, los menos demostrativos de entre los siervos de Dios, ya que ellos no predican: exultan), regocijándose en su decoroso dolor. Justicia poética de roedor, eso era la maldita cosa. Justicia ratonil. Ya estás divagando. El dolor te hace divagar, maldito viejo, fan chillón de Ken Kesey. —Acepto —siseó Delagua, intentando centrarse en el ahora. —¿Cómo? —preguntó Zamaro. —Que me quedo. Hace un minuto no me importaba un carajo tu proyecto, Joaquín —confesó—, pero ahora, habiendo conocido a las tres pequeñas estrellas, no puedo largarme y dejarlas a su suerte. ¿Dónde tenías pensado alojarme... o me tengo que buscar la vida también en eso? Zamaro lo abrazó, un abrazo de bienvenida a un equipo que dejaba de estar cojo. —Ya te he buscado un agujerito, no te preocupes. Y a salvo de radiofrecuencias. Está en un punto ciego de la ciudad donde no hay cobertura ni para móviles. —Menos mal. Estaba empezando a preguntarme qué tal se dormiría en la conserjería de este antro. —¡Ja ja! Seguro que harías muy buena pareja con los bedeles —rió Zamaro. —Ya he intimado con bedeles en el pasado —bromeó Delagua, intentando mordisquear las últimas raspas de migraña—. Te aseguro que de todos los grupos humanos, son quienes mejor casan lógica con sagacidad cuando opinan sobre algo. --Claro, tienen que entretenerse mientras lanzan esos alucinantes balazos pardos de tabaco a las papeleras. ¿Lo ves, maldito viejo? ¡Otra vez divagando! ¡Céntrate! El grupo se deshizo en halagos y bienvenidas, prometiendo ponerle al día en los campos que cada uno dominaba... pero Delagua, a quién únicamente miró cuando dejó el laboratorio, fue a la pequeña Hipo. Sus ojitos rodaron lentamente bajo los párpados semicerrados, mirando cómo aquel hombre que entendía su sufrimiento se marchaba. Yo también te entiendo, pequeña, se dijo. Ese pensamiento, de alguna extraña manera, se convirtió en promesa. Los días pasaron rápidos e intensos, sin fricción. Zamaro no mintió en cuanto a lo del “agujerito”, porque aquel entresuelo sin ventanas apenas se podía calificar de otro modo. Era confortable, un estudio de soltero con todos los ambientes mezclados. Todos menos el baño, claro, aunque estaba dividido en dos minúsculos cuartitos que parecían armarios reconvertidos: En uno estaba el retrete, solitario y melancólico, y en el otro (a tres metros) el lavamanos, la ducha y el armario de los potingues. Era lo más abstracto que había visto en su vida. En una cosa no había fallado Zamaro, y era en lo plano a nivel de radiofrecuencias que estaba aquel antro. No sabía si agradecérselo a la arquitectura del edificio o a un providencial milagro de la Física. Para un inquilino que lo jurase todo por la cobertura de su móvil aquel lugar sería una pesadilla, pero para él era un oasis. De todos modos, Delagua pasaba poco tiempo allí. Casi siempre estaba encerrado en el laboratorio de los maras, observándolos y probando cosas que esperaba que no les doliesen mucho. Tenía la sensación de haber llegado al grupo en el momento exacto, pues el trabajo global parecía enfocado hacia la parte biológica más que a la astrofísica. Eso le convertía en el engranaje central del equipo, cosa que a Chantal, lejos de molestarla, parecía encantarle. Seguía mirándolo como a ese Viejo Profesor (VP) de las leyendas, el sabio cuya cercanía siempre es enriquecedora. Delagua, por supuesto, no se tenía ni de lejos en tan alta estima, y le habría gustado que la joven lo mirara con un poquito menos de reverencia y (ese mismo poquito) más de lascivia... pero eran los sueños de un viejo verde (VV). El primer día, y a quemarropa, Chantal le dijo algo sorprendente, algo que cambió para siempre su visión tanto del HBI como de las perspectivas sobre su propio futuro: había descubierto la existencia de un compuesto químico que era afín a sus síntomas, pudiendo potenciarlos o frenarlos. Era un tioxanteno neuroléptico parecido al que se usaba de manera común contra la esquizofrenia, pero que mezclado con un par de cositas graciosas (sobre todo fenotiacinas y butirofenonas) daba lugar a un combustible para reactores que podía haber hecho que su bisabuelo saltara de la silla de ruedas para marcarse un rock´ n roll. Este mejunje, aplicado en pequeñas dosis, tenía efectos increíbles sobre los maras: no los hacía bailar al ritmo de los Jefferson Airplane, pero sí que cambiaba la composición, e incluso la disposición espacial, de las zonas afectadas por el HBI en sus cerebritos. A Delagua le parecía algo inaudito. Era como si aquella droga acelerase de alguna forma el progreso de la enfermedad, solo que sin hacer daño al paciente. Tras unas cuantas dosis, lo que revelaba el escáner era que el dibujo 3D del HBI (la estereoscopía, como la había llamado Chantal) variaba sutilmente. Como si algunos de sus puntitos se hubiesen desplazado o hubiesen intercambiado información con las dendritas sanas que tenían alrededor. Era como ver en cámara rápida, donde los segundos eran meses o incluso años, lo que iba a pasar con el paciente en el futuro. Delagua recordaba haber visto una serie alucinante cuando era adolescente, Cosmos de Carl Sagan, un estupendo divulgador que trabajaba con la NASA. En ella, además de la pegadiza música de Vangelis, había un episodio dedicado a cómo variaban los dibujos de las constelaciones con el paso de los siglos. Sagan pidió al realizador del episodio que lo mostrase mediante una primitiva animación computerizada cómo los trazos imaginarios que unían las estrellas se contraían y expandían cambiando el “dibujo”, yendo del oso a la morsa o del carro con bueyes al cucharón sopero. El tioxanteno hacía más o menos lo mismo con el cerebrito de los maras: variaba la estereoscopía, la regiones reprogramadas por la Señal en la parte no activa de la masa encefálica. Entre el antes y el después había todo un volkswagen de diferencia: antes la mancha en falso color le parecía una mariposa, después una casa con techo a dos aguas. La forma por la que había transitado entre ambos puntos era un volkswagen escarabajo, del modelo del 34, joder. Aquello planteaba todo un universo nuevo de preguntas, dudas y no pocas esperanzas. Con ensañada crudeza, Delagua se dijo que aquellos fuegos de artificio neuronales podían no ser más que eso, una ilusión, la luz al final de un túnel que no llevaba a ninguna parte. Se acordó de sí mismo hacía años, plantado ante la puerta de su ex-mujer con aquella invitación a largarse escrita en el aire. Ella le gritaba todos los motivos por los que a) su decisión de marcharse era una estupidez, y b) de lo poco que hubiera de verdad habría que repartir la culpa al cincuenta por ciento, ¿verdad que sí? Delagua, que le había gritado su propio “sí” tras el puño cerrado, meneaba ahora la cabeza con la misma impotencia. El destino le estaba poniendo ante las narices un milagro que podría ser un embuste cósmico. ¿Pero qué otra cosa podía salvo tragárselo? Necesitaba creer que había un final amable que no acabase con él metido en una gigantesca jaula para cobayas, dándole vueltas a una estúpida noria de madera. —¿Cómo descubriste eso? —le preguntó a Chantal un día. Ella se encogió de hombros graciosamente, rascándose la naricilla. —Por casualidad, claro. Aunque esa causalidad estuvo sazonada con una chispa de intuición femenina. Delagua dejó caer la cabeza en un cruce de dedos. —¿Sabes lo que es esto? —preguntó con mirada soñadora. —No entiendo a qué te refieres. Delagua puso en orden unas cuantas ideas, que eran como nubecillas de buen tiempo caídas a tierra. —Dime una cosa, Chantal: cuando los maras fueron sometidos al efecto de esta sustancia, ¿cómo cambió su cuadro clínico? ¿Qué les pasó? —Fue algo muy raro, como si al principio sus constantes vitales se estabilizaran, e incluso experimentaran una mejoría... y luego, sin previo aviso, cayeran más enfermos que antes. Su estado de salud se deterioró hasta el extremo que has visto. —¿En los tres casos ese ciclo fue el mismo? ¿Hipo, Galeno y Teofrasto se comportaron exactamente igual? —No, cada uno tuvo su propia curva. La que mejor lo llevó fue la hembra, y curiosamente también es la que más cambios ha sufrido en su HBI. —¿Había algún factor que la diferenciara del resto, además del sexo? —Sí. Justo cuando le afectaron los cambios el laboratorio estaba cerrado. Nosotros estábamos fuera. Y se había ido la luz, con lo que todo se había quedado a oscuras, el bedel nos lo dijo al día siguiente. La pobre debió de pasarlo fatal —suspiró—. Sus hermanos lo sufrieron de día y con nosotros por aquí. Al menos tuvieron eso. —De noche y sin nadie cerca... La barbilla de Delagua atrajo como un imán sus dedos. Chantal, por lo que él estaba descubriendo una brillantísima bióloga, a pesar de su corta edad, lo miró expectante, sufriendo en silencio esos minutos de reflexión para que él le devolviera un ¡eureka! —La oscuridad, ¿eh? Eso implica ausencia de estímulos. Se habían quedado solos, no había ni luz ni movimiento cerca. Probablemente estarían en medio de un silencio sepulcral, porque hasta aquí no llega el bullicio de la calle. Y a ella le dio el ataque... —Exacto. —Chantal frunció el ceño—. ¿En qué piensa, profesor? ¿Está relacionada la curva de progresión de Hipo con esa ausencia de estímulos? —Quién sabe, pero desde luego es una variable a tener en cuenta. ¿Habéis probado esto en humanos? —Ante la cara de horror de la joven, él mismo se contestó—: No, claro que no. Verás, chiquilla, mi opinión (y que conste que es sólo eso, una opinión) es que esa droga milagrosa ha logrado acelerar de alguna manera la evolución del HBI. Ha sido una aceleración artificial, por lo que intuyo que habrá cogido por sorpresa al propio síndrome. Esto es un gran avance, aunque no lo parezca, porque según creo... Enmudeció, sus manos y su vista congelados en el aire, atrapados en una idea que acababa de golpearle. Chantal se preocupó, pero al minuto el profesor le preguntó: —¡Chantal! ¿A qué distancia dijo Castillo que estaba ese objeto raro de la Tierra? ¿Ese OVNI? ¡En años! La joven hizo memoria, un poco asustada por su mirada de loco. —Pues... veinte o veintiuno, ¿por qué? ¿Tiene algo que ver con esto? Delagua salió corriendo de la sala, en busca de los demás. Maldita sea, si estaba en lo cierto en la locura que se le acababa de ocurrir, por supuesto que tenía muchísimo que ver. (Continuará) Víctor Conde
(Primera entrega de las cuatro en las que se divide esta novela corta) 1. El hombre escondido La doctora Castillo podía oír una música gravitando justo por encima de su espectro auditivo. Quizás proviniera de los cascos del chaval que estaba sentado dos asientos por delante, las piernas dobladas sobre el reposabrazos. Los cascos le traían la música hasta su mismo tímpano, pero eso no significaba que estuviese dispuesto a renunciar al volumen. Castillo no entendía aquella música carente de melodía, pero tampoco le importaba. Las melodías que quería oír pertenecían a un reino muy distinto del universo electromagnético, uno en el que también había ritmos, sí, y también canciones, aunque para entenderlas una tuviera que reconocer instrumentos de nombre tan extraño como “radiación de la línea alfa-H del hidrógeno”. El tren de cercanías traqueteaba por los raíles como el carrito de un anciano. Pasaba cerca de bosques que se habían apartado gentilmente para dejar pasar las vías, de pueblos aferrados al borde de precipicios que daban a antiguos cauces de ríos, y fósiles de iglesias que aún señalaban el lugar donde se suponía que estaba la antena parabólica de Dios. “Ojalá el Señor sepa leer también en la frecuencia alfa del hidrógeno”, pensó, “o lo va a tener crudo para poder captar nuestras señales”. La música de aquel adolescente la molestaba, porque imponía un ritmo no deseado a sus pensamientos, como si tras cada pum-pum-pah fuese obligado colocar un ¡eureka! Para concentrarse en la milonga que iba a soltarle al profesor Delagua (malditos fueran sus escondrijos, y la paranoia que lo había obligado a ocultarse del mundo) hizo un ejercicio mental de recopilación de ideas. Había aprendido el truco de una amiga escaladora: antes de trepar por una pared, cerraba los ojos y se dejaba caer por un abismo de introspección zen. Eso ponía en orden su mente y la situaba en el ahora, donde debía estar. Castillo dejó aparte el mundo, los pasajeros del tren, la música insistente, las conversaciones salpicadas por variaciones tonales del norte del país... y cayó por el paisaje que resbalaba por la ventana hacia ese punto en el que el cuadro se difuminaba, y ni siquiera sus ojos veían ya lo que estaban viendo. El primer aniversario de la Señal estaba próximo, y la Humanidad se preguntaba cómo lo celebraría. ¿Habría que llenar las calles de música y de fuegos artificiales, y salir a celebrar por todo lo alto que no estábamos solos en el Universo? ¿O lo más sensato sería esconderse a llorar en algún rincón frío y oscuro, en guaridas amuralladas por las antiguas supersticiones? Seguro que habría de todo: gente que tendría ganas de salir a cantar y otra que desearía huir aterrorizada. Personas para las cuales la Señal había sido lo más grande que sucedió en la Tierra desde que el primer mono se cayó de una rama, y otras para las que no era más que el preludio del fin. Para ser sincera, Laura Castillo no sabía en cuál de los dos grupos posicionarse. El deber de un buen científico era analizar los datos de la forma más objetiva posible, sin conclusiones apriorísticas. Le gustaba esa palabra: “apriorístico”. Sus alumnos de la Facultad de Astrofísica solían buscarla en el diccionario. Significaba que uno debía mirar a través de los prismáticos que le había regalado la Naturaleza, sus ojos, intentando dejar aparcado el bagaje cultural y los prejuicios... tarea difícil cuando uno se sabía ser humano antes que máquina. Castillo era una más de las millones de personas que se habían pasado el último año intentado hallar una explicación racional al enigma. Durante milenios, el hombre imaginó que si algún día llegaba un mensaje desde fuera, desde más allá de su propio entorno, sería recibido por unos pocos elegidos. Al principio, cuando los únicos oídos de los que disponía ese ente soñador, ese simio que ansiaba contactar con algo distinto a él y, quizás, mejor que él, eran los oídos del espíritu, pensó que el mensaje también sería espiritual, y que un ungido habría de traducirlo a todos los idiomas. Moisés cinceló tablillas. Buda vio cuencos flotando en ríos. Jesús cantó “mira siempre el lado positivo de la vida”. Después, cuando esos oídos se volvieron electrónicos, muchos pensaron que sólo los aburridos (y un poco locos) científicos que tenían cables saliéndoles del cráneo escucharían la señal, y hasta llegarían a encontrar una clave matemática bajo la que latiera un lenguaje. “Cómo de equivocados estuvimos durante todos esos siglos”, pensó con una mueca. Cuando la Señal llegó, lo hizo con galas suficientes como para ganarse esa mayúscula. No fue un susurro espiritual que conmoviera unos corazones perfectos. No fue el silbido de un radiofaro lejano sobre el que cabalgara la insinuación de inteligencia. Fue algo enorme, un grito estruendoso, un potentísimo chorro de ondas de radio y de cien fases electromagnéticas que pudo escucharse sin ayuda de antenas. Los animales ladraron, maullaron, piaron, piafaron, mugieron y silbaron cantos de ballena. Los humanos se llevaron las manos a la cabeza como si un sonido estridente les taladrase el cráneo y les hirviese el cerebro. La prensa bautizó aquel convulso día como “el alarido de Dios”, mientras miles de personas perdían la vida en aquellos angustiosos veintinueve segundos. Fue la fecha en que la Humanidad cambió, a un nivel mucho más profundo del que estaba dispuesta a admitir, el momento en que la pesadilla de científicos como Castillo o Delagua empezó. Antes de eso, su mayor preocupación había sido sobrevivir a ese periodo de represión que llamaban “burocracia”. En la actualidad, era la angustia por no entender el mensaje que había bajado de los cielos, por no ver el cuenco ni cincelar la tablilla. El tren soltó un gemido al frenar.. Un cartel que anunciaba sin entusiasmo HINOJOSA DEL RÍO irrumpió en la ventana, entre perros de nariz aburrida que ni se molestaban en olfatear los sonidos. La doctora rescató de la red de equipajes su mochila y bajó a la estación. Era un lugar pequeño y tranquilo, como correspondía a un pueblecito al que le interesaba más que los pasajeros siguieran de largo a que se apeasen para disfrutar de su gastronomía. El lugar perfecto que habría elegido ella para ocultarse del mundo. La plaza mayor era de postal, concebida para ser disfrutada en los rojos desvaídos y los tristes azules de una película Kodak. El templete para la orquesta coronaba una plaza con querubines que parecían borregos pincelados de amianto. Se suponía que sus jardines debían abrazarlo todo, desde los parterres de caléndulas y ásteres al humo del tráfico. Si los coches no tenían dos alerones sobre los faros traseros al modo de los Cadillac de los 50, es que estaban fuera de lugar. Aquel pueblecito tan pintoresco era un reflejo en pequeño, una especie de maqueta, de lo que había ocurrido en el mundo tras “el alarido de Dios”. Era como una casita construida para resistir las tormentas estivales y las ventiscas del invierno, un escudo hecho por un hombre que quería resguardarse del caos y a la vez disfrutar de toda aquella energía. Solo que el hombre que contemplaba la tormenta, además, era transformado también por ella. Aunque no caiga ni remotamente cerca de ti, un rayo siempre te deja galvanizada de energía. Los signos de aquel miedo latente estaban por todas partes, aunque a primera vista sólo se detectaran unos pocos: El dueño de una tienda de comestibles había instalado una red de antenas de televisión muy viejas. Era una leyenda urbana, una especie de escudo protector con la misma eficacia que ponerse un cucurucho de papel platino en la cabeza. La versión post-Señal de un atrapasueños. Más allá, tras el kiosco de la música, un cartel advertía de los males del nuevo milenio y ofrecía cobijo en el “sínodo de la Introspección Cabal, donde la tecnología jamás podrá alcanzarte y la Señal será venerada como a un dios”. La doctora buscó la taberna más céntrica y pidió un café. Le explicó al camarero, billete de cien bajo la palma, que estaba buscando a una persona, un hombre que rondaba los sesenta como un lobo ronda a las ovejas, con aspecto de intelectual despistado de esos que se hacen querer en las series de televisión. Alguien que desde luego no era del pueblo. Seguro que lo conocía. El camarero dijo que sí, que podía tratarse del tipo con las camisas que parecían manteles de cocina, que se sentaba a garabatear tonterías en servilletas, pagando un café o un medio carajillo de vino. Un magro rescate para el tiempo que tenía secuestrada la mesa. Castillo sonrió y le pagó algo más que eso, una botella de vino blanco. Ocupó la mesa en cuestión y se sentó a esperar. El hombre de los manteles con mangas no tardaría en venir a reclamar su nicho. No tuvo que esperar mucho. Delagua (era él, no cabía duda, o uno que se había operado para parecerse a la foto del anuario de Biología Molecular del 69) entró con andar despistado en el bar, se dirigió hacia la mesa sin mirarla, como si el hecho de que estuviese ocupada escapara a los cánones de lo posible... y dio un respingo al toparse con la mujer. Fue gracioso, como verlo chocar contra un muro invisible. —Buenas tardes, profesor Delagua. Me ha costado un condenado montón de billetes de tren encontrarle. El hombre miró nervioso a su alrededor. Parecía un ganadero del Oeste que sintiera el colt de los bandidos sobre la nuca. —¿Q... quién es usted? ¿Por qué me busca? Su tono de voz preocupó a Castillo. Era el de un hombre con auténtico miedo, expuesto a una fobia a la que no sabía dar nombre. Las palabras se enquistaban en sus cuerdas vocales, llagadas por el pánico. —Tranquilícese —le dijo ella, con disimulada ternura—. No tiene por qué tener miedo. Soy la doctora Laura Castillo, de la Universidad de Tres Cantos. Mi especialidad es la astrofísica. —¿Y qué quiere de mí? —Se está formando un nuevo equipo de investigación para descifrar la Señal, en connivencia con teóricos franceses, alemanes y japoneses. Lo dirige el doctor Joaquín Zamaro, creo que usted le conoce... El hombre desechó el ofrecimiento. Su rostro lo decía todo: estaba harto de que lo llamaran para esos intentos infructuosos. La Señal no podía descifrarse. Y si alguien hubiese hecho caso alguna vez de sus teorías, en lugar de reírse desalmadamente de ellas, sabría por qué. —Le sugiero que se compre un billete de vuelta a la Universidad —gruñó, dándole la espalda—. Uno solo. Yo ya no estoy para seguir aguantando esas gilipolleces, ni aunque sea idea de Zamaro. —¡Espere! Por favor, escuche. —Laura se acercó a él, aunque no quería invadir su espacio. En esos momentos necesitaba parecer suplicante pero no agresiva—. Esta vez será distinto. Joaquín está dispuesto a introducir sus teorías como una variable más en la investigación, no a reírse de ellas. Me dijo que si le aseguraba a usted que iba a ser el... eh... Hubo un instante de silencio, como si a la doctora le costase comprender lo que ella misma estaba diciendo. La mujer del tabernero, una chica bonita aunque torpe, llevaba un cartelito rosa prendido a la camisa que decía: SI ME ENCUENTRAS DELGADA, PREGÚNTAME POR HERBAMAX ¡ES LA SOLUCIÓN A TODOS TUS PROBLEMAS! Leticia ESTARÁ ENCANTADA DE RESPONDER A TUS PREGUNTAS Leticia había rellenado todos los espacios interiores de las D y las O y las R con bolígrafo, y había dibujado un avioncito gracioso a un lado, como despegando de su nombre. —¿Que si soy qué...? —preguntó Delagua, mientras aceptaba una sobrecito de azúcar de manos de Leticia. —El cuarto hombre, sea lo que sea eso. Me dijo que si le aseguraba a usted que iba a ser el cuarto hombre, lo convencería para que me acompañase. La actitud de Delagua cambió imperceptiblemente. Seguía mirando a la mujer con suspicacia, pero ya no quería salir huyendo. Se metió el sobrecito en el bolsillo, como si la diabetes fuera a exigírselo en sacrificio. —¿A qué viene tanta prisa por descifrar la Señal? Miles de equipos se han formado por todo el mundo para intentarlo, si es que tal cosa es posible... —Se guardó el corolario, “y yo no creo que se pueda, al menos en esta generación”, pero Castillo lo oyó igualmente—. Todos han fracasado. Hasta las mentes más prodigiosas han fallado en la búsqueda de ese santo grial. ¿A qué viene tanta prisa de repente? —Porque ahora hay algo distinto, un dato que no conocíamos en la época en la que usted se fue. —¿Cuál? —Hemos descubierto que existe una cuenta atrás. 2. El grupo se reúne Delagua se pasó el viaje de vuelta a la Universidad tratando de no fijarse en lo pálida y delgada que estaba la doctora Castillo. Parecía una penitente. Sus agostados senos, el doloroso bulto del hueso pélvico que deformaba la cintura de sus vaqueros, las ojeras crónicas... era la clásica imagen de un científico terminal, una persona obsesionada por encontrar respuestas imposibles en un periodo de tiempo demasiado corto. Se preguntó si los demás miembros del grupo serían así, ecos de genios juveniles que se hicieron viejos demasiado pronto. ¿Pero a qué venía tanta prisa? ¿Por qué esa repentina obsesión por desvelar el misterio? Los grandes enigmas funcionaban a un nivel latente; eran más bien proyectos a largo plazo que carreras contrarreloj. Nadie había resuelto las ecuaciones de Ascolzi en una sola noche, ni revelado el misterio de las pirámides. Pero la obsesión estaba allí, en aquellos ojos. Era como si el alma de Laura ya estuviese en la caída final, la que espera detrás de un objetivo vital inconcluso y un buen montón de martinis. La voz de la doctora, sin embargo, era firme y segura de sí misma. Eso significaba que su aspecto escuálido no derivaba de una frustración vital. Era puro agotamiento. —¿A qué se refería con lo de la cuenta atrás? —le preguntó. Iban en un autobús casi vacío. Delagua dio gracias por ello. No habría soportado tener cerca un puñado de personas digitando en el aire, en sus dispositivos de realidad aumentada, o hablando por teléfono con colmenas fantasma de amigos. El espectro de las microondas estaba por todas partes, acechándole. Laura había empezado a dormitar, una fila de asientos por delante de él. Se despejó y lanzó hacia atrás los hombros en un estiramiento mezclado con bostezo. Llevaba puesta una gorra que advertía “Ey, yo no tengo la culpa, voté por los otros”. —Tsk, tsk, tsk. —El bostezo crujió en sus dientes—. Se lo diré si usted me cuenta primero qué significa eso del cuarto hombre. Zamaro se puso juguetón cuando se lo pregunté. Odio cuando juega a los secretitos. —Oh, es... una tontería, una hipótesis que manejábamos en la Facultad. Aunque lo suyo era la astrofísica y lo mío la biología, que en principio no tienen por qué encontrarse, compartíamos algunas asignaturas. No troncales, sino de la rama de estadística. —Ya. Pues parecía muy seguro de que usted vendría conmigo, por mucho que odiase la idea, si le mencionaba al “cuarto hombre”. ¿Qué es, una especie de chantaje? Delagua recordó los días de juventud, los teoremas locos, la ciencia en estado puro que inflamaba sus vidas, convirtiéndose en algo cool y pop más que en aburridas sucesiones de fórmulas. Se vio a sí mismo repasando números junto al bueno de Zamaro, buscando patrones en el caos aparente, asombrándose por la velocidad líquida de aquellas tablas como un esquiador en caída libre. Dejándose llevar por el chisporroteo hipnótico del álgebra mientras saltaba de una demostración a la siguiente. —La broma surgió de una clase sobre las fuerzas fundamentales de la Naturaleza, las que no se pueden explicar en función de otras más simples. —Espantó un insecto que zumbaba junto a su oído, pero el bicho no existía. Había sido un molesto frente tormentoso de telefonía móvil deslizándose dentro del autobús. Sus tímpanos podían percibirlo—. Zamaro defendía que una quinta fuerza las enlazaba a todas, del electromagnetismo a la gravedad pasando por las nucleares. Pero que no la podíamos deducir porque Dios (sí, es creyente, no sé si se lo habrá confesado alguna vez) no la había desarrollado dentro de la Física común, sino en una realidad con un vector opuesto. —Venga ya, esos son los clásicos argumentos que usan los creacionistas para disimular sus doctrinas, vistiéndolas de pseudo ciencia —sonrió Castillo—. ¿Una quinta fuerza fundamental más allá del universo euclidiano? No tiene sentido lógico. —Lógico puede que no. Filosófico, tal vez. Me lo demostró una vez que me invitó a comer en su casa, mientras acariciaba a sus gatos. Me dijo que el gato es el ser más optimista del universo, porque si se aúpa a una ventana y ve que no puede salir porque está lloviendo, no espera a que amaine, sino que va en busca de otra ventana a ver si las condiciones son las mismas, o si en esa otra luce el sol. Busca una solución en otro marco de posibilidades distinto, cuando el problema que le plantea el primero no le satisface. —Usted es el gato que ofrece la teoría que no casa con ninguna de las otras, la que huye de los paradigmas tradicionales —comprendió la doctora—. Por eso me ha mandado a buscarlo. —Eso es. Soy el loco que se atreve a decir tonterías. —Se arrebujó más en su chaqueta, que parecía un mantel de cocina. Varios asientos por delante, una joven que llevaba una camiseta de la nueva Cristiandad de la Post Señal Evangélica se puso unos cascos y alzó y bajó la cabeza al ritmo de música religiosa. Una música que Delagua había oído en varias ocasiones y que no tenía nada que ver con los cantos gregorianos, sino con meterle percusión y bajo al chisporroteo de la Señal—. Soy... a ver, símil por favor... el que soporta las risas y los abucheos en silencio hasta que alguien se da cuenta de la genialidad de mi planteamiento. —Eso suena un poquitín prepotente, ¿no? Delagua encogió los hombros. —Sí, pero es la verdad. No voy a pecar de falsa modestia a estas alturas. Castillo se acomodó en su asiento, mirándolo por encima del reposacabezas. Su perfume le llegó nítido, un Mirra de Damasco excesivamente especiado. Delagua lo conocía porque era el favorito de su ex-mujer, el que solía ponerse cuando quería transmitirle mensajes subliminales sobre lo mal que iba su matrimonio: “Esta noche voy a salir, yo sola”, o “¿cuándo te vas a meter de una vez en mi boca, a ver si acabamos ya?”. Había acabado odiando ese perfume, pero a Laura le sentaba bien. Era como los nombres que a uno no le gustan puestos sobre la cara de otra persona. —¿Puedo preguntarle qué teorías son esas tan... políticamente incorrectas? —Condimentó su pregunta con un poco de trasfondo—: ¿Matemática alineal, hipótesis de OVNIS, exobiología no evolucionista...? —Quizás luego. Ahora cumpla con su parte del trato, por favor. Dígame a qué se refería con aquello de que existe una cuenta atrás. Castillo cambió de asiento, ocupando el que estaba junto a Delagua. Éste se revolvió, pero no le pidió de malos modos que saliera de su espacio vital. El volumen al que ella siguió hablando era tan bajo que si se hubiera alejado aunque fuera un centímetro habría dejado de oírla. —Seguro que le parecerá melodramático si le digo que lo que voy a contarle es alto secreto, ¿no? —¡Cómo va a ser secreto nada relacionado con este tema, mujer! La Señal es patrimonio de la Humanidad, lo dice la UNESCO. —La Señal sí, pero esto no tiene nada que ver con ella. Había tanta seriedad en la cara de Laura que al profesor se le quitaron las ganas de bromear. Fuera lo que fuese en lo que se estaba metiendo, implicaba meter las zarpas en terrenos muy pantanosos. —¿Alto secreto al estilo de...? —El Proyecto Manhattan. O el programa lunar soviético. A Delagua se le descolgó la boca. —Oh. —Por eso dije lo del dramatismo. La gente no se enterará hasta octubre del año que viene, pero las comunidades científicas y militares lo saben ya. —¿Saber qué, por Dios? —Será mejor que se lo enseñe con imágenes, porque si se lo cuento no me va a creer. Sacó de su mochila una tablet y la encendió. Delagua se retorció en su asiento, como si pudiese notar la conexión wifi del aparato y la combustión espontánea de bits que ardía en el aire. —¿Le ocurre algo? —preguntó la doctora, alejando el aparato—. ¿Es por su...? —Sí, por mi enfermedad. Aparte esa cosa de mí mientras se conecta a la Red, por piedad. Ella asintió. El síndrome que padecía el profesor se llamaba HBI, “Hipersensibilidad a los pulsos de Baja Impedancia”. Era una dolencia que había nacido con la Señal, como si algunas personas hubiesen cambiado tras sentir cómo el pulso les hervía el cerebro y se hubieran vuelto intolerantes a cosas que antes no afectaban a los humanos. Laura sintió lástima por él. Comprendía cada vez mejor por qué se había marchado a un pueblecito de pocos habitantes, sin apenas cobertura ni antenas de microondas en las cercanías. Se preguntó qué pensaría la muchacha de la camiseta cristiana si le dijeran que la encíclica extraterrestre que veneraba también había traído enfermedades al mundo. —Me dijeron que su estado era más grave de lo normal —dijo Laura. —Sí, estoy en la fase cuatro. Hasta ahora sólo se conocían tres. Es una jodienda, y perdone por el término. —¿Cómo es? Me refiero... ¿cómo se siente uno cuando le queman las ondas de radio? —Es como si fueras albino y te atasen a una tumbona en Barbados durante siete horas. Cosas que al resto de la gente no le hacen daño, que ni siquiera son capaces de percibir, a ti te lastiman. Eres —buscó las palabras, como si no fuera la primera vez que lo explicaba aunque sí la primera que se dirigía a alguien importante— una paloma mensajera con su maldito sensor de luz polarizada estropeado. Y nadie sabe cómo arreglarlo, eso es lo peor. Aún no ha nacido una rama de la Medicina especializada en traumatismos por Señal Extraterrestre. —Pues sí, tiene usted razón. —¿En qué? —En que es una jodienda. La tablet se descargó algo muy rápidamente. Laura habría podido lanzarle la imagen directamente a su esfera de realidad aumentada, en caso de que Delagua hubiese tenido una, pero al no ser así se la mostró en pantalla. —Observe esta imagen. Está en la mejor resolución que pudimos conseguir. ¿Qué es lo que ve? El profesor acercó su falta de vista al aparato. Ante él estallaban las clásicas nebulosas de puntos en falso color de las fotografías tomadas más allá de la atmósfera. Esplendorosos blancos se peleaban con púrpuras radicales y espinosos negros para conformar un paisaje de espacio profundo, saturado de sombras lejanas que podrían ser estrellas. Sin embargo, había algo que destacaba: un punto redondo y definido, de un negro más nítido que los grises que pincelaban su entorno. Sin duda era el corazón de la foto, lo que quien quiera que la hubiese tomado quiso subrayar. —Veo el espacio profundo. —¿Y qué más? Rodeó el punto negro con el dedo. —¿Qué es esto, un asteroide? ¿Un cometa? ¿Una caca de mosca? —Si alguna mosca logra subir hasta el Hubble para cagar en la lente, yo misma le daré una medalla. No, no es una mosca, ni tampoco un asteroide. En los últimos doce días ha variado por sí solo de velocidad en varias ocasiones, siguiendo un patrón matemático. Es artificial. Mientras Delagua trazaba una forma ciclópea con el compás de su mente y concebía lo inconcebible, Castillo se limitó a esperar. No era fácil asimilar noticias así, ni siquiera en un mundo post-Señal, cuando todo el planeta parecía tener claro que el primer contacto con una inteligencia alienígena ya había tenido lugar... aunque nadie hubiese entendido un carajo de la conversación. Delagua recuperó parte de la juventud en aquel rostro decaído, de antiguo borracho a medio recuperar (y eso que él sabía que los alcohólicos recuperados a medias no existen: uno bebe o no bebe, y no hay término medio, sólo excusas). Uno de esos rostros que parecían teñirse de colores enérgicos cuando lloraban o estaban a punto de hacerlo. —¿Qué me está sugiriendo, doctora? La respuesta de ella se demoró lo que el autobús tardó en detenerse en la parada del campus, y dejar subir a unos ruidosos adolescentes que se atrincheraron en los asientos del fondo. Compartieron entre ellos algunas palabras en un argot indescifrable, como desafiando a aquel par de viejos a que entraran en los misterios de su subcultura. La tablet se apagó sin molestarse en parpadear o perder potencia de algún modo. Se apagó por completo. Se apagó con autoridad. —Esa cosa está en el mismo plano de la eclíptica que el vector de donde provino la Señal —dijo Laura—, y pasará muy cerca de la Tierra en tan sólo veintiún años. ¿Entiende por qué se nos acaba el tiempo? 3. El cuarto hombre El profesor Joaquín Zamaro llevaba puesto un chaleco inglés y una camisa de franela. Pure western delight flotaba en el aire, alrededor de la pipa que chupaba con ansia. Estaba de pie en el salón de actos del último piso de la Facultad de Astrofísica, donde una claraboya permitía ver las estrellas. Pero no había luces allí arriba, sólo densidades de color. Zamaro deseaba ver estrellas, así que cerró los ojos y se imaginó un campo de nebulosas lleno de joyas, brillantes e inmóviles en la negrura. Idílicas en su proverbial majestuosidad, sumergidas en nimbos de difracción que podía aumentar o reducir cerrando el ojo de su mente... Todas estaban allí, devolviéndole la mirada. El rumor asolopsístico de las estrellas no era comparable a nada que hubiese sobre la faz de la Tierra, ni siquiera a la acústica oceánica de algunos amaneceres especialmente bellos. Los que sabían escuchar a través de las parabólicas, los “oídos de plato”, lo sabían. Cuando la sensibilidad de un oído se afinaba hasta apreciar notas cuyo nivel energético no superaba el de un algodón cayendo al suelo, uno aprendía a leer entre líneas dentro de la propia música. “¿Qué nos queréis decir?”, pensó sin esperar respuesta. La gente aseguraba, en sus charlas de bar, que muchos grandes descubrimientos científicos se habían hecho por casualidad. La suerte, veleidosa Musa con acento griego, ayudaba al científico cuando lo consideraba oportuno y luego él se atribuía todo el mérito. Contaban, por ejemplo, que cuando uno de los padres de la espectrografía, Niels Bohr, estaba revisando su modelo en combinación con la teoría cuántica de Planck, su perro Distinto se le acercó y empezó a lamerle las manos con cara de hambre. Ese débil empujoncito hizo que la pluma de Bohr hiciera aparecer un chichón en la línea del horizonte de su dibujo, un diagrama del vapor de sodio. Esa imperfección le llevó a pensar que podría haber radiación oculta entre los 589’2 y los 589’6 nanómetros. Y así descubrió las excentricidades en la órbita externa de sus electrones. Porque su caniche Distinto tenía hambre. Zamaro sonrió. Solían contar historias mientras comulgaban en el santuario de intrascendencia reconfortante que era la cafetería. Eran las típicas leyendas urbanas que se transmitían de generación en generación sin que nadie se detuviera a comprobarlas. Pero era mejor así. Cualquier área del saber debe tener sus mitos o perdería todo interés romántico. Así pues, brindaría por el perrito de Bohr y jamás cometería el error de corroborar su historia. “Tenemos un único hecho probado y es que hay una Señal procedente de fuera. Un pulso de radiación que puede traducirse a unos y ceros y que tenemos grabado, casi en su totalidad, en alguna parte, pensó. Todo lo demás, como que haya de verdad un mensaje oculto en su interior, eran conjeturas. Cuentas sueltas que rodaban por una mesa. Señores, enfílenlas en una sarta y tal vez la cosa cobre sentido,” habría dicho Bohr. Una tos cortés llamó delicadamente su atención. Al volverse, Zamaro se enredó en su propio hilo de humo. Sonrió al reconocer a Laura Castillo y también al hombre que venía con ella. Había cambiado mucho desde sus asignaturas no troncales en la Universidad, pero bajo aquella calvicie que jugaba al despiste y todas aquellas arrugas, sin duda se escondía Delagua. —¡Amigo mío! —exclamó, dándole un último chupetón a la pipa—. ¡Has venido! —No de buena gana, ya lo sabes —gruñó Delagua. Se estaba abrazando a sí mismo como si tuviese frío, a pesar de que el aire acondicionado de la pared marcaba veinticinco grados—. Yo... no quiero permanecer aquí mucho tiempo. Así que al grano. —¡Bravo! Aún sigues sin encontrar tu mano izquierda para la interacción social, como en el colegio. Me alegra ver que no has cambiado. Pero así es mejor: vamos a necesitar ese inconformismo. Delagua estudió a Joaquín con cierto descaro. Era el vivo retrato del genio zalamero que había conocido hacía unas décadas. Los años no parecían haberse parado en él, a no ser para rellenar su cintura. La otra persona que había en el salón, además de los dos viejos profesores y Castillo, era una jovencita rubia, toda una preciosidad que le recordó a una novia que había tenido en último curso. Era una chica de no más de veinte años, de físico afilado y complexión mercurial. Su rostro estaba enmarcado por una maraña color jengibre. —Te presento a Chantal, nuestra experta en xenobiología —dijo Zamaro—. Que su juventud no te engañe, es una verdadera ratoncilla de biblioteca y una genial genetista. Te asesorará a la hora de entremezclar tus teorías con las nuestras, ya verás qué bien. Chantal, este es nuestro Cuarto Hombre. —Profesor Delagua —la muchacha le tendió su mano—, es un verdadero honor conocerle. —¿Ah, sí...? —dudó el viejo. —Basé parte de mi tesis en sus presupuestos sobre el efecto del síndrome del HBI en la vida terrestre —dijo con una voz muy dulce, casi una nubecilla de azúcar—. Fascinante, como diría el señor Spock. El asombro se le debió desparramar a Delagua por toda la cara, porque Zamaro y Laura soltaron una risita. —Increíble... —¿El qué? —preguntó la joven. —Jamás pensé que alguien de su edad supiera quién era Spock. —Bueno, pues ya estamos todos. Somos el equipo de investigación, en su división española —dijo Zamaro con orgullo. Delagua lo miró. —¿Sólo nosotros cuatro? —Hay siete más, pero están en otros países —aclaró Laura—. Dos en Francia, uno en Alemania y cuatro más en Japón. Compartiremos nuestras conclusiones con ellos por vídeo conferencia. Pero aquí somos los que estamos, y estamos los que somos. —No, esperen un momento... —Delagua se dejó caer en una silla. La migraña era un carnaval de hormigas—. ¿Esto es todo, no va a venir más gente? Tenemos a dos astrofísicos y dos biólogos, por lo que las matemáticas están cubiertas, pero no veo ningún experto en decodificación y criptografía. Ni un ingeniero de telecomunicaciones. Ni ningún lingüista. He oído hablar de grupos que hay por ahí, financiados por grandes empresas, que no bajan de las doscientas personas —dijo con sorna—. Por Dios, si incluyen hasta filósofos y artistas, para cubrir todo el espectro del saber humano... —Sí, nosotros somos más humildes —dijo Laura, a lo que Zamaro apostilló: —Y no tenemos tanto dinero. Si descubrimos algo, no vendrá envasado en latitas de Coca Cola, ni tendrá el logo de una petrolera. —Eso, muerte a los midiclorianos —susurró Chantal. —Estableceremos nuestra base aquí —dijo Zamaro—, en las oficinas de abajo. Nuestro contacto en el gran telescopio TECAN nos irá pasando los datos sobre el Objeto en tiempo real por Internet, así sabremos si hay alguna variación en su comportamiento. —Aún me sigue pareciendo un sueño. —Delagua se tomó dos pastillas de un tubo que sacó de su chaqueta y fue hasta un dispensador de agua potable—. Estamos aquí, hablando de señales extraterrestres y de objetos que se aproximan a nuestro mundo, como si fuera lo más normal del mundo. Y aún no me has dicho cómo has llegado a bajarte tanto los pantalones, Joaquín. —¿Bajarme los pantalones? —Venga, sé que siempre te has reído en público de mis teorías sobre la reescritura neuronal. La pusiste a parir casi desde el mismo día en que la publiqué. —Delagua se miró los dedos. Los tenía blancos y arrugados, parecidos a calamares muertos. Dedos de pescado. “Válgame el Cielo”, pensó, “¿tan mal aspecto tengo en los días buenos? ¿O es la proximidad de la juventud de Chantal lo que me hace más feo?”—. Quiero saber por qué ahora me haces tanto caso. Zamaro miró a Chantal. —Por favor, cariño, explícaselo tú. La joven se plantó ilusionada frente al profesor. Delagua tragó saliva. Hacía algo más que doblarle la edad a aquella muchacha, pero tenerla tan cerca y tan concentrada en él, como si lo admirase más allá de su apariencia lamentable, era embriagador. Le recordaba su juventud, cuando aún tenía ganas de hacer cosas guarras a horas guarras en sitios sucios, y la ciudad nocturna parecía tan nueva y reluciente como la eyaculación de un muchachito en su primera fantasía erótica. —¡Gracias a usted di con la solución! —exclamó Chantal, todo ojos redondos y brillos de cristal en las pupilas. —¿Q... qué solución? —¡La de la enfermedad cerebral que mataba a los maras! Teníamos varios ejemplares enfermos de HBI en nuestro laboratorio de Frankfurt. No entendíamos por qué ellos habían contraído el mal y sus primos cobayas no, hasta que su artículo en aquella revista divulgativa me abrió los ojos. —La voz le temblaba por la excitación, provocando un sonido similar al que Delagua hacía con la botella. El gollete le percutía contra los dientes en lo que la lengua absorbía las últimas gotas de whisky, mientras formulaba pensamientos de venganza contra el resto del mundo. Por supuesto, aquel sonido quedaba infinitamente mejor en la dentadura de Chantal—. Fue el primero en sugerir que la Señal podría tener una función invasiva, dañando y recomponiendo a la vez el esquema neuronal del cerebro. Que era algo más que la exposición de un mensaje cifrado. ¡Y tenía razón! Delagua tembló. La migraña volvía, riéndose del dique que le estaban montando los fármacos en el lóbulo prefrontal. ¡Vamos, todos a las murallas! Lo que aquella chica estaba diciendo... Dios, eran demasiadas buenas noticias (qué coño buenas; ¡noticias espectaculares!) para un solo día. Básicamente, le estaba confirmando que su teoría era cierta, esa a la que nadie más daba crédito. Delagua había sido el centro del escarnio de la comunidad científica por decir que la Señal “nos había hecho algo”. Y que, lejos de ser inocua, había alterado invasivamente todos los cerebros del planeta, con un propósito desconocido. Hechos de los que nadie tenía pruebas todavía, ni siquiera él. Lo que pasaba era que los cambios eran muy sutiles, pequeños empujoncitos aquí y allá en el ADN mitocondrial y en el núcleo de las células, con vistas a cambiar cosas en las próximas generaciones. A redirigir la evolución. En algunos individuos ese cambio había sido más brusco, provocando dolencias infernales como el HBI, lo cual le había llevado a pensar que esos individuos estaban más cerca del objetivo final. En resumen, Delagua se había atrevido a afirmar que los enfermos de HBI no es que hubieran soportado peor la Señal, como los médicos aseguraban, sino que la habían asimilado mejor, aceptando los cambios neurológicos que ésta proponía antes de tiempo. Los maras, unos roedores de la Patagonia que no tenían culpa de nada, eran los únicos animales del mundo sensibles al HBI. Pobrecitos, pensó, como si no tuvieran suficiente con su historial de crash test dummies de laboratorio. —Nuestros maras tenían el mapa neuronal cambiado casi por completo —dijo Chantal—. Pero era un cambio selectivo, como cuando el alzheimer daña ciertas partes del cerebro inherentes a la memoria pero conserva intacta la capacidad de comprender el lenguaje, por ejemplo. Y esos cambios... —...Seguían un patrón —adivinó Delagua. Sí, leches, era exactamente lo que él había predicho. La Señal podía reducirse a unos y ceros algebraicos, a pulsos de energía. Y si visualizaban esos pulsos en tres dimensiones en un ordenador, como si fuera una estereoscopía pasada de rosca, formaban un dibujo que un cerebro lo suficientemente grande (no el de una liebre, desde luego, pero sí el de un ser humano o un elefante) podía imitar con sus nervios craneales y sus dendritas. Un dibujo estereoscópico escondido en las células del hipotálamo. Laura miró a sus compañeros con una chispa de temor. —Sabéis lo que estáis diciendo con tanto desparpajo, ¿no? Que nos han reescrito. —Los miró de uno en uno—. Que nos han reprogramado contra nuestra voluntad y aún no sabemos cómo ni para qué. Se hizo un silencio incómodo. Sí, esa era la conclusión más extrema. Alguien, digamos un alienígena o un fenómeno natural especialmente cabrón (Delagua sonrió al pensar en esta posibilidad) no estaba contento con el progreso evolutivo de la Humanidad y había decidido reescribirla. Así tal cual. Lo malo era que esos cambios no empezarían a ser evidentes hasta la siguiente generación, cuando ya fuera imposible expulsarlos del código genético. —¿Qué pasó con esos maras? —preguntó Delagua—. ¿Eran sensibles a las ondas de radio, como yo? —Sí. Con el paso del tiempo fueron adquiriendo comportamientos erráticos, que suplantaban su propio esquema de instintos. Era como si vagaran por laberintos invisibles que sólo pudieran ver ellos, chocando contra las paredes una y otra vez... —Bonita metáfora. —Delagua tragó saliva—. Acabas de resumir en tres frases la historia de mi vida. ¿Y qué les ocurrió? —Murieron todos. El último hace un par de días. Sin dejar descendencia, porque también se volvieron estériles. —Bueno, bueno, no nos precipitemos sacando conclusiones —terció Zamaro, en tono tranquilizador—. Un ser humano no es una cobaya. Su cerebro es miles de veces más resistente y capaz de almacenar más información. Y que sepamos, hasta ahora no ha muerto ningún enfermo de HBI en el mundo, salvo por causas externas a la propia enfermedad. —La mayoría terminamos suicidándonos —asintió Delagua—. ¿O acaso creéis que es agradable tener la programación de todas las televisiones metida en el cráneo? A su mente llegó el diálogo de una película mala. El fanático religioso: “Jamás podrá demostrar qué vino antes, si el huevo o la gallina”. El científico bueno: “Sí, pero usted seguirá siendo igual de idiota el resto de su vida.” —Centrémonos, por favor —pidió Zamaro—. Lo primero que haremos será poner sobre la mesa los datos conocidos hasta ahora sobre la Señal. Nos aportará una perspectiva de conjunto. —Estoy de acuerdo —asintió Castillo. —Me apunto —dijo Chantal, levantando la mano como si estuviera en clase. Delagua no se molestó en responder. —Pues adelante. Mi padre odiaba las series de televisión que empezaban resumiendo la trama hasta ese momento, en plan “anteriormente en Mi marciano favorito...”, pero yo creo que hace falta. Veamos primero qué sabemos con seguridad y luego abramos la mente a la elucubración. (Continuará) Ken Liu
Traducción de Marcheto (En la antigüedad, la escritura no existía. Cuando se necesitaba formalizar un contrato o pacto, se ataba en una cuerda un nudo grande para los asuntos importantes y uno pequeño para los nimios. El número de nudos dependía de la cantidad bajo contrato. Esto era suficiente para que quedara constancia.) Jiujiayi, texto filosófico chino sobre el estudio del I Ching, escrito probablemente en la época de la dinastía Han oriental (25-220 d. C.) Villar del Cielo A los espíritus les gusta gastarnos bromas. A lo largo de mi vida he visto más que cualquier nan del que tengamos noticia y, sin embargo, también soy el más corto de vista, prácticamente ciego. Hace cinco años, cuando dos mercaderes birmanos subieron montaña arriba para su viaje comercial anual, con el cabello empapado tras la dura ascensión a través de las nubes, trajeron con ellos un desconocido. El desconocido no se parecía a nadie que yo hubiera visto antes ni tampoco existían antecedentes de alguien como él en nuestro archivo de cuerdas. Era alto, le sacaba tres palmos a mi sobrino Kai, y Kai era el hombre más alto de la aldea. Tenía el rostro pálido, sonrojado y rubicundo, como la estatua de un arhat con la cara pintada. Tenía además los ojos azules y el pelo dorado, y una nariz tan afilada y sobresaliente del rostro que parecía el pico de un pájaro. Pha, uno de los mercaderes, nos dijo que el nombre del desconocido era To-mu. —Viene de muy lejos —añadió. —¿De tan lejos como Rangún? —pregunté. —De mucho, mucho más lejos. Es de América. Jefe Soe-bo, eso está tan lejos que ni te lo puedes imaginar. Ni un halcón volando veinte días sin descanso llegaría hasta allí. Aquello era probablemente una exageración, porque a Pha le gustaba contar embustes. No obstante, To-mu le habló en un idioma áspero y entrecortado que tenía una especie de musicalidad que yo nunca había oído, así que estaba claro que no era de ningún lugar por mí conocido. —¿Qué está haciendo aquí? —Vete a saber. Yo no entiendo nada de lo que hace. Los occidentales son de lo más raro, y mira que he conocido muchos; pero este es todavía más raro que la mayoría. Llegó andando a Man-sam hace un par de días, con ese macuto a la espalda, que cualquiera diría que contiene todas sus pertenencias. Nos pidió a Aung y a mí que lo lleváramos a lugares donde nunca hubiera estado ningún occidental y nos ofreció un montón de dinero. Así que le dijimos que lo traeríamos a Villar del Cielo. A lo mejor está huyendo y escondiéndose de algún señor del opio. Pha haría cualquier cosa por dinero, incluso incurrir en la ira de un general con campos de opio. A veces nosotros también vendemos arroz para conseguir dinero, para ahorrar para los años de escasez cuando tal vez no tengamos suficiente arroz para intercambiar, pero no lo codiciamos como Pha. Si To-mu estaba intentando esconderse de algún señor del opio, entonces nosotros no queríamos tener nada que ver con él. Tenía que vigilarlo bien de cerca y asegurarme de que se marchara con los mercaderes. Sin embargo, To-mu no actuaba como un fugitivo. Era vocinglero y mal educado, y sonreía a todos y ante todo. Siempre estaba pidiendo a algún aldeano que se quedara un momento quieto mientras se llevaba a los ojos una cajita de metal que hacía “clic, clic, clic”… Deambulaba por ahí observando nuestras chozas, los estrechos bancales, las flores silvestres y las malas hierbas, e incluso a los niños que cagaban entre los matorrales. Pha le hacía de intérprete y él preguntaba cosas de lo más estúpido: ¿cómo llamábamos a este animal?, ¿cuál era el nombre de aquella flor?, ¿qué comíamos?, ¿qué hortalizas y otras plantas cultivábamos? To-mu era como un niño ignorante de lo más básico, y se comportaba como si fuéramos las primeras personas que hubiera visto en su vida. Buscó a Luk, el curandero, y le enseñó un fajo de dinero. —Quiere que le hables de enfermedades y de cómo las tratas —dijo Pha. Los mercaderes también le solicitaban a Luk ese tipo de consejos, así que esta petición no era tan extraña como las otras preguntas de To-mu. Luk hizo caso omiso del dinero y se dedicó a llevarlo de aquí para allá señalándole pacientemente hierbas e insectos y explicándole sus aplicaciones. To-mu levantaba su caja metálica y hacía clic ante todo, aparte de escribir en un cuaderno cuando recogía hierbas e insectos, que guardaba en bolsitas transparentes que sacaba de su macuto. * * * Los nan llevamos miles de años viviendo en estas montañas. Los libros más antiguos que se conservan en la aldea (copiados y vueltos a anudar con cabos de cáñamo nuevos cada pocas generaciones) narran los orígenes de nuestro pueblo. Antaño, nuestros antepasados vivían muchos días al norte, en un pequeño reino chino. Estalló una guerra y unos invasores a caballo arrasaron los arrozales y quemaron nuestras casas. El bravo anciano San-pu guió a los supervivientes en una huida desesperada, hasta que dejamos de oír el ruido de los cascos de los caballos, tras de lo cual continuamos caminando otra luna más. Subimos a lo alto de esta montaña y establecimos nuestra morada por encima de las nubes. No molestamos al mundo y el mundo, habitualmente, nos deja en paz. Y si he dicho «habitualmente» es porque, todos los años, algunos marchantes suben montaña arriba y nos traen medicinas, herramientas de hierro, telas de seda y algodón, y especias de tierras lejanas. A cambio, solo quieren una cosa: nuestro arroz. Esos granos, grandes y suaves, distintos a todos los que se cultivan en los pueblos birmanos al pie de la montaña, y que los vendedores pregonan en los mercados como el «arroz celestial». A sus clientes les cuentan que el arroz celestial crece en el aire alimentándose de esencia pura de las nubes. Cuando me enteré, les expliqué a los marchantes que el arroz crece en los bancales de la ladera de la montaña y que se riega mediante acequias, igual que hacían nuestros antepasados e igual que se hace en los pueblos a menos altura; pero ellos se rieron. «Los compradores prefieren nuestra historia —dijeron—. Gracias a nuestra versión están dispuestos a pagar más». Nunca puedes fiarte de que los comerciantes te vayan a decir la verdad. La cosecha de arroz llevaba unos años sin ser buena. No llovía tanto como antes y los arroyos que bajaban desde la cima de la montaña quedaban reducidos a un hilillo de agua en verano. Los jóvenes de ojos agudos decían que les parecía que las cumbres nevadas que se divisan a lo lejos hacia el oeste estaban perdiendo su blanca cabellera, como ancianos cuyo pelo raleara. Las familias comían muchas más plantas silvestres y los niños echaban una mano cazando pájaros y tupayas, pero incluso estas fuentes de alimentos parecían estar resintiéndose. Yo había consultado los registros de las precipitaciones y las cosechas durante los últimos siglos, y no había constancia de una sequía así. ¿Habría algo en el mundo al pie de la montaña que fuera la causa de todo esto? Les pregunté su parecer a los marchantes. «Dicen que el tiempo está raro por todas partes: sequía al norte, en China, y ciclones al sur, por el Irawadi —respondieron con un encogimiento de hombros—. Quién sabe por qué. Así es como están las cosas y punto.» * * * Les dije a To-mu y a los mercaderes que podían pasar la noche en mi casa, antes de emprender al día siguiente el largo descenso. Pha y Aung siempre tenían buenas historias que contar sobre el mundo de allá abajo, y To-mu también parecía un hombre pródigo en anécdotas interesantes. Les serví el arroz con brotes de bambú dulce y jengibre encurtido que me quedaba. To-mu se relamió y alabó la comida. Yo me reí, avergonzado. Después de comer nos sentamos alrededor del fuego y charlamos mientras bebíamos vino de arroz. Le pregunté a To-mu a qué se dedicaba. Se quedó en silencio unos instantes, luego se rascó la cabeza y se rió, y a continuación le soltó una larga ristra de palabras a Pha, que lo dejó con expresión perpleja. Pha se encogió de hombros y me dijo, «Dice que estudia las enfermedades y que inventa proteínas (supongo que serán algún tipo de medicina) para tratarlas. Aunque todo es de lo más confuso. Dice que él no visita a los enfermos ni prepara las medicinas. Que solo se le ocurren ideas». Así que era curandero, o algo así, una profesión de lo más honorable. Yo sentía un gran respeto por todo aquel que deseara curar a los demás, por muy raro que pudiera ser To-mu. Le pregunté si quería que le leyera algunos de los viejos libros de medicina de los nan. Ni siquiera alguien tan versado como Luk era capaz de guardar todo el conocimiento en la cabeza, así que con frecuencia consultaba los libros de medicina antiguos cuando se encontraba una enfermedad que no había visto antes. Nuestros antepasados nos han transmitido mucha sabiduría, en parte pagada con la vida de aquellos valientes que se aventuraron a cruzar la línea que separa remedios y venenos. To-mu asintió con la cabeza cuando Pha le tradujo mi ofrecimiento. Me levanté y cogí los ovillos llenos de nudos que eran los libros de medicina. Extendí la cuerda y, pasando mi dedo por ella, fui leyendo en voz alta los síntomas y los remedios. Sin embargo, en lugar de escuchar la traducción de Pha, To-mu estaba mirando los libros de nudos con los ojos como platos. Interrumpió a Pha y farfulló algo. Se le notaba que estaba sumamente excitado. «Nunca antes había visto la escritura de nudos —dijo Pha—. Quiere entender cómo haces lo que haces». * * * Los mercaderes llevaban años viendo los nudos de los nan y se habían acostumbrado. Yo también los he visto a ellos registrar sus compras e inventarios con marcas sobre papel. Tibetana, china, birmana, naga… los diferentes comerciantes utilizan diferentes caligrafías, pero, aunque se vean distintas, a mí las marcas de tinta siempre me parecen muertas, planas, feas… Los nan no escribimos: hacemos nudos. Los nudos nos han permitido mantener vivas la sabiduría y las voces de nuestros antepasados. Una cuerda de cáñamo larga, cimbreante y elástica, se estira y retuerce para que tenga la tensión y flexibilidad adecuadas. En ella se pueden hacer treinta y un tipos de nudos distintos, que corresponden a la posición de los labios y lengua al pronunciar las distintas sílabas. Atados unos a continuación de otros, como rosarios budistas, los nudos forman palabras, frases, historias… El habla cobra sustancia y forma. Cuando pasas la mano por la cuerda, sientes los pensamientos de los anudadores en los dedos y sus voces recorriendo tus falanges. La cuerda anudada no se queda estirada. Los nudos ejercen una tensión sobre ella, que se enrolla sobre sí misma, retorciéndose, doblándose, ansiando adoptar una forma concreta. Un libro de nudos no es una línea recta, sino más bien una estatua compacta. Los distintos nudos proporcionan distintas formas a la cuerda enroscada, con lo que tan solo de un vistazo se puede ver el flujo y perfil del argumento, los altibajos tangibles del ritmo y rima. Yo nací con mala vista. Solo alcanzo a ver con nitidez a unos palmos de distancia y me duele la cabeza si fuerzo los ojos demasiado tiempo. Sin embargo, mis dedos siempre han sido ágiles, e incluso ya de niño mi padre decía que aprendía al vuelo las propiedades de las distintas cuerdas y nudos. Tenía talento para imaginarme la manera en que los nudos iban a cambiar la tensión de la cuerda, cómo esas pequeñas fuerzas tiraban y empujaban hasta hacerla adoptar su forma definitiva. Todos los nan saben anudarlos, pero solo yo tengo buen ojo para ver la forma final de la cuerda antes de que se haya atado ni uno solo. Me inicié como copista, cogiendo los libros más antiguos que estaban deshilachándose y cayéndose a pedazos, palpando y memorizando la secuencia de nudos para a continuación recrearlos con una cuerda de cáñamo nueva, de manera que todos los nudos, todas las vueltas, quedaran reproducidos fielmente, hasta que la cuerda se enrollaba sobre sí misma, en una réplica exacta del original, para que nuestros hijos y sus propios hijos también puedan palparlos y aprender de las voces del pasado. Y más adelante, cuando tras la muerte de mi padre asumí la jefatura de la aldea y la custodia de los archivos, empecé a anudar mis propias cuerdas. Mis nudos representaban asuntos prácticos, como el precio que nos cobraban los mercaderes año tras año, para evitar que nos estafaran; las nuevas aplicaciones que los curanderos descubrían para hierbas ya conocidas; los ciclos climáticos y de los cultivos. También hacía nudos para registrar otras cosas, simplemente porque me agradaba el aspecto de las cuerdas anudadas una vez había terminado: las tonadas que los jóvenes cantaban a las muchachas que les gustaban, la sensación de los primeros rayos de sol de primavera sobre mi rostro tras el oscuro invierno, o las sombras fluctuantes de los nan bailando alrededor de la hoguera durante la Fiesta de la Primavera. * * * Parque tecnológico a las afueras de Boston Conseguir a Soe-bo la documentación necesaria para viajar me llevó un año de súplicas, abogados caros y sobornos (perdón, tasas de tramitación extraordinarias), e incluso tuve que retomar el contacto con algunos conocidos con los que no había hablado desde la universidad y que ahora trabajaban en el Departamento de Estado. «¿Que no tiene certificado de nacimiento?, ¿ni apellido? ¿No se dedicará allá arriba a cultivar opio para los señores de la guerra? Pero ¿realmente sabes algo sobre este tipo? Perdona que te diga, Tom, pero estoy teniendo que pedir un montón de favores por culpa de ese nativo hechicero tuyo. Más vale que merezca la pena.» Es increíble cómo unos cuantos papeles pueden generar tantos quebraderos de cabeza. Todo esto me hizo añorar la época victoriana, cuando con toda tranquilidad podías traerte a casa un «nativo» de la selva sin tener que tratar con mil burócratas de dos gobiernos que, además, no se caían demasiado bien entre sí. * * * —Es un viaje muy largo —había dicho Soe-bo cuando, en mi segunda visita a Villar del Cielo, lo intenté convencer de que se viniera conmigo—. Demasiado lejos para mí. A los nan el dinero les traía sin cuidado. Sabía que prometerle una generosa recompensa no serviría de nada. —Si me acompañas, puedes ayudar a curar a mucha gente. —Yo no soy curandero. —Lo sé, pero vuestra escritura de nudos… Puedes ayudar a mucha gente. No te lo puedo explicar, tienes que confiar en mí. Había hecho mella en él, pero seguía sin estar convencido. Y entonces jugué mi baza, algo que sabía que tenía en mente, lo único que tal vez quisiera. —Vuestras cosechas de arroz están muriendo por la sequía —dije—. Puedo ayudarte a conseguir nuevo arroz que se dé bien con menos agua. Pero tendrás que acompañarme, y entonces te entregaré las nuevas semillas. * * * Soe-bo no estaba tan aterrorizado en el avión como me había esperado. Para empezar, era tan pequeño que, acurrucado en su asiento y con sus movimientos lentos y cautelosos, casi más parecía un niño. No obstante, estaba tranquilo. Creo que el autobús hasta Yangon le había asustado mucho más. Tras haber ido sentado en una caja metálica que se movía por sus propios medios para llevarte de un sitio a otro, supongo que lo de una caja que volaba tampoco le resultó mucho más extraño. En cuanto lo instalé en la suite-estudio del hotel situado junto a las instalaciones de los Laboratorios GACT, se quedó dormido. No utilizó la cama, sino que se hizo un ovillo sobre las baldosas del suelo de la cocina. Más cerca del hogar, supuse, un impulso instintivo sobre el que había leído en los viejos libros de antropología. * * * —¿Puedes anudar una cuerda para que termine teniendo esta forma? —le pregunté señalando un pequeño modelo esculpido en arcilla que se asemejaba ligeramente a la cabeza de un dragón. El universitario birmano que estaba utilizando como intérprete sacudió la cabeza —todo este asunto debía de parecerle de lo más descabellado, porque, ¡qué demonios!, si hasta a mí me lo parecía—, pero tradujo la pregunta. Soe-bo cogió el modelo y lo giró en todos los sentidos. —No dice nada. Los nudos no tendrán ni pies ni cabeza. —No importa. Lo único que quiero es que hagas que la cuerda se doble y adopte esta forma de manera natural. Asintió y empezó a retorcer y anudar la cuerda. A medida que se plegaba sobre sí misma iba comparando el resultado con el modelo, tirando de ella para estirarla y permitiendo que se volviera a enrollar. Movió la cabeza negativamente y luego desató algunos nudos e hizo otros nuevos. En el laboratorio, cinco cámaras distintas registraban su progreso y, al otro lado de un espejo unidireccional, una docena de científicos estaban inclinados observando al diminuto hombre y la imagen ampliada de sus diestros dedos. —¿Cómo lo haces? —le pregunté. —Mi padre me enseñó, igual que su padre le había enseñado a él. La escritura de nudos nos ha sido transmitida por nuestros antepasados. Yo he desanudado y vuelto a rehacer un millar de libros, y siento en los huesos cómo quiere anudarse la cuerda. * * * Las proteínas son largas cadenas de aminoácidos enlazados, cuya secuencia viene dictada por genes de las células vivas. Los intrincados aminoácidos, con sus cadenas laterales hidrofóbicas e hidrofílicas y sus cargas opuestas, se atraen y se repelen entre ellos, y mediante enlaces de hidrógeno forman estructuras secundarias locales, como las hélices alfa y las láminas beta. La larga cadena de la proteína es una masa inestable, que se contorsiona y tiembla empujada por millones de minúsculos vectores de fuerza hasta que se «pliega», se enrolla sobre sí misma para minimizar la energía total de la cadena completa, y así es como se asienta en su estructura terciaria. Este estado definitivo y estable, su estructura nativa, proporciona a una proteína su forma característica, una diminuta aglomeración tridimensional, una escultura modernista. La forma de una proteína es lo que define su función. El «plegamiento correcto» de una proteína va a depender de múltiples factores: la temperatura, el disolvente, las moléculas chaperonas que contribuyen al proceso… Cuando las proteínas no consiguen plegarse y adoptar su forma característica, el resultado son los priones de las vacas locas, u otras enfermedades como el alzhéimer o la fibrosis quística. Sin embargo, a partir de proteínas bien conformadas se obtienen fármacos que pueden detener la división descontrolada de las células cancerígenas, bloquear las transformaciones celulares sin las que el virus del SIDA no puede replicarse, y curar todo tipo de enfermedades de difícil tratamiento. No obstante, pronosticar la estructura nativa de una secuencia de aminoácidos (o lo contrario, diseñar una secuencia de aminoácidos que se pliegue y adopte la forma deseada en una proteína) es más arduo que la física de partículas. Una simulación exhaustiva de todas las fuerzas que actúan sobre los átomos de incluso una cadena corta de aminoácidos, combinada con una búsqueda por el paisaje de energía libre, doblegaría al más potente de los ordenadores. Y las proteínas están compuestas por cientos de aminoácidos, e incluso en ocasiones por miles. Si se consiguiese encontrar un algoritmo rápido y fiable para pronosticar el plegamiento de una secuencia de aminoácidos hasta su estructura nativa, sería el mayor avance de la medicina desde el descubrimiento de los antibióticos. Salvaría innumerables vidas… además de ser de lo más lucrativo. * * * De tanto en tanto, cuando Soe-bo parecía cansado del trabajo, me lo llevaba de excursión a Boston. Yo también disfrutaba con estas escapadas. Mis viajes por el mundo me habían convertido en una especie de antropólogo aficionado y me gustaba observar las reacciones de aquellos ajenos a nuestra cultura ante las cosas que para nosotros son tan normales que ni nos fijamos en ellas. Me resultaba fascinante ver el mundo a través de los ojos de Soe-bo, y descubrir lo que le impresionaba y lo que no. Soe-bo aceptó los rascacielos como atributos del paisaje, pero le asustaban las escaleras mecánicas. El verse rodeado por coches, carreteras y multitudes de personas de todos los colores no lo inquietó en exceso; sin embargo, no conseguía sobreponerse a su pasmo ante los helados. Era intolerante a la lactosa, pero estaba dispuesto a soportar el dolor de estómago a cambio del placer de un par de bolas de helado. Evitaba los perros, incluso cuando iban con correa, pero le gustaba dar de comer a los patos y las palomas en el parque. * * * El siguiente paso fue pasar a las simulaciones por ordenador. Soe-bo fue incapaz de aprender a manejarse con el ratón y la pantalla le cansaba la vista, así que tuvimos que improvisar un sistema de simulación 3-D completado con guantes, gafas y unos sensores táctiles apropiados. Ya no lo teníamos trabajando con los nudos a los que estaba acostumbrado. Teníamos que averiguar si su habilidad para pronosticar la forma final de la cadena no era más que el resultado de la memorización de unas rígidas tradiciones de su pueblo o si esas técnicas podrían generalizarse y traducirse en una nueva disciplina. A través de las imágenes que recibíamos de sus gafas, lo observábamos manipular los modelos de aminoácidos que flotaban en el aire, estudiando sus propiedades al yuxtaponerlos. Sacudía las cadenas, separaba algunas hebras y juntaba otras, y empujaba hacia dentro las cadenas laterales. Para él no era más que un juego extraño. Sin embargo, no tuvo demasiado éxito. Los aminoácidos eran demasiado distintos a sus nudos y no era capaz de resolver ni los problemas más sencillos. * * * La junta directiva empezó a impacientarse y a mostrarse escéptica: «¿De verdad piensas que vamos a lograr un avance decisivo gracias a este campesino asiático analfabeto? Como esto no funcione y salga en los periódicos, los inversores nos van a evitar como si estuviéramos apestados». Una vez más tuve que sacar a colación mi historial, todas esas ocasiones en las que había extraído conocimientos médicos de pueblos preindustriales. No era nada raro que, en el meollo de todo el barullo de supersticiones y cuentos de viejas, se ocultara una base de verdadera sabiduría que podía ser descubierta y empleada para conseguir ganancias sustanciosas. ¿Acaso nuestro fármaco estrella no se había obtenido en un principio de esas orquídeas que utilizan los indios taeoc de Brasil? Deberían haber tenido un poco de fe en mi instinto. Aunque yo también estaba preocupado. * * * En nuestra siguiente excursión lo llevé al museo Sackler, en Harvard, donde tenían una colección de arte asiático antiguo. Como tenía entendido que los nan habían emigrado hasta su actual asentamiento desde algún punto del norte de China durante la Edad de Bronce, pensé que a Soe-bo podría interesarle ver las viejas vasijas rituales de barro y bronce fabricadas por esos pueblos que tenían vínculos con sus antepasados. En el museo había pocos visitantes, así que pudimos deambular con tranquilidad. A Soe-bo le llamó la atención una gran olla redondeada de bronce con tres patas que estaba en una vitrina, y se acercó lentamente. Yo fui tras él. El recipiente, llamado ding, tenía grabados caracteres chinos y motivos animales ornamentales, pero había algo más: un dibujo tenue de líneas finas que cubría las partes más lisas. Leí el pequeño rótulo que había al pie: «Los chinos envolvían los recipientes de bronce con seda y otros tejidos delicados para su almacenamiento. Con el transcurso de los siglos, en la pátina quedaban las marcas de la urdimbre y trama del envoltorio, marcas que permanecían mucho después de que el tejido se hubiera degradado. Nuestro conocimiento de los tejidos chinos se deriva casi íntegramente de estos rastros.» Le pedí al traductor que se lo leyera a Soe-bo, el cual asintió con la cabeza y apoyó el rostro en el cristal para poder verlo mejor. Un guarda del museo se dirigió hacia nosotros, pero con un gesto le indiqué que no hacía falta. «No pasa nada. Es que tiene mala vista», le dije. «Gracias —me dijo más tarde Soe-bo—. Como ellos no escribían con las hebras, las marcas no significaban nada. Sin embargo, al examinarlas de cerca me llegaron sus voces, aunque débilmente. La oportunidad de escuchar una sabiduría tan ancestral, incluso aunque no pudiera entenderla, supone todo un regalo.»». * * * Durante nuestra siguiente sesión, Soe-bo consiguió plegar una cadena bastante compleja. Fue como si hubiera adquirido algún nuevo tipo de intuición y de pronto le hubiera pillado el truco al asunto. Repetimos el experimento con algunas cadenas más complejas, que resolvió aún más deprisa. Creo que él estaba incluso más contento que yo. —¿Qué es lo que ha cambiado? —No sé cómo explicarlo —me dijo—. En mi escritura de nudos, los nudos que están muy alejados no influyen unos en otros; pero eso no es así en tu juego. Oír las voces que han quedado en las vasijas de bronce chino me ha servido de ayuda. El diseño del entramado se hace con una hebra que se anuda sobre sí misma una y otra vez. Y una vez tejida la malla, la tensión de un nudo se siente en todas las direcciones, incluso en los nudos más alejados. Eso me hizo comprender cómo tenía que plantearme este juego e introducir cambios en lo que sabía sobre la escritura de nudos para así hacer que los modelos encajen. Las voces ancestrales tenían mucho que enseñarme, aunque yo tenía que saber cómo escucharlas. A mí todas estas paparruchadas me traían sin cuidado mientras funcionaran. Reprodujimos una y otra vez la grabación de sus sesiones en el ordenador, abstrayendo sus movimientos, infiriendo sus decisiones, sistematizando sus intentos… y compilándolo todo en un algoritmo. No fue algo trivial: refinar los instintos de Soe-bo hasta convertirlos en instrucciones explícitas requirió grades dosis de creatividad y de duro trabajo. No obstante, el contar con los movimientos de Soe-bo a modo de faro en mitad del tenebroso mar de las posibilidades infinitas hizo que la tarea resultara factible. Tuve que contenerme para no espetarle a la junta, «Ya os lo había dicho». * * * Soe-bo me recordó que todavía no había cumplido mi promesa. Llevábamos meses trabajando juntos, y los progresos que estábamos realizando me tenían tan absorto que se me había olvidado. Me sentí abochornado. Telefoneé a Chris, que durante el postgrado había estado en el mismo laboratorio que yo. Ahora trabajaba en Enadyne Agro, empresa con fama de contar con buenas variedades de arroz modificado genéticamente. Le expliqué lo que quería: resistente a la altitud y la sequía, con un alto rendimiento, que se diera bien en suelos ácidos, y a ser posible inmune a las plagas comunes en el sureste asiático. —Tengo algunas variedades que podrían servir —dijo Chris—, pero son caras. Y no nos suele hacer gracia vender semillas a un lugar como Birmania. Aparte del riesgo político, en gran parte de Asia no se respeta la propiedad intelectual. No me gustaría encontrarme con que nuestro arroz se está cultivando sin pagar por todo el país. Ya sabes que la policía y los tribunales no sirven de nada, y contratar matones para obligar a los campesinos a que respeten las patentes no queda nada bien en los noticiarios de la noche. Se lo pedí como un favor y le prometí que le ayudaría con las lecciones sobre la propiedad intelectual. —Tal vez tengamos que adoptar una solución técnica para el problema de las semillas no autorizadas —añadió. «Los nan necesitan el arroz —pensé yo—. El mundo está cambiando a su alrededor y ellos necesitan ayuda.» * * * Acompañé a Soe-bo en su viaje de regreso y le ayudé a transportar montaña arriba los sacos con semillas de arroz. Teníamos que constituir una curiosa estampa: a la cabeza, el pequeño explorador asiático que vuelve a su hogar, y yo detrás, un sherpa un tanto extraño acarreando la carga a duras penas. * * * Villar del Cielo Tardé bastante tiempo en anudar la historia de mi viaje a América y de todas esas cosas tan maravillosas que había visto allí. Estos documentos ocupan ahora toda una estantería, y los niños vienen en busca de más historias todas las noches. Un viaje así te hace darte cuenta de que hay mucho que un hombre no comprende. Antes de marcharme creía saber mucho, porque era la persona de la aldea que más libros-cuerda de esta cámara había leído, pero ya no me engaño. Las semillas de arroz que To-mu nos entregó a cambio de que fuera a América crecieron como si fueran mágicas. El primer año tuvimos la cosecha más abundante que nadie alcanzaba a recordar. El arroz no era tan sabroso como el de antes, pero tuvimos muchísimo más. Lo celebramos con una gran fiesta, y todo el mundo, niños incluidos, se emborrachó. Yo me sentía bien por lo que había hecho, por haber traído semillas nuevas, esa nueva oportunidad venida de fuera gracias a la que todo el mundo volvería a tener la barriga llena. Antes de la siguiente estación de siembra, To-mu regresó de nuevo con Pha y Aung, llevando como siempre su pesado macuto. A pesar de que no hacía mucho que nos conocíamos lo consideraba un viejo amigo, como si lo hubiera tratado desde niño, tanto era lo que había aprendido desde aquel día en que me lo presentaron. Sin embargo, To-mu parecía incómodo, nervioso. —He venido para venderos más semillas —me dijo. —Vaya, pero si no necesitamos más. —Había aprendido a aceptar que aunque To-mu podía ser todo un experto en determinados asuntos tenía muy poco sentido común—. Guardamos semillas abundantes de la cosecha del año pasado. To-mu apartó la mirada y me dijo: —Las semillas que guardasteis no servirán. Son estériles. Pha no sabía cómo traducir esta palabra, así que To-mu tuvo que intentarlo de nuevo. —Las semillas no crecerán. Están muertas. Tenéis que comprar semillas nuevas. Yo nunca había oído nada por el estilo. ¿Cómo era posible que las semillas crecieran hasta convertirse en espigas de arroz que a su vez no produjera más semillas? To-mu me explicó que en todos los seres vivos, incluidas las semillas e incluidos nosotros, hay unos trocitos minúsculos y retorcidos de cuerda, que se llaman genes, y que determinan cómo crecerá y el aspecto de ese ser. Los genes están constituidos por unos pequeños grumos enlazados que forman un lenguaje que se puede leer. —Como los nudos de los nan —apunté, y él movió la cabeza afirmativamente. Cuando alguien inventa un nuevo gen, una cadena de palabras nuevas, y lo introduce en una semilla, esa semilla puede tener características del agrado de la gente. Las palabras revalorizan las semillas, pero esas palabras pertenecen al inventor, y los demás tienen que pagarle si quieren cultivar la semilla. Para garantizar que la gente pague, me explicó To-mu, a veces el inventor tiene que meter más palabras que eviten que esa semilla produzca semillas nuevas. Para que así la gente tenga que pagar todos los años. —Si intentaras cultivar semillas con ese gen sin el permiso del inventor, estarías robándole —añadió To-mu—. Es lo mismo que si entraras en la casa del inventor y le quitaras un cuenco de arroz. Los genes estériles se añaden para ayudar a que la gente sea honrada. Esto no tenía ni pies ni cabeza. Si yo le quito a alguien un cuenco de arroz, eso es robar porque esa persona ya no tiene el cuenco de arroz. Sin embargo, si alguien me enseña una palabra nueva y poderosa, yo no le he arrebatado la palabra: él la sigue teniendo. En un intento por entenderlo mejor le pregunté: —Tenemos que pagar para utilizar estas palabras que dices que están anudadas en el interior de las semillas de arroz. Él asintió. To-mu me había contado que el verme atar los nudos en su juego le había resultado de ayuda. —Entonces, si tú aprendiste las palabras de nuestros libros, la sapiencia de nuestra escritura de nudos, ¿también nos tienes que pagar todos los años? To-mu soltó una carcajada y se rascó la cabeza. Tuve la impresión de que estaba nervioso. —No, creo que no. Lo que yo aprendí de vosotros era… antiguo. No estaba protegido, ni por el copyright ni por una patente. Más palabras que Pha no supo traducir, pero no quise que se molestara en pedirle a To-mu que las explicara. Si yo aprendía más palabras suyas, tal vez también tuviera que pagar por ellas. Había entendido lo suficiente para saber que To-mu consideraba que lo que los nan podían enseñarle carecía de valor. Había sido un necio. Creí estar haciendo algo para ayudar a la aldea, pero resultaba que la parte del trato de To-mu tenía trampa. Lo único que había logrado era que nos endeudáramos con un amo extranjero, un amo al que tenemos que pagarle un tributo anual. Había conseguido rebajar a Villar del Cielo al mismo nivel de los campesinos sujetos a los señores del opio. No había nada que hacer, así que vendimos más arroz a los mercaderes para conseguir dinero, que empleamos en comprarle semillas a To-mu. —El precio se incrementará un poco el próximo año, y el siguiente —dijo él—. He tenido que rogarle a mi amigo que os hiciera un descuento los primeros años. Tal vez os interese pensar en cómo desarrollar la economía del pueblo para que os podáis permitir las semillas y además comprar cosas mejores, como medicinas y helados. Pha dijo que lo que decía To-mu tenía en parte sentido. El mundo estaba cambiando y los nan también debían cambiar. Algunos jóvenes podían bajar de la montaña para trabajar, y Pha sabía que las muchachas guapas tenían oportunidades en las ciudades, sobre todo si estaban dispuestas a marcharse hasta Tailandia. Anudé un libro sobre mi conversación con To-mu. Tal vez sirva como advertencia para el futuro, para que otros no sean tan estúpidos y cortos de miras como lo he sido yo. Los siguientes años intentamos cultivar algo de nuestro antiguo arroz junto con el nuevo, pero el de antes se secaba porque necesitaba agua abundante y teníamos que reservar la mayor parte de la poca que teníamos para el nuevo, así que la gente dejó de intentarlo. A veces pienso en los pequeños genes enroscados en el interior de las antiguas semillas, las palabras que nos legaron nuestros antepasados ahora olvidadas y acumulando polvo en los sacos donde están almacenadas. ¿Alguna vez llegarán a crecer esas semillas si es que acaso en el futuro retornan las lluvias? To-mu no ha regresado desde ese segundo año. Ahora es otro hombre el que viene antes de la estación de siembra para vendernos las semillas. * * * Parque tecnológico a las afueras de Boston El algoritmo basado en las técnicas de Soe-bo funcionó bien, mucho mejor que cualquier otro sistema publicado hasta el momento. Y ahora que los abogados han terminado con los trámites de la patente, mi artículo describiendo la investigación ya ha pasado a la fase de revisión por expertos independientes. Si todo va bien, esto puede ser justo el avance decisivo que estaba buscando. Mi algoritmo agilizará el descubrimiento de nuevos fármacos en varios órdenes de magnitud y salvará innumerables vidas. No he tenido tiempo para pensar demasiado en cómo va a afectar a las ganancias de nuestra empresa, pero la presentación del director de finanzas a la junta fue muy bien recibida. Las proyecciones a diez años de los beneficios procedentes directamente del descubrimiento sumados a los obtenidos de las licencias parecía una curva exponencial. Quizás sea el momento de embarcarme en otra expedición. Tal vez a Bután… * * * Nota del autor: la posibilidad de explotar las habilidades humanas de reconocimiento de modelos y razonamiento espacial en la investigación de algoritmos eficaces para el plegado de proteínas es descrita por Seth Cooper et ál. en «Predicting protein structures with a multiplayer online game» [Predicción de estructuras de proteínas mediante un juego online multijugador], en Nature 466, 756-760 (05/08/2010). Algunas de las características del sistema de escritura de nudos de los nan están modeladas basándose tanto en el alfabeto coreano, el hangul, como en los quipus incas y en el arte tradicional de los nudos chinos. Steve Redwood
(Traducción: Cristina Macía) (Podéis leer aquí la versión original de Steve y comprobar vuestros conocimientos de inglés. Gracias especiales a Cristina Macía por autorizarnos a reproducir su estupenda traducción y al propio Steve por proponer la idea) A la mayor parte de la gente, el nombre de Albert Jenkins no les suena a nada más que a una broma macabra de Pascua. Para los que supimos de la enormidad de su crimen, la cosa era diferente. Éramos conscientes de que nos enfrentábamos al fin de la civilización tal como la conocíamos. No, no exagero ni un pelo. Esta es la información que pude reunir a partir de artículos en el periódico local. El reverendo Albert Jenkins estaba celebrando la misa en la pequeña iglesia de una aldea de Devon, Ashleycombe, tal como llevaba años haciendo. Todo fue como de costumbre hasta el Padre Nuestro. Luego, en vez de ofrecer hostias y vino consagrado, sacó de detrás del altar una bolsita de plástico y volcó su contenido sobre la mesa. ¡Chof! Aquello parecían trozos de carne para guisar. —¡Pan y vino, queridos míos! —dijo, apartándose un poco de la liturgia. Hasta a los más devotos les pareció raro que el pan sangrara—. Es la última moda. Ahora se come el cuerpo y se bebe la sangre todo junto. Así nos ahorramos problemas con el cáliz si alguno tenéis algo contagioso. Si a la congregación de una iglesia la llaman «rebaño» es por algo. Pese a las miradas de extrañeza, cinco pilares de la comunidad aceptaron obedientes la «hostia», hasta que… —¡Esto es carne cruda! —protestó una vieja que en cierta ocasión le había estrechado la mano a Margaret Thatcher, de modo que no tenía reparos en exponer su opinión en voz alta. —Es lo que acabo de decir, ¿no? ¡Venga, traga! Pero la mujer retrocedió y escupió lo que tenía en la boca. Su actitud fue lo que rompió el sacrosanto hechizo. Los comulgantes, que hasta entonces habían masticado obedientemente, recuperaron el sentido común y siguieron el ejemplo de la vieja. El sacerdote se puso hecho una fiera. —¡Imbéciles! Lleváis años dejándoos timar con pan y vino, ¡y ahora que os ofrezco lo de verdad, no lo queréis! ¡Pues os lo vais a comer, cabrones! Saltó por encima del altar, cogió un trozo de la «hostia» que alguien había escupido e intentó metérsela en la boca por las malas a la mujer que se había enfrentado a él. La gente que va a la iglesia suele ser tranquila y leal a sus sacerdotes. Como dijo el bueno de Nitzchi, el cristAlbertismo viene a ser una moral de esclavos. Pero era domingo de Pascua, y todos se habían puesto la ropa de los festivos. Ropa que, en aquellos momentos, se estaba manchando de vino/sangre y vómitos surtidos. Sólo así se explica la ferocidad con que atacaron a su pastor. Una muleta blandida con destreza lo dejó en coma para una semana. En los Archivos Estatales de Florencia hay una carta fascinante fechada el 24 de julio de 1567, enviada por un tal Piero GAlbertfigliazzi al príncipe Francesco dei Medici. «El 19 del presente mes, cuando celebraba misa en la catedral de esta ciudad (...) el sacerdote percibió un sabor y olor repulsivos en el vino consagrado. Pese a ello, lo tragó como pudo. Más tarde, al llegar el momento de la purificación, se negó a probar el vino que se le entregaba, arguyendo que no quería más pis de aquel (non voleva più piscio). Tras manifestar su descontento al maestro del coro y al sacristán, le llevaron un cáliz limpio y vino bueno para que lo purificara. De lo relatado se concluye que se le dio a consagrar orina en lugar de vino. El vicario no ha podido averiguar quién fue responsable de tamaño sacrilegio, pero ha confinado en solitario a un sacerdote de nombre Giobbo...» Nunca llegué a saber si le colgaron el muerto al pobre Giobbo o no. Con un nombre así, es como para que sospecharan de él. Si saco a colación esta anécdota es para demostrar que no era la primera vez que se trasteaba con la hostia y el vino. Hubo denuncia ante la policía, pero a las autoridades no les pareció que la cosa fuera tan importante como para investigar, ni siquiera como para averiguar de qué tipo de carne se trataba. Además, el diácono ya se la había echado a los perros del parque. Pero uno de mis contactos, una mujer, se quedó tan sorprendida por lo que relató el sacerdote cuando despertó del coma que no dudó en llamarme. Yo estaba de vacaciones de Semana Santa en Torquay, en Devon, por motivos sentimentales: visitaba de nuevo el lugar donde se había desarrollado uno de los momentos más dichosos de mi larga y tumultuosa relación con mi querida Katie, el punto exacto donde yo había tirado por el acantilado a su primer amante. Que no hubiera mencionado mi accidente, el tío. Solicité quedarme a solas con el reverendo (mi identificación del Ministerio de Defensa me garantizaba el beneplácito), que de inmediato me soltó una diatriba asombrosa. —¡El Misterio Fundacional de la Iglesia! ¡Y unos cojones! ¡El único misterio es cómo se lo ha tragado la gente tanto tiempo! No son más que juegos de palabras. Transubstanciación: el pan y el vino ya no existen, aunque los tienes delante de las narices. Consubstanciación: el pan y el vino existen, qué menos, pero al mismo tiempo son el cuerpo y la sangre de Cristo. Impanación, Eucaristía, hostia, elementales, campana de consagración, fracción, epíclesis, oblación, credencia, cáliz, patena... ¡palabras y más palabras! ¡Follaje verbal para ocultar la mayor estafa que ha habido en el mundo! ¡Nuestra versión particular del emperador desnudo! No era el discurso que uno se espera de un sacerdote con pinta de tranquilo, pero en mi profesión te encuentras con cada uno... —Predica en casa del perverso, pero hacer vomitar a sus feligreses con un filete crudo no es la solución, ¿no le parece? —Con carne. —¿Qué? —Era carne, no un filete. Usted se pierde por los pecados de la carne, no por los pecados del filete. Como estaba de vacaciones opté por no romperle un brazo. —¿Quiere decir que les dio carne humana? —Claro. ¡La humanidad sólo se salvará a través de la verdadera Eucaristía! Juan 6, 53-54: «Jesús les dijo: “En verdad, en verdad os digo: si no coméis la carne del Hijo del hombre, y no bebéis su sangre, no tenéis vida en vosotros”». ¡Más claro, agua! —Todavía tengo el resto del cuerpo en casa —añadió, muy preocupado por si se me ocurría dudar de su palabra. Así que llamé a mi contacto y entre los dos lo vestimos y lo llevamos a su adosado en menos de lo que tarda un eyaculador precoz. Lo primero, la nevera. Contenido: leche desnatada de hacía una semana, unas cuantas verduras ateridas y una bolsa de plástico con unos diez kilos de lo que a primera vista parecían dados de carne para guisar. Luego, el congelador. Contenido: tripas variadas, dos brazos, una pierna y una cabeza pegada a poco menos de medio torso. De pronto aquel tipo me inspiraba hasta respeto. Tal vez más adelante podríamos reclutarlo. Lo malo era... la cabeza. Lo juro, la cabeza miraba hacia arriba con serenidad, con una sonrisa cálida y compasiva en los labios congelados. Sólo con verla tenía la certeza de que aquel tipo habría comprendido por qué organicé el encuentro mortal del segundo amante de mi querida Katie con una excavadora. Pero eso no era todo. También tenía unos agujeros muy feos en las manos y en el pie. No se puede echar la culpa de todo a la comida basura. Aquello empezaba a darme muy mala espina. —¿Quién era este... caballero? —pregunté procurando no alzar la voz. —¿Quién va a ser? Jesús. Lo que me esperaba. —No, que quién era de verdad. —Se me quedó mirando desconcertado—. Usted sabía que era Jesús de incógnito, por supuesto, pero ¿quién pensaba el resto de la gente que era? ¿Bajo qué identidad ocultaba Su Divina Refulgencia? ¿A qué se dedicaba? ¿Dónde vivía? —Vivía aquí abajo, claro, en mi sótano. Nunca lo vio nadie más. No lo cloné para eso. Aquello me descolocó hasta a mí, que estoy preparado para lo inesperado. Vale, lo de clonar es lo más hoy en día, pero hay que clonar a partir de algo. Por eso conservo el meñique de mi querida Katie, por si acaso un día se me va la mano, aunque reconozco que cuando se lo corté lo hice por puro placer. Es que estábamos en medio de una de nuestras riñas. —Se estará preguntando de dónde saqué el ADN. —El amable reverendo me dedicó una sonrisa indulgente—. Permita que le vuelva a citar a San Juan, capítulo 20, versículos 6-7: «Llega también Simón Pedro siguiéndole, entra en el sepulcro y ve las vendas en el suelo, y el sudario que cubrió su cabeza, no junto a las vendas, sino plegado en un lugar aparte.» ¿Por quién me había tomado? ¿Por el típico asesino inculto? —¿La Sábana Santa de Turín? ¿Ese trapo viejo que se supone que envolvió el cuerpo de Jesús en la tumba, y al parecer tiene impresa una imagen que es el negativo fotográfico de un hombre crucificado? A mí no me venga con esas. Hace años le hicieron la prueba del carbono 14, y se demostró que era de la Edad Media, no del Siglo I. —No se demostró nada —replicó Jenkins, que por primera vez parecía un poco picado—, porque sólo se tomaron muestras muy pequeñas del borde del tejido, que bien podrían estar contaminadas por acreciones posteriores. Pero sí, su autenticidad es dudosa, y encima habría sido imposible robarla de la catedral de Turín. Demasiada vigilancia. Además, yo lo que necesitaba era sangre, y era mucho más probable que la consiguiera del Pañolón de Oviedo. Mierda, me había pillado. ¿El Pañolón de Oviedo? Bueno, mi deporte favorito es romper brazos y piernas, no leer Cuentos de Hadas para Fanáticos Religiosos. Me contó que la Catedral de San Salvador, en Oviedo, en el norte de España, tiene fama por una cosa: es la única catedral del mundo con una sola torre. No se debe a un diseño minimalista, sino a pura y simple pobreza. Pese a ello, la catedral tuvo mucho prestigio. El propio Cid echó unos tragos de vino en ella en 1075. El motivo fue el cofre de plata de la Cámara Santa, que contenía lo que se creía que era el sudario, el paño que envolvió la cabeza de Jesús en la Cruz para empapar la sangre y el suero que le salían de la nariz, y que alguien sacó de Jerusalén en tiempos de la invasión persa, llegó hasta Sevilla y luego fue trasladado al norte ante el avance de los moros. Pero los tiempos cambAlbert, y pocos saben qué es el Pañolón de Oviedo. La Sábana Santa de Turín se ha llevado toda la fama. Los italAlbertos tienen más tirón que los españoles, y además, allí vive el Papa. Jenkins me explicó también que el Pañolón sólo se exhibe tres veces al año, dos en septiembre, por San Mateo y por la Santa Cruz, y otra en Viernes Santo, y me contó cómo se había colado y lo había robado a finales de septiembre, sabiendo que nadie lo echaría en falta en seis meses. Luego, a partir del ADN que encontró en él, clonó a Jesús. Yo ya estaba perdiendo la paciencia. Vale, el tío tenía su gracia, y se le daba bien cortar brazos y piernas, pero ¿me había tomado por gilipollas? Ya sé lo de Dolly, Polly y Golly. Ya sé lo de todos los ratones, vacas, gatos, cucarachas y supermodelos que han clonados desde entonces. La clonación lleva tiempo. Y no sólo seis meses. —¡Así habla un alma descarriada! —suspiró Jenkins con tristeza—. ¿No le parece que un dios crecerá pelín más deprisa, idiota? No le faltaba razón, pero de todos modos le di un revés. En mi oficio, es como un acto reflejo. Además, el tercer amante de mi querida Katie fue un cura. Fue tan amable como para poner la otra mejilla, así que le solté otro, y luego bajamos al sótano; y sí, se había montado un laboratorio impresionante. (Más adelante me enteré de que Jenkins no era el primer sacerdote al que le daba por los laboratorios. Por lo visto, el personaje de Hoffman, el científico loco de Der Sandmann, se basó en el sacerdote católico romano Lázaro Spallanzani, que mataba el tiempo cegando murciélagos, decapitando caracoles y resucitando animales microscópicos secos. También resultó, qué cosas, que en cierta ocasión Jenkins había rechazado un puesto en el Roslin Research Institute —ya saben, donde clonaron a Dolly—, porque según él Wilmut y los demás investigadores eran «unos aficionados y unos timadores» y porque «sus conocimientos sobre genética eran de un superficial que daba pena».) En un rincón del laboratorio había otro congelador con la puerta colgando de una bisagra, y los estantes llenos de lo que a primera vista parecían huevos de pascua para Hobbits desnutridos. Pero eso sólo lo advertí a nivel subliminal. Porque, junto al congelador, había una cruz. Una cruz usada. Sin ocupante en aquel momento. Pero usada. No me pregunten. En mi profesión, esas cosas se saben. —Pero ¿por qué demonios tuvo que crucificarlo?--pregunté al reverendo, que con sumo cariño liberaba a una mosca atrapada en una telaraña. —¿Es que no sabe usted nada de nada? —Me miró con compasión—. ¿Dónde estaríamos ahora si el Hijo de Dios hubiera llegado por primera vez, hubiera echado un vistazo por Palestina como la reina Isabel por Australia, y luego se hubiera vuelto al Cielo con unas teteras para turistas de Oriente Medio como recuerdo y unas fotos con el emperador de Roma? Tenía que morir crucificado para limpiar nuestros pecados. El poder estriba en el cuerpo crucificado, ¡crucificado! En eso se basa todo. Pues, con mi nuevo Jesús, igual. ¡No se vaya a pensar que me hizo gracia! ¡O que me resultó sencillo! ¿Alguna vez ha intentado subir usted solo a una cruz a un hombre que se resiste? Bueno, yo solo no. Por aquel entonces, mi querida Katie y yo aún estábamos muy unidos. Fue al tipo que cortó en pedazos... En fin, no quiero pensar en eso ahora. ¡Pero que conste que él sí se lo tuvo bien merecido! —¡Y ni se imagina las cosas que me llamó! —seguía rememorando el reverendo—. ¡Vaya si se le notaba la sangre real! —La sonrisa amable del fanático tolerante revoloteaba en sus labios. Siempre pensé que el Jesús original también debió de soltar unos cuantos tacos. «Perdónalos, señor, porque no saben lo que hacen». ¡Sí, hombre, y qué más! En fin, el caso es que teníamos entre manos un asesinato un tanto macabro. Un sacerdote de aspecto bondadoso se consigue colar en una catedral española, roba una reliquia guardada tras una reja de hierro, clona de manera imposible a un ser humano a partir del más que viejo ADN del trapo, acelera el crecimiento para obtener un hombre adulto en pocos meses, lo crucifica, lo pica en trozos tamaño hostia y ofrece los pedacitos a su parroquia el día de Pascua. La cosa pinta fea, ¿eh? ¡Pues no es lo peor! Los huevos. Los huevos de pascua. El reverendo se fijó de repente en el congelador abierto, se precipitó hacia él y revolvió entre los huevos —que según pude ver en aquel momento eran de cristal, no de chocolate— con la ferocidad con que un hombre inesperadamente afortunado pero mal preparado busca un condón sin usar. Todos los huevos tenían en un extremo un orificio esférico. —¡Se han escapado! —aulló. El reverendo Albert Jenkins era un auténtico visionario, que amaba a toda la humanidad y no quería limitarse a salvar las almas de su pequeño rebaño aquel día de Pascua, sino que tenía planes para acabar de una vez por todas con el fraude de la Eucaristía. Un cordero providencial había proporcionado el útero para Jesús (que ya no era el Cordero de Dios, sino el Dios del Cordero), pero había conservado un centenar de embriones, que pensaba implantar en otros tantos corderos providenciales y desprevenidos. Reconozco que lo que sigue es una mera suposición. Por lo visto, se ha investigado poco y mal sobre los cromosomas divinos. La célula divina típica no obedece necesariamente las mismas leyes que una humilde célula desprovista de divinidad, como había descubierto Jenkins con su Jesús acelerado. Ciertas facultades pueden desarrollarse antes que los órganos que por lo general se asocAlbert con ellas. Por ejemplo, el sentido del oído puede preceder a la oreja. Las oraciones no sólo tienen que llegar al Cielo, que una autoridad muy bien informada me ha dicho que está un rato lejos, sino que con frecuencia ni siquiera se verbalizan hasta que uno llega al lecho de muerte, momento en el cual la voz tiende a ser un tanto exigua. Puede que el esfuerzo constante para escuchar estas plegarias en el lecho premortem haya hecho que el oído divino se desarrolle de manera preternatural. El reverendo había crucificado a su Jesús a escasos metros de los embriones. ¿Y si habían oído el ruido de los clavos? ¿Y si habían presentido lo que les aguardaba y, durante la semana en que el reverendo pasó en coma, habían acelerado su propio crecimiento para darse el piro? ¿Quién no lo habría hecho en su lugar? Por supuesto, tenía que informar de todo aquello a la Sección Trece. Y me dieron las instrucciones que me imaginaba. Localizar y destruir. El mundo se rige por el imperialismo económico y, a juzgar por el numerito del JC original con los prestamistas del templo, a sus clones no les iba a parecer nada bien. Por no hablar de algunos de los Mandamientos. Nada de otros dioses: fin de la música pop y de la industria del cine. No matarás: fin de la industria armamentística. No dirás falso testimonio: fin de la política y de la diplomacia internacional. No codiciarás la vaca ni la esposa de tu prójimo: fin del capitalismo y de la sana competencia. En resumen, que vivir según los preceptos cristAlbertos no tardaría en acabar con el mundo cristAlberto. Los días siguientes fueron un tanto estresantes. El mejor golpe de suerte de la Sección fue cuando consiguieron arrinconar en Portsmouth al grueso de los jotacés, pero estos recordaron sus viejos trucos y cruzaron andando el Canal hasta la isla de Wight sin dejar de hacer gestos groseros. Pura arrogancia. Al día siguiente, una bomba nuclear voló la isla. Se siente por los habitantes, pero la Sección Trece no puede dejar que los árboles le tapen el bosque. Después de aquello sólo quedaba hacer limpieza. Tres jotacés cometieron la estupidez de ir al Vaticano, donde los alabarderos de la Guardia Suiza se encargaron de ellos por orden directa del Papa en persona, que aún se retorcía furioso y mascullaba incoherencias en su balcón. Bueno, es lógico, era el que más tenía que perder. Un poco como el rey Lear de Shakespeare: Una vez delegas el poder, no quieren devolverlo. El Centro Simon Wiesenthal echó mano de la experiencia y dio cuenta de otra media docena de jotacés. Unos cuantos se delataron por su reacción alérgica a la mera visión de una cruz, y a otro puñado los pillaron en prostíbulos. Lo típico, cada generación se rebela contra la anterior. Un fugitivo más astuto que los demás llegó incluso a camuflarse como prestamista, pero se delató por ofrecer precios justos a sus clientes. Sí, los jotacés de Jenkins se sabían todos los trucos habidos y por haber, pero la Sección Trece tiene tentáculos en cada país del mundo. Pronto estuvimos seguros de que les habíamos echado el guante a todos. A todos menos a uno. Igual que Woody Allen en Zelig, este aparecía en cualquier lugar. En la plaza de TAlbertanmen, en el césped de la Casa Blanca, en la Plaza Roja de Moscú, en la Meca, en las orillas del Ganges, en el Camp Nou... Allí donde se congregara una multitud aparecía él para sacar la lengua, hacer pedorretas, lanzar amenazas horripilantes y desaparecer de inmediato, antes de que nuestros agentes pudieran llegar a él. Decidí tomarme tiempo. Sabía que iría haciéndose cada día más humano. Sabía que, al final, caería víctima de la más elemental de las debilidades: el deseo de venganza. Sabía que, algún día, volvería para arreglar cuentas con el reverendo Albert Jenkins. Y eso hizo. Y yo estaba allí, esperando, con mi Kalashnikov. ***** Tiene planes. Grandes planes. Grandes planes aterradores. Perder a noventa y nueve hermanos. Ahí es nada. Se te agria el carácter. La otra noche, mientras nos tomábamos unos daiquiris, comentó que, viendo cómo había resucitado el día de Pascua, iba a esperar a Todos los Santos. Samhain. Y no iba a levantar los espíritus de los muertos, sino lo que quedara de sus cuerpos. —«Porque así como el Padre levanta a los muertos y les da vida, asimismo el Hijo también da vida a los que Él quiere». ¡Lee el capítulo 5 de Juan si no me crees, so pagano! —Me dio unas palmaditas en el hombro—. El diablo no es el único que puede citar las escrituras, que te enteres. ¡Venga, hombre! El arma era sólo para demostrarle que no negociaba por debilidad. ¿Acaso se piensan que iba a matar a un tipo capaz de curar a los enfermos? ¿De resucitar a Lázaro? Para un tipo así, mi embarazoso problema no era nada. Ya no cojeo, y es genial volver a tener cojones. Ahora que vuelvo a ser un hombre completo, mi querida Katie está conmigo otra vez. Supongo que esa era la raíz de nuestros problemas. A cambio le tuve que entregar al reverendo, claro. Y la verdad es que me dio un poco de pena ver al viejo morir así -¡de cabeza, encima, y a la vista de todos, en la Cúpula de San Pablo!-, pero al fin y al cabo él tenía planeado crucificar a otros cien jotacés. Pues sí, lo cierto es que me lo voy a pasar muy bien trabajando para mi nuevo jefe. *************** por Daniel Pérez Navarro
A Alfred Portátil, dibujante y visitante de Kalamazoo 1. Large Water Derrama un cubo gigante de nata y te harás una idea de lo que él ve a través de la ventana del Paris Cleaners. Ahí fuera todo está bañado en leche. Los coches, los tejados, las carreteras. Surcos paralelos de barro y nieve levantada como únicos trazos visibles en el suelo. Las ramas de los árboles están dibujadas en tinta sobre un cielo en negativo. Unas veces es el sepia de un tebeo viejo y otras, el blanco y negro de una tira dominical. Sin ellos dirías que el paisaje es una página en blanco o que algún programador olvidó llenar de píxeles la escena. Está dentro de un cuadro de Hooper, pero el día que el pintor solitario se dedicó a bosquejar con un lápiz algunos de los contornos y dejó el resto para después. —¿Nunca has estado a menos veintidós? —le pregunta Ana. —Negativo. Piensa en lo que significa esta temperatura y ten en cuenta que nació en el sur: -22º Se le ha olvidado qué han venido a comprar al Paris Cleaners. Ana se lo ha dicho, pero no presta atención. Ahora tampoco. La cabeza aún no se ha bajado del avión. 18 horas y 45 minutos, contando transbordos y esperas. Y que dé gracias porque no ha habido retrasos. La mayor parte del tiempo la pasó durmiendo, apenas recuerda algo del viaje en avión. —Dime la verdad. ¿Has sentido alguna vez un frío como el de Kalamazoo? —Nunca. —¿Y has visto un lugar más blanquecino que este? —Tampoco. Ana Luna tiene la cara regordeta, los ojos pequeños y hundidos y además es rubia natural. Aunque no llevara viviendo en uno de los condados del estado de Michigan una decena de años, podría pasar por cualquiera de los que viven allí. Es la anfitriona y amiga. Y Portable, su invitado. 2. The National Deer Van a tomar una cerveza. Portable acaba de llegar y se aloja en su casa. La invita, qué menos. Es un turista en USA. Esperaba encontrarse en algún momento con el Ratón Mickey, pero no imaginaba que vería sus enormes orejas de nieve apostadas en la entrada del bar favorito de Ana Luna. Un cartel avisa: no se permite la entrada de mascotas. La intimidad está garantizada. Entran. Se fija en una pared enorme, también pintada de blanco. Los surcos entre los bloques rectangulares de piedra están marcados con goma, como si las ruedas de una Harley en miniatura hubieran trazado un circuito para muñecos. Pero eso no es lo que llama la atención. —¿Sabes qué diferencia existe entre un ciervo, un reno y un alce? -le pregunta Ana. Dice la verdad. —Ni idea. —Están de moda —ella se refiere a esculturas de madera, a ciervos en versiones infantiles de papel maché, a cornamentas de plástico fluorescente, pero la enorme cabeza que decora la pared de The National Deer no es de mentira—. ¿Qué te parece? De nuevo dice la verdad. —Un poco rancia. —La colgaron cuando a Captain America lo dibujaba Sal Buscema. Ya sabes, algo menos desenfadado y más provietnamita. Decoración de los 70. Se acuerda de esos antros perdidos en alguna carretera secundaria de Sierra Morena, donde cazadores como su padre desayunaban carajillos y almorzaban conejo con patatas fritas. Alguien siguió al pie de la letra las instrucciones del buen taxidermista. Una pared despejada para que quepan las astas. Suficiente altura para que nadie acabe con uno de esos cuernos metido en el ojo. Anclaje seguro en la piedra para que no se caiga el soporte. —Este sitio mola —dice él. Saca una foto de la cabeza del ciervo. Aplica un filtro y la cuelga en Instagram. Un viejo apoyado en la barra apura el culo de su cerveza y le señala con un dedo. Simula apretar un gatillo. —Tú eres su novio. No se molesta en aclarárselo. Tres cuartas partes de la población son de raza blanca. Habrá estados muy poliétnicos en el país, pero la ciudad en la que él se encuentra no es de muchos colores. Ha visto pocos afroamericanos. Para dar con un ragtime genuino tendría que alejarse de la nieve y bajar varios miles de kilómetros. Alguien que hable español o latino llama bastante la atención. Los habituales de The National Deer sienten curiosidad y se muestran abiertos. Habla en voz alta, para casi todos, durante cerca de media hora. El viejo es el único que no hace preguntas. Hay un momento en el que el que le confundió con el novio de Ana levanta el vaso vacío. Le saluda y lo deja después en la barra. —¿Y cómo se te ha ocurrido venir a esta mierda de sitio? 3. Mr. Portable Todos se giran hacia él. Esperan una respuesta. Hasta la cabeza disecada de ciervo presta atención. ¿Por qué Kalamazoo? —Ana me invitó. Respuesta incorrecta. Eso es una evasiva, ya saben que le invitó. Con su vecina de barrio no se han atrevido a ir más lejos, pero el viejo sin freno en la lengua ha abierto la veda. Aguardan en silencio. Tendrá que añadir alguna cosa. —Soy dibujante. —¿Y qué dibujas? —le pregunta Casey. Casey tiene el pelo enmarañado y tres niños, dos gemelos de 7 y el mayor de 9. Luego le explicará que cuando está harta y necesita un respiro, coge la puerta, se los deja a su esposo y se esconde allí durante media hora. —Un poco de todo. Ahora estoy centrado en los cómics. —Tenemos otro Craig —ella se refiere a Craig Thompson. El autor de Blankets nació en el Estado de Michigan—. ¿Vas a hacer una historia sobre nosotros? —Tal vez. —Entonces no has venido a eso. Podría haber respondido que sí, que estaba allí para documentarse, escribir un guion y tomar fotografías y apuntes a lápiz del lugar. Siguen esperando una respuesta. —¿Cómo te llamas? Ana no nos lo ha dicho. —Portable. —Muy apropiado —Casey también le señala entonces con el dedo, como si hubiera estado ingenioso. No es el primero que cuando pisa suelo norteamericano tiene la ocurrencia de anglificar su nombre. En este caso, lo que ha trasladado a la lengua de Daniel Clowes es un alias. Mister Portable —repite Casey—. ¿Algo tuyo que podamos leer? —En inglés, nada. Y aquí no está distribuido. —Sólo en Europa. —Sólo en mi país. Ana le echa un cable. —Allí el cómic es una puta de carretera. Todos entienden la comparación. Portable no tiene que lamentarse y repetir lo del mercado pequeño, el limitado número de lectores, la apatía de un aparato cultural insensible a las viñetas, el menosprecio de una crítica integrada por oficinistas. —Ey, aquí también —dice Casey. —No es lo mismo la Ford —dice Ana. Ella se lo explica, él es el único que no sabe qué quiere decir. Un empleado que ensamble piezas en un Ford Focus para la Motor Company en Michigan recibe cerca de 30 dólares por una hora de trabajo, mientras que otro de la misma compañía en México cobra 4 dólares. Le molesta la comparación durante 4 o 5 segundos. —Ni siquiera existe un Captain Spain de ficción que luche contra el gobierno y defienda la igualdad y las libertades, sólo una parodia, la del caballero de la triste figura —dice ella para acabar de convencerle. Ana es más inteligente y también ha leído más. Él asiente con la cabeza. Sigue en The National Deer y aún no ha respondido a la pregunta. Esta vez no desaprovecha la oportunidad. Se lo han puesto en bandeja. --Crisis and corruption. Es la primera vez que no traduce mentalmente lo que va a decir, le sale de forma natural. Nada de sol y toros. Escapa de una cuna muerta. USA es el país de las oportunidades. El viejo arquea las cejas como si no se lo acabara de creer. 4. It's not enough Después de bajar del avión y antes de entrar en Estados Unidos, Portable había tenido que agujerear la aduana y luego atravesarla. La barrera que se interpuso entre la Terminal Internacional del Aeropuerto O'Hare de Chicago y la Nada -pues nada había, aunque físicamente no lo pareciera, entre la pista de aterrizaje y los mostradores de venta de billetes y alquileres de coches y los restaurantes del otro lado, donde oficialmente comenzaba USA- era una inspectora del control de inmigración obesa y muy pecosa que examinó sus documentos con celo de portero de disco. Antes de enfrentarse a la guardiana del castillo, tuvo que aguantar una hora de espera. De pie, porque no quedaban asientos libres. Con los papeles en la mano. El aspecto de Portable debió de parecerle sospechoso. O así debía actuar con los que tenían greñas, en lugar de pelo, y llevaban camiseta ocre sobre jersey desteñido, en lugar de chaqueta. Que cuánto tiempo iba a permanecer en el país. Se lo dijo. —Tres o cuatro meses. Que no es lo mismo tres que cuatro, hay un importante mes de diferencia. —No se lo puedo decir. Es un poco improvisado. Que dónde se iba a alojar en Chicago. —No me quedo en Chicago. Voy a Kalamazoo. Que cuál era el sitio exacto al que pensaba ir dentro del estado de Michigan. Le dio la dirección de Ana Luna. No le explicó que su amiga vivía en una casa de dos plantas con un gato porque a aquella oficial tan seria no le parecería un dato relevante. Que cuál era el motivo de su visita a Estados Unidos. —Visitar a una amiga, mejorar el nivel de inglés y conocer a un escritor que vive en Kalamazoo. La inspectora negó con la cabeza. —Eso no es suficiente. —¿Qué no es suficiente? —No es suficiente. —¿Cómo no va a ser suficiente? —No es suficiente –repitió ella. —No sé qué más espera oír. —Me tiene que decir algo más, señor. —Pero es que no hay más. —Lo siento. No es suficiente. La frase de marras taladró la cabeza de Portable y resonó una y otra vez en las casetas abiertas de Budget Rent A Car y Alamo Rent A Car. Entonces ella le cosió a preguntas. Que en qué trabajaba. —En nada. Que cómo es que no tenía trabajo. ¿Acaso era un sin techo? —En mi país, la gente de mi edad no trabaja. Bueno, algunos sí. Pero muy pocos. De los que se quedan, pocos. No tengo empleo en este momento. Que cuánto dinero tenía en el banco. —¿Habla en serio? ¿Se lo tengo que decir? Que cuánto dinero tenía en el banco. Por el tono de voz que ella empleó, no parecía que fuera a repetir la pregunta una tercera vez. —Tiro de los ahorros que me quedan. Unos dos mil quinientos euros. Que cuánto era esa cantidad en dólares. Lo calculó y también se lo dijo. Que si Ana era su novia. —No, no es mi novia. Que entonces qué era. —Una amiga. Por la cara que puso la oficial de aduanas, tampoco esa vez era suficiente. —Una vez nos enrollamos. Eso fue hace mucho tiempo. Ahora no hay nada entre nosotros. Somos amigos, ya está. Sólo amigos. Portable meneó la cabeza. ¿En serio le estoy contando esto? —Mi amiga, la que se vino a Estados Unidos, me invitó a su casa a pasar unos días con ella y yo le dije que vale. Surgió. No hay más. Que tres o cuatro meses no son unos días. Que si la casa de su amiga le pertenecía a ella o era de alquiler. —¿Y eso qué más da? Que respondiera a lo que se le preguntaba. —Creo que es de ella. Que quién era el tipo al que decía que quería conocer. —Un guionista de cómics. Que si era famoso. —No es David Mazzuchelli, si es a eso a lo que se refiere. Que si conocía de algo a ese Mazzuchelli. —No, claro que no. Estamos hablando del autor de Asterios Polyp. American Book Artist, American Book Writer, Superhero Comic Book Storylines. La oficial no le entendía o no le creía. —Mazzuchelli vive en New York. El autor el que quiero conocer, en Kalamazoo. No es famoso. Así durante cerca de una hora. Lo último fue la toma de huellas dactilares y de una fotografía. Luego le sellaron el pasaporte y, sin mirarle, le dejaron entrar en el país. 5. Fell down from the sky La anécdota de lo que le pasó en el Aeropuerto O'Hare es la última que escuchan los fieles de The National Deer. El camino hacia la casa de Ana Luna lo hacen en un Chevrolet. El modelo que ha comprado su amiga es de los más pequeños y asequibles. Una pulga amarilla razonablemente cómoda. Portable imaginaba que el auto de Ana se parecería a los que usaba Harry Callahan: una tanqueta con ruedas muy espaciosa que recorría carreteras infinitas y dejaba a ambos lados llanuras que se perdían en un horizonte también grande. No es así. Tampoco lo de la línea del horizonte. El vaso de yogur gigante se ha derramado desde el cielo sobre todo lo que abarca la vista y los toppings que decoran el paisaje apenas dan algo de color. Ana señala el cartel rojo de una Speedway. —Tengo que echar gasolina. Estaría bien que compráramos una barra para la cena. —Voy a por el pan —dice Portable mientras señala la tienda, cerca de los surtidores. De noche y desde lo alto, Chicago había pasado ante sus ojos como una alucinación. Un panel interminable de luces amarillas y rojas cubría lo que la vista podía encerrar. Chicago como un circuito electrónico ampliado tropecientas mil veces. Lo recordó al ver un cartel promocional con las entrañas de una tablet a la vista: puertos y salidas de video al final de un laberinto misterioso de líneas verdes. A continuación, la sorpresa. No se lo acaba de creer. —¿Has llenado el depósito con quince dólares? —Sí, claro —responde Ana con naturalidad. —Eso son doce o trece euros. —Aquí está más barata. —La barra de pan me ha costado tres dólares. Has llenado el depósito con cuatro barras de pan. Tres dólares el pan, Ana. Y doce, llenar el depósito. Llegan a la casa. Una pequeña parcela individual para una construcción de dos plantas. El tejado dos aguas está completamente cubierto de nieve. La cochera es un anexo. Llevan a ella dos raíles marcados por los neumáticos al entrar y salir, en medio de la alfombra blanca. Suelo laminado para los pies (Ana le invita a dejar los zapatos en la entrada y a caminar por dentro en calcetines). Gas natural con el que calentar el salón, la cocina y el aseo de la planta baja, además del cuarto de baño y las dos habitaciones de la planta de arriba (Portable se alojará en el que es el cuarto de invitados, al lado del dormitorio de ella). No tiene sótano, pero la cochera sirve también de trastero. —Ahora conocerás a McReady —dice Ana Luna cuando entran en el salón. McReady, el gato. Cabeza más ancha que larga y orejas rectas, ojos medianos con forma de nuez, cola apretada de pelo denso. Blanco, cómo no. 6. Alien Cat Deja lo de pequeño, peludo y suave para los burros. No permite arrumacos en la cola, ni en las orejas, ni el hocico, como si las partes negras estuviera prohibido tocarlas. —Es muy leal —dice Ana. Se refiere a ella. Leal con ella. —No sé si tu gato y yo nos vamos a llevar a bien. —Claro que os vais a llevar bien. Puede funcionar. Siempre que Portable sea consciente de su sitio. La escala se parece a la de los oficiales de un ejército. El tipo del jersey viejo y descolorido que acaba de llegar es el Recluta Patoso. —Se te ve cara de cansado. —Será por el Jet Lag. —¿Quieres comer algo antes de dormir? —La verdad es que no tengo mucha hambre. —Ve a tu dormitorio. Mañana seguimos hablando. —No digo que no. Por la mañana, le saluda la misma postal de nata montada sobre un merengue. Mira a través de la ventana de la planta de arriba. Sin la ayuda del reloj de su móvil, no sabe decir si son las 7.02 a.m., las 1.53 p.m. o las 5.29 p.m. Desayunan el pan del día anterior, tostado y con mantequilla, además de zumo de naranja, huevos revueltos, galletas de varios sabores de una caja roja de Mrs. Fields y café. —Ayer soñé con McReady —dice Portable mientras mastica el borde de una tostada del tamaño de la Interestatal 90. —¿Qué McReady? —pregunta Ana. —El otro McReady. —Recuerdo que vimos juntos la película un par de veces. —Y yo que Russell te ponía. —Prefiero a los hombres con una barba de la que pincha. —Con el frío que hace en Kalamazoo, Kurt Russell estaría muy cotizado. También aparecía tu gato en el sueño. —Qué interesante —dice Ana después de apurar un vaso de zumo de naranja, sin mirarle, mientras se dispone a untar una tostada con mantequilla. —Primero salía el gato. Luego el otro McReady. Quiero decir que tu McReady se convertía en Kurt Russell. —Es una paranoia de las buenas. —En el sueño no era guay. El gato también era alienígena. —¿Alienígena? —La Cosa ha logrado sobrevivir. —Por fin das tu brazo a torcer. McReady es un alien. —Eso lo dices tú. Lo único seguro al cien por cien es que después de que la estación vuele en pedazos, quedan dos supervivientes, McReady y Childs, y te recuerdo que Childs aparece de ninguna parte diciendo que se ha perdido. La Cosa puede ser Childs. —McReady es el único que consigue sobrevivir a la explosión. Y sin un rasguño. —Además de Childs. —Childs no estaba dentro de la estación. —Admito que McReady puede ser la Cosa. —Antes no aceptabas esa posibilidad. —Porque Kurt Russell me cae simpático. Hay tres posibilidades. Los dos son humanos, Childs es la Cosa o McReady es la Cosa. La cuarta, que ambos lo sean, está descartada, no tendría sentido que disimularan uno delante del otro. El gato balinés está a los pies de Portable. Te aguantas, dice la mirada del treintañero. Aún no existe una variedad de galletas con hígado de cerdo metálico en Mrs. Fields especial para mininos. Comen en silencio durante los siguientes diez minutos. —Tu gato se convertía en Kurt Russell con barba y sombrero de cowboy. Se sentaba en mi cama y decía: No es suficiente. —Recuerda la risita de McReady, justo al final. No se ríe hasta entonces. —Es sarcástica. —En eso estamos de acuerdo. —Porque Childs y él van a morir. —O porque él es otro. —Hay una teoría que dice que McReady le tiende la botella de whisky a Childs para contagiarle. Y que por eso está tranquilo y suelta: Esperemos a ver qué pasa. —Ahí lo tienes. —Otra sugiere que McReady es la Cosa desde la mitad de la película y que juega con los hombres de la estación. Su plan sería quemarlo todo y que le encuentren congelado y lo saquen de la Antártida. —Pasa la prueba de la sangre. —Ya. Es una posibilidad retorcida hasta para un republicano o un pepero. —Cuidado con lo que dices. —¿Quién me oye, aparte de ti y McReady? 7. You Need To Believe Terminan de desayunar. Portable ayuda a Ana a retirar la nieve para que el Chevrolet amarillo pueda salir. —¿Quieres llevarlo algún día? —ofrece Ana. Portable niega con un gesto de mano—. ¿Te has sacado ya el carné de conducir? —Soy el de siempre. —Eso es que no. —Eso es que no. —¿Y si alguna vez lo necesitas? Portable se encoge de hombros. —No será tan difícil que me haga con uno. —Vaya. Qué chulito. Ana entra en el Chevrolet. No está de vacaciones, esa mañana le toca trabajar. Su instituto se encuentra a 15 millas de distancia. Como ella le dijo antes de que viniera: si en Kalamazoo no tienes coche, estás perdido. Todo está tan cubierto de nieve que pasear se considera una aventura de intrépido explorador. Todo está lejos, desde una farmacia de 24 horas a cualquier sucursal de Wells Fargo Advisors. Portable se apoya en la ventanilla que Ana ha bajado. —No te preocupes por mí. Pasaré la mañana en el salón, calentito, haciéndole compañía a McReady. Aprovecharé para dibujar. —Esta tarde vienen Clarissa y Fred. Por fin conocerás a tu ídolo. —Por fin conoceré a Fred. —Clarissa también es maja, ya lo verás. —Me dijiste que fue finalista del Booker por una novela que publicó hace años, ¿no? —Buena memoria. Esa es Clarissa —Ana empieza a subir el cristal, pero lo detiene antes de que se cierre por completo—. Oye, sé que te gusta cocinar, pero no tienes que preparar nada para la noche. —Es lo menos que puedo hacer. —Eres mi invitado y lo tengo todo previsto. Tampoco te preocupes por el almuerzo, ¿de acuerdo? Media hora después, Portable está delante de la tele apagada, arropado con una manta y el cuaderno de notas abierto. Sujeta un roller de color negro con la izquierda, para eso es zurdo. Sólo tiene que cerrar los ojos y liberar la mente. Se imagina que está saltando de un rascacielos a otro, de azotea en azotea. Los edificios de su cabeza tienen montados sobre la última planta unos tendederos típicos de su país, en lugar de una lujosa y moderna piscina. Muchas veces dibuja de ese modo. A ciegas. Como ahora. La tinta del roller negro forma un esqueleto de pequeños huesos cuadrados y rectangulares. Primero las cuatro extremidades. Luego el cuerpo. Por último la cabeza. Es un gato balinés mecánico. En la nuca de aleación alguien ha grabado su número de serie y una frase que puede significar cualquier cosa: YNTB. Él sabe de qué se trata: son las iniciales de You Need To Believe. En la siguiente viñeta dibuja a Ana, con su cabello largo y algo más rechoncha de lo que es realmente. Su amiga se ha encaprichado de un gato artificial. Ana no se cansa de mirarlo. El pelo de la mascota es fino y sedoso y la cola indolente y larga. La cubierta de piel es una imitación muy buena y el plástico que recubre el armazón industrial parece tan carnoso que sólo los muy expertos lo distinguen del anatómico de los auténticos balineses, los que se formaron a partir de embriones, como tú y casi cualquiera. Portable nota cómo la mano se va calentando. Las ideas empiezan a fluir con naturalidad. Sonríe. La hora de la venganza pueril en la siguiente viñeta. La oficial de inmigración que se encontró en el Aeropuerto de Chicago no es una mujer, sino un amasijo canceroso de diversos tejidos que ha tomado conciencia de su naturaleza enferma. Al engendro pseudo-humano le brotan dedos adicionales de los que se tiene que desprender cuando nadie mira. Los arranca sin dolor y se los echa a los perros de aduanas. Hace como que se frota los ojos para extraer del fondo de la retina unas pelotas de carne apretadas por una fascia -como un bocata envuelto en Boc'n Roll ecológico-, que también deja en los comederos de los chuchos. Menea la cabeza y suelta el roller. Abre los ojos y contempla los bocetos. No ha quedado mal del todo, pero busca otra cosa. Quiere alejarse de las proyecciones macabras, para empezar. Para eso también ha venido a Kalamazoo. El gato, inmóvil, le observa desde el suelo. Portable le devuelve la mirada. —Me vigilas, ¿eh? McReady ni se inmuta. —Pareces una esfinge —dice mientras cierra el cuaderno de apuntes. Aparcar su anterior estilo. Vaciar la papelera. Resetear. Pensar luego con claridad antes de ponerse a cargar nuevos programas. Para eso son las vacaciones largas. 8. Dinner in America —Allí nunca cenamos tan temprano —explica Portable. Los cuatro están sentados a las 7.00 p.m. alrededor de la mesa. Portable enfrente de Ana. Clarissa, del escritor de cómics. El tema de conversación es aquí y allí, como si las dos localizaciones fueran otros dos invitados. —¿Hay alguna hora establecida? —pregunta Clarissa. —No. Quizá las nueve. Aunque a veces cenamos más tarde, a las diez. En fin de semana, incluso a las once. —¿A las once de la noche? ¿De verdad? —De verdad. —Creo que podría acostumbrarme. Como de todo. Y a cualquier hora. Clarissa ronda los 60. Le tira los tejos a Portable con el desparpajo de quien tiene la mitad. Aquí no parece que desentone. Ana no le ha dedicado a su amigo ni un sólo guiño, sonrisita o gesto cómplice por las indirectas de Clarissa. De un finalista del Booker se espera algo de extravagancia. El enjuto y directo autor de cómics norteamericano que Portable quería conocer, Fred Delarosa, tampoco se corta con Ana, a la que también casi dobla en edad. —Allí todo es gótico. Esa es la palabra, gótico —dice Portable. —¿Lo dices porque las viejas visten de negro? —pregunta Ana. —Lo digo porque todo parece una ruina medieval. Da lo mismo que la gente use móvil y se conecte a Internet. —Aquí también tenemos una América profunda —dice Fred. —Acabas de romper con tu chica, ¿no? —pregunta Clarissa. Portable dedica a Ana una mirada rápida, de las que no llevan algo bueno. —Bueno, no somos novios, pero tampoco es una ruptura definitiva. No sé cómo llamarlo —dice Portable. Fred cambia de tema. —Entonces, ¿has venido a pasar unos meses? —En principio, tres o cuatro meses, si todo va bien —contesta Portable. Ana señala en dirección a las ventanas. —Si queréis ver dónde nació, ahí lo tenéis. Si giras la cabeza hacia cualquiera de las ventanas del salón, también podrás verlo. 9. There El padre de Portable habría preferido un hijo con el que hablar de fútbol y a quien enseñar a beber, un varón que se alistara con los tambores blancos y fuera con él a la taberna de Ariza, junto al monumento de Francisco Arcas, fundador de la Cofradía de Bombos y Tambores. Es ese de ahí. El de la derecha. Su padre y los amigotes de su padre están ensayando para la Semana Santa. Cada uno se ha puesto una chaqueta roja y un pantalón blanco. Si su hijo fuera de otra manera, más amistoso y menos raro, habrían salido juntos a atronar las calles hasta que el cuerpo aguantara, desde el amanecer hasta la madrugada. A través de la ventana de la casa de Ana, los pueden ver. Ensayan para aguantar horas y más horas, dejándose las manos, encallecidas de trabajar en los viñedos. Se preparan para las quince horas de sudar el vino. De eso se trata, de repiquetear sin descanso, deteniéndose sólo para darle a la bota y volver a llenarla. Tragar y sudar líquido, así el alcohol no embota la cabeza, o eso se dicen unos cofrades a otros. Quince horas para desahogarse, para ensordecer como una ametralladora, para liberarse. —Qué costumbre más curiosa —dice Clarissa. Se ha levantado de la mesa para mirar a través de una de las ventanas. Ana y Fred observan desde sus asientos las calles iluminadas con farolas amarillas del pueblo andaluz en el que aún viven los padres de Portable. —Su padre es el del cinturón marrón. Ese de ahí —señala Ana. —¿No hay mujeres? —pregunta Clarissa. —Sólo hombres —responde la anfitriona—. Es la tradición. A Portable le cuesta disimular. Aunque las visualizaciones se han convertido en una costumbre, no imaginaba que la cena derivaría tan pronto a la navegación. Esperaba hablar de cómics con Fred: de las editoriales norteamericanas, de las traducciones, de cómo el estilo de Delarosa había sido en parte asimilado por grandes como Daniel Clowes. —Vaya, qué casualidad. Nos conectamos en el mejor momento. ¿Veis ese monumento de ahí, el de Francisco Arcas? La mujer que camina hacia los hombres que ensayan con tambores es su madre. Wonderful. La palabra resuena, también sin que la traduzca, dentro de él. ¿De mi madre? ¿Quiere que le hable de mi madre? Su madre llegó a aquel pueblo gótico a finales de los ochenta. Entonces pesaba bastante menos que 110 kilos. Vasca y rubia, abierta y jovial. Había sacado una plaza fija de enfermera en una oposición. Aunque fuera a mil kilómetros de donde había nacido, era todo un logro para alguien tan joven como ella. El primer día preguntó dónde podía almorzar decentemente. Comida casera por poco dinero. La mandaron al Bar Juana. El hijo del dueño era un chico andaluz y moreno, cerrado y formal, de su misma generación. Compartían a la Bruja Avería y los dos escuchaban canciones de Mecano. Izasku fue a comer y a cenar al Bar Juana durante los siguientes dos meses. Nadie se extrañó cuando Jesús, así se llamaba el hijo del propietario, le pidió que fueran juntos al cine. Alrededor de una década después tenían un hijo. Cuando le repiten que allí tiene sus raíces, Portable se ve caminando unido a la tierra. Un montón de minúsculas ramitas permanentemente adheridas a las plantas de los pies. Pegado para siempre al suelo. Inseparable de aquel territorio. —¿Qué es ese ruido? —pregunta Clarissa. —Cuéntalo —pide Ana. De noche, el que pasea entre el enredo de portones encalados y callejuelas, puede escuchar un alborotado cric cric entre las paredes. El casco antiguo, los viñedos y el cementerio conforman los tres territorios del dueño subterráneo de la región. —El gusano de la uva. El vino de la región es famoso por el gusano. Parece que Portable va a añadir: Vamos a dejarlo, estamos aquí, no allí. Aunque no lo dice, sus gestos hablan por él. —McReady, apágalo —pide Ana. La visualización se esfuma. Regresa el blanco uniforme de Kalamazoo. 10. God is the Cat La nueva red. Un cerebro inorgánico y plural, compuesto por millones de células individuales. Cada mascota es una unidad. —¿Te molestó lo de la cena? —le pregunta Ana a la mañana siguiente. —No —miente Portable. La señal funciona bien con McReady. Lo ha comprobado. —Sienten curiosidad. Entre mis amistades, eres la atracción. —Ya. —Si te molesta, no visualizaremos más lo que pasa allí. —... —¿Te molesta? —Bueno, he venido a desconectar. —No a conectar. —Algo así. El chico desaliñado y larguirucho que dibuja tiene al gato de nuevo a sus pies. No se deja acariciar. Ana lo ha dejado programado de ese modo, para evitar que alguien juguetee con él y lo estropee. —Tu novia tiene una ardilla, ¿no? —Sí, pero deja de llamarla así. Ni novia ni ex novia. —¿Entonces? Alvin and the Chipmunks. Presta atención a la gran marea. Un tsunami de voces e imágenes superpuestas, procedentes de millones de dispositivos neurales como McReady. Las posibilidades son tan grandes. Empieza a imaginar lo que puedes curiosear, cotillear, experimentar a través del gato. Enchúfate a cualquiera que tenga una mascota tan mecánica como la tuya. Tu vecino. Tu vecina. Tus padres. Tus hermanos. Tu jefe. Actores y actrices. Los que admires y desees. Para que te vuelvas loco. —Como hoy no trabajo, se me ha ocurrido que podemos dar una vuelta —dice Ana. —Me parece bien. —¿Tienes predilección por algún sitio? —Lo dejo en tus manos. —Podemos hacer otra cosa, si no quieres salir. —Que nos encerremos es algo que no me apetece. Me parece mejor lo de la excursión. Ponte un casco neural y vívelo en primera persona. Y rompe las reglas, que para eso están. Por ejemplo: eres la vagina de May May. Seas hombre o mujer, vives la experiencia de tener esa cavidad monstruosa. El eco ruge hacia fuera como una bocina. May May se conecta a través de su perro doméstico. La casa siempre tiene abierta la puerta. Cualquiera puede probar. Ella decide. No hay criterio o sólo ella lo conoce. Adolescentes en busca de la primera vez o viejos a los que nadie quiere tener cerca. Algunos duran dos minutos y otros pasan de la hora. La única condición es que May May diga sí. Y es impredecible. Siempre disfruta, de ahí el éxito que tienen sus visualizaciones. Ha corrido la voz. Si te conectas a May May, te sientes extrañamente feliz. Libre. Despreocupado. Aceptas lo que viene cuando viene. —¿Te ha sorprendido lo de McReady? —Un poco. Siempre has sido una tecnófoba. —Porque todo cambia demasiado deprisa. Pero me he rendido al presente. —¿Desde cuándo lo tienes? —Tres semanas. Con el casco puesto, si quieres, juegas con el antebrazo de un buen tenista. Tu cuerpo se desplaza con agilidad de un extremo a otro. Subes a la red, levantas el brazo y machacas la bola con potencia y precisión muy cerca de la línea de fondo. Tu cuerpo suda. Notas cómo el corazón bombea. Sientes el acelerón de las endorfinas liberadas. Sólo quieres pegarle a la siguiente bola. No existe más que el set que estás jugando a lo grande. Sacas y metes un ace. Desde que la has golpeado, ya sabías que la bola amarilla iba a entrar. Lo has percibido en la manera de dar el golpe, en el momento y con la potencia que requería para ajustarla. Vuelve a llenarte la sensación de que todo en el mundo va rodado y de que no existe otra cosa que ese partido. —No pueden espiarnos desde allí, si eso te preocupa —dice ella. —El juguetito es democrático. Si te conectas, ves y te ven. —Los modelos norteamericanos cuidan más la seguridad. Incluyen una función con la que si no visualizas a nadie, estás desconectado. Nadie puede vernos ahora. —Eso no lo sabía. Ana aparece en el salón completamente desnuda. Con naturalidad. Como si siguieran hablando de tecnología y ella llevara puesta la ropa. —Ahí fuera hay unos paisajes de escándalo. Espectaculares. Hace demasiado frío, eso es cierto. Pero esta parte del país, aunque sea una de las más deprimidas, me sigue pareciendo mejor que lo de allí. Por eso me quedé. Durante la cena, Fred y Clarissa se dieron cuenta de lo que iba a ocurrir. Ana también era consciente de que esa noche, o como mucho al día siguiente, echaría un polvo. Portable fue el único que no se dio cuenta. —Todavía no me ha dado tiempo a comprobar si es cierto —dice él, intentando parecer natural. —Sabes que es cierto. Lo sabes. Aunque sólo lleves aquí un par de días —dice Ana. Ella está de pie, con las manos en las caderas. Una Valentina rubia y no tan alta. Con su aire de no romper un plato, destila un erotismo que no pasa desapercibido, salvo para McReady. Portable nota la erección. —Nos ven los vecinos —dice Portable, señalando las ventanas sin cortinas. No se acostumbra a que las casas parezcan escaparates. Allí están habituados a esa sobreexposición permanente desde antes de que aparecieran las visualizaciones. En el lugar del que él procede, el hábito es el opuesto: cortinas corridas, persianas echadas, poca iluminación del exterior, vigilancia a través del ojo de la cerradura. —No hay nadie. —¿Y si pasa alguien? —McReady —ordena Ana—, carga la playa de la isla griega. A través de las ventanas, asoma el Mediterráneo. Nadie les puede observar ahora. —Lo has empeorado. Antes nos podía ver el que pasara por delante, ahora cualquiera. —Tranquilo. Estamos desconectados. Es un salvapantallas. Ana se sienta a horcajadas encima de él, que aún está vestido. Con una mano le baja la cremallera y con la otra libera la polla. 11. You're not the girl I knew, now you're like something new Están desnudos en el sofá. Tienen una manta, echada entre ellos, compartida. Ana, la antigua tecnófoba, se ha puesto un casco y juega con McReady. Portable dibuja en su cuaderno. Imagina las posibilidades. En el jacuzzi exterior de un yate. El mar en calma. Un azul de postal. El cielo, a juego con el océano. El jacuzzi está iluminado directamente por el sol de media mañana. Llevas puestas unas gafas protectoras. Del equipo de música proceden unos sonidos que identificas como hawaianos o algo parecido. Te fijas en las terminaciones de cuero, en el blanco cegador de la cubierta. Al fondo asoma el perfil de una isla. El agua está calentita y hace burbujas. Los músculos de la espalda y las piernas te dan las gracias. Ya traen la bebida. Punteas una guitarra eléctrica. Sumergido a treinta metros por debajo del nivel del mar. En la sala de juntas de un periódico de gran tirada. Si te parece poca cosa, si necesitas emociones fuertes, busca las señales piratas. Las no oficiales. Están bombardeando una ciudad de Oriente. Los bloques de hormigón revientan en muchos pedazos. La narración convencional dirá que son mil, mil pedazos. Pero no estás dentro de una novela. Así que empieza a contar. No hay ficción que valga. No ves Transformers. Las balas zumban alrededor de ti como mosquitos que cortan el aire. El sonido agudo se pierde antes de que te dé tiempo a girar la cabeza. Viene de todas partes. Es excitante y terrorífico. La adrenalina va a hacer saltar los plomos. Formas parte de un pelotón de fusilamiento. Sientes el retroceso del arma en el pecho y en el hombro. Los que ejecutas caen delante de donde te encuentras, a unos tres metros. Es algo difícil de explicar. Hay rabia salvaje y satisfacción. Están tan presentes como el dolor de la reculada del arma. Di que es repugnante. Que sólo un sádico querría vivir algo así. Después mira el número de conexiones. Vive lo que ocurre en algún punto caliente de la Tierra y luego habla de las noticias del telediario. Es Facebook mejorado. Es real. No cuelgas la foto de la fiesta, los que quieren están en la fiesta. No muestras lo bien que te lo pasas, lo demuestras. Si puedes, porque esa es otra cuestión: ahora tendrás que dar el nivel. Lo sentimos por esos a los que les encanta mirar, pero no quieren que nadie repare en ellos. Para eso tenían la televisión. Ya sabes lo que dirán humanistas, sociólogos y filósofos. El horizonte de las nuevas tecnologías presenta numerosos interrogantes, todo va demasiado deprisa, quizá no estamos preparados, blá, blá, blá. Compra palomitas. —Estoy harto de estar encerrado. Voy a salir —dice Portable. Ana no responde, tiene puesto el casco neural. Sin embargo, cuando él ya se ha puesto la ropa y el abrigo y se dispone a tirar de la puerta, el gato le mira fijamente. Entonces Ana se quita rápidamente el casco. —¿Dónde vas? —A que me dé el aire. Donde sea. —Espera. Voy contigo. —Me voy ya. —Me visto. Sólo un segundo. 12. Conspiracy theory Mientras Ana se viste en la planta de arriba, Portable ata cabos a su manera. Su amiga ha cambiado. Se parece a su novia. Esa que ya no lo es, con la que dejó la relación en suspenso antes del viaje, la que le decía que para qué tenía que gastar dinero y tiempo viajando a Kalamazoo, si con la ardilla podían visualizar cualquier rincón del mundo. El sexo con Ana había estado bien, pero complicaba la estancia, introducía una variable que él quería dejar fuera. No la recordaba tan decidida ni tan expresiva. Se dice que cuando ella se puso en pie, no le quedó otra que estampar la boca en la cueva y explorarla a fondo. Luego su amiga había cabalgado sobre él como si se acercara el fin de los tiempos y aquel fuera el último. No es que hubiera estado mal, nada de eso, sólo que así no actuaba la chica que él recordaba. Ana se ha enganchado a las visualizaciones y al casco. Como la que ya no es su novia, otra adicta a las mascotas a la que no sabe cómo llamar. De cualquier manera menos por su nombre. —No permitas que te digan qué debes hacer, dónde mirar, qué vivir, qué debe estar en un museo y qué no. Rompe sus listas de mejores. Putos coleccionistas. Así hablaba la antigua Ana Luna. La actual se ha pasado al otro bando, se dice. Salvo que Ana no sea Ana. Fred Delarosa había esquivado la conversación sobre cómics y Clarissa no había mencionado una sola vez sus novelas. Habían pasado la noche haciéndole preguntas sobre los viñedos y la tradición de los tambores. No entendían que Portable pensara en mudarse, aquel les había parecido un buen lugar para vivir. Como el viejo que habló con él en The National Deer, ambos insistieron en que Kalamazoo estaba muerto. Parecían más interesados en quitarle de la cabeza la idea de quedarse que en adoptar un nuevo vecino. Y esas nuevas visualizaciones. Cuando miró por la ventana, le pareció que realmente se encontraba dentro del pueblo en el que vivían sus padres. Al salvapantallas del Mediterráneo que había contemplado mientras Ana entraba y salía de él succionándole con su vagina, sólo le faltaba salpicar. Hubo un momento en el que se le ocurrió que incluso podía ser al revés y de ningún modo podría saberlo: estaba en una casa proyectada, no en Kalamazoo. Cuando por la ventana había visto su viejo pueblo gótico, como él lo llamaba, había contemplado el verdadero exterior. ¿Y si no había salido de allí? Su ex o Lo Que Fuera había usado todas las armas conocidas para convencerle de que se quedara. A fin de cuentas, del viaje en avión ni se había enterado. Lo había hecho con un Diazepam en el estómago y durmiendo. ¿Y si hubiera sido McReady? McReady, el último modelo norteamericano, que se puede pedir de importación. Cualquier mascota es capaz de proyectar el Aeropuerto O'Hare de Chicago. The National Deer podría pasar por uno de esos antros para cazadores a los que su padre iba con sus amigos. Lo pensó en cuanto cruzó la puerta. Alarga la mano hacia McReady. El gato está programado por Ana para ser arisco y que nadie lo toque. También sospechoso. —¿Cómo vas? —pregunta en voz alta. —Vestida. Estoy en el aseo. Dame cinco minutos —responde la joven desde la planta de arriba. Apenas tiene tiempo. Le entra ansiedad. Lo tiene que saber. Si está aquí o allí. Si le están manipulando. Recuerda que en la cocina, Ana guarda la caja con las herramientas. Se levanta del sofá. Se marcha del salón. Busca entre los cajones y vuelve enseguida. Trae un martillo. Con la otra mano, coge la manta del sofá, con la que se arropaban. Arroja la manta sobre McReady, como un gladiador que tendiera su red. El gato está programado para rehuir el contacto, no para repeler un ataque por sorpresa. Nadie se abalanza sobre una mascota de 18.500 dólares con el fin de aplastarla. Todo sucede deprisa. Él es el primero que se sorprende de lo bien que sale. Cuando tiene por fin sujeto al gato por la cabeza, levanta con decisión la mano con la que sujeta el martillo. 13. Lake Michigan Lake Michigan. El fin del mundo. Todo lo que ve es una gran hoja en blanco salpicada de sal fina. La superficie helada se prolonga hasta confundirse con ese otro pliego de papel mediocre también sin decorar que es el cielo. No quería marcharse sin haber visitado uno de los 5 grandes lagos de la región, aunque todavía no ha visto el agua, sólo hielo y nieve. Según la Wikipedia, son mares cerrados, extensiones líquidas de más de 50.000 kilómetros cuadrados. Aún no han sacado una mascota mecánica submarina que haya llegado a las zonas más profundas, a casi 300 metros de la superficie, pero al tiempo. A ella no le ha hecho gracia. Ninguna. Han discutido. Que si está zumbado. Que en qué estaba pensando. Que desde cuándo es un puto paranoico. Que si de verdad pensaba que la casa de Kalamazoo iba a desvanecerse después de que aplastara la cabeza del gato con un martillo. Que si sabe lo que cuesta una mascota. Que qué diría él si ella le prendiera fuego a su coche porque sí, si Portable tuviera uno. Ana se ha negado a acompañarle. 14. Everything you need to know about cats En dos horas y media estará en Chicago. Y de ahí, en avión, de vuelta a España. Queda una plaza en un vuelo a un precio económico, aunque tendrá que esperar unas horas en el Aeropuerto y dormir allí como pueda. Por 24 dólares, si coge el tren de las 21.26 p.m. llegará a Chicago a las 10.57 p.m. Entra con su equipaje en The National Deer. Tiene tiempo hasta que salga el tren. Pide una cerveza. El viejo lo señala con el dedo. —El novio de Ana Luna. Alarga la vocal de la última palabra al pronunciarla. En inglés, suena a mugido cariñoso. —No soy su... Bueno, es igual. —Cuenta. Tenemos tiempo. Es lo único que los dos tenemos de sobra. No ha sabido disculparse o no se ha esforzado lo suficiente o puede que en el fondo no haya querido hacerlo, ya que eso último implicaba quedarse y estrechar los lazos con ella. De algo está casi seguro: Ana le invitó poco después de que discutiera con la Otra, y le cuesta creer que su amiga, a través de McReady, no haya sido testigo de aquella pelea. Puedes dejar lo de la moralidad o lo molón de los cascos y las visualizaciones para más tarde. Sólo le preocupa lo que acaba de pasar, por muy secundario que lo suyo le parezca a los filósofos de las comunicaciones. Reponer la mascota desde luego está descartado. La tasa de paro es allí del 6%, lo que contrasta con el 50% de su localidad, pero no tiene permiso de trabajo. Tendría que intentar ganar dinero sin contrato alguno, llevando a cabo lo que nadie quiere hacer y arriesgándose a que no le pagaran. Si estuviera dispuesto a coger un empleo bajo cuerda para devolver a Ana lo que vale un proyector y visualizador con forma animal, le esperarían unos años de esclavitud hasta que reuniera el efectivo. Si quiere devolver lo que ha destrozado, tendrá que buscar otra manera. Como obtener un permiso y tener una entrevista de trabajo en el instituto de Ana, donde necesitan un profesor de español. Pero no he matado un animal —le dice al viejo—. Ha sido como romper una batidora. —El viejo fuma como si respirara aire negro. Asiente con la cabeza distraídamente, dando a entender que le escucha. —Te complicas la existencia. Todo es más sencillo —le dice mientras le señala otra vez con un dedo. —No lo es. Hoy nada lo es. —Ven, anda —dice mientras señala la puerta—. Puedes dejar aquí el equipaje. Serán cinco minutos. —¿Dónde vamos? —Voy a ayudarte a salir de donde te has metido. Cruzan un par de carreteras y penetran en un callejón oscuro. Una sin techo, tan deteriorada como el tipo que le acompaña, está acomodada entre mantas raídas. Tiene sus pertenencias en un carrito de supermercado. La rodean un montón de gatos callejeros. Lo entiende enseguida. —Joder, no me puedes haber traído para esto —suelta en español. —Habla en inglés. El joven cambia de lengua. —Digo que gracias, pero que no me parece una buena idea. —Un dólar —dice la pordiosera. —¿Un dólar? No me lo quedaría aunque fuera gratis. —Este valdrá —dice el viejo mientras agarra un gato sucio que ni el mayor experto podría identificar como de alguna raza. —Parece una rata —dice Portable. —Valdrá. De lo del collar y el veterinario ya se ocupará tu novia. —No es mi... Joder. La sin techo chasquea los dedos y tiende la mano hacia Portable. —Dale su dinero —ordena el viejo. —¿Y si Ana no lo quiere? —Si no lo quiere, lo traes de vuelta —dice el viejo. —Pero el dólar no se devuelve —advierte la anciana. Portable menea la cabeza. No se puede creer lo que está haciendo. —Está bien. Vale. Digo que está bien. OK. Arroja un odre gigantesco de cuajada y te harás una idea de lo que ve cuando da media vuelta con un gato sucio entre los brazos que se deja querer y sale del callejón, volviendo a las cuidadas calles. Todo está bañado en lactosa. Los bordillos, las ramas de los árboles, los porches de las casas. Canales de agua y nieve en los que se refleja la pálida luz de las farolas. El cielo está coloreado en tinta negra por encima del resplandor de la electricidad. Sin las farolas encendidas, dirías que la aproximación desde lo alto de quien tuviera que aterrizar de emergencia es imposible o que algún dibujante se dejó los bolígrafos en el estuche. Está dentro de un cuadro de Rothko, pero el día que el grabador abandonó los rectángulos confrontados a su aire, con los bordes y los límites desdibujados y las capas de color expuestas a demasiados grados negativos de temperatura. por Alastair Reynolds
(traducción Marcheto) El enemigo debe morir. Nico está haciendo cola, esperando en la larga fila y sudando bajo la cúpula amarillo eléctrico del campo de fuerza municipal. Deben morir. En las inmediaciones de la estación de reclutamiento, han sacado a uno de los prisioneros al exterior en una jaula con ruedas. El reptil está sujeto con un arnés, las extremidades extendidas, como una rana en la mesa de disección. Los futuros soldados se apartan de la fila en un flujo continuo y a través de los barrotes le clavan una picana eléctrica en medio de un coro de burlas. De tamaño similar al de un hombre, es sorprendentemente antropomorfo salvo por su cabeza crestada de reptil, su cola corta y gruesa, y el reluciente brillo verde de las escamas, que ya han empezado a caérsele, negras y chamuscadas, en los puntos donde la picana le ha tocado. Al principio chillaba, pero ahora está exangüe e inerte. Nico deja de mirar. Lo único que quiere es que la fila avance para poder alistarse, obtener sus créditos de ciudadanía y largarse de este lugar. El enemigo debe morir. Llegaron desde la oscuridad interestelar, sin mediar provocación, sembrando destrucción sistemática en los dominios de los desprevenidos humanos. Barrieron a la humanidad en Marte y en los asentamientos terrestres en la Luna, arrasados y convertidos en cráteres radioactivos. Forzaron a los exploradores humanos a replegarse hasta detrás de la barrera de defensas hacinadas alrededor de la Tierra. Y ahora han traído la guerra a pueblos y ciudades, a las masas civiles. Ahora la superficie de la Tierra se ha ampollado con escudos de fuerza, mantenidos por plantas de fusión hundidas en las profundidades de la corteza. Nico ya casi se ha olvidado de lo que se siente al mirar las estrellas. Pero la marea está cambiando. Bajo las cúpulas, las fábricas construyen naves y armas para llevar la guerra hasta el territorio de los reptiles. Se están abriendo fisuras en la coraza del enemigo. Lo único que se necesita ahora es que los hombres y mujeres de la Tierra cumplan con su obligación. Uno de los sargentos de reclutamiento va pasando por la fila, repartiendo agua fría y caramelos. Se detiene y conversa con los futuros soldados, les estrecha la mano, les da palmaditas en la espalda. Es un veterano de treinta misiones; en dos ocasiones llegó lejos, hasta la órbita de la Luna. Perdió un brazo, pero el nuevo le está creciendo estupendamente, brotando del muñón igual que si se tratara de un bebé intentando abrirse paso a puñetazos para salir de su interior. «Os cuidarán», dice mientras ofrece una botella de agua. —¿Dónde está la trampa? —pregunta Nico. —No hay ninguna trampa —responde el sargento—. Os damos la ciudadanía y los juguetes necesarios para poder hacer trizas un planeta. Y entonces vosotros salís ahí fuera y matáis a tantos de esos cabronazos verdes con escamas como podáis. —Por mí, genial —dice Nico. *** Una vez en ese baluarte fortificado que es la estación Centinela, las cosas son distintas. La tecnología no es como la de los equipos que Nico vio en el centro de reclutamiento ni durante el entrenamiento básico recibido en la Tierra. Es más pesada, más amenazadora, capaz de mayores estragos. Lo que resultaría tranquilizador de no ser por un hecho inquietante: la Tierra tiene mejores naves, armas y blindaje de lo que nadie se imagina ahí abajo… pero lo mismo sucede con los reptiles. Y resulta que tampoco son reptiles exactamente. Aunque eso no es algo que a Nico le preocupe en exceso. Que tengan la sangre fría o no, no cambia el hecho de que atacaron sin mediar provocación. *** Los seis meses de entrenamiento en órbita en la estación Centinela son duros. La mitad de los reclutas se quedan por el camino. Nico ha llegado hasta el final, tal vez no el primero de su clase, pero tampoco demasiado lejos. Ya sabe manejarse con la servoarmadura, con las armas tácticas. Está preparado para que lo lleven a su nave. No es exactamente lo que se esperaba. Es una alargada máquina de líneas elegantes, un tiburón de cabeza gris que viaja más rápido que la luz. --Top secret, por supuesto —dice el instructor—. La hemos estado utilizando para misiones interestelares de inteligencia y de obtención de recursos. —¿Desde cuándo la tenemos? —Desde antes de que nacieras —responde el instructor con una sonrisa. —Pensaba que nuestras ambiciones nunca habían llegado más allá de Marte. —¿Y qué? —Que dijeron que los reptiles habían venido sin que mediara provocación. Y si nosotros ya andábamos por ahí fuera… Lo sacan tras un par de días a la sombra. Más preguntas de ese cariz y lo mandarán de vuelta a casa con la mayor parte de sus recuerdos borrados. Así que Nico decide que ese no es su problema. Él tiene su pistola, su armadura y ahora también tiene su nave. ¿A quién coño le importa quién empezó la guerra? *** El transporte superlumínico regresa bruscamente al espacio normal en las proximidades de otra estrella, en su camino hacia un gigante gaseoso azul y un puesto avanzado que antes era una luna. El lugar está cubierto de cerdas erizadas: sensores de largo alcance y belicosos cañones de riel antinave. Checkpoint, un estratégico cuello de botella en las rutas espaciales, va a ser el hogar de Nico durante el siguiente año. —Olvídate de la certificación de tu armadura, de la categoría de tus armas —dice la nueva instructora, una cabeza humana que sobresale de un cilindro negro de soporte vital apoyado sobre su base—. Ha llegado el momento de ir en serio. Una pared se desliza y deja a la vista una sala con hileras e hileras de cadáveres descabezados que flotan en conservante verde. —Allá donde vais a ir no necesitáis el cuerpo, tan solo el cerebro —dice—. Podréis recuperar vuestro cuerpo en el camino de vuelta a casa, cuando hayáis completado vuestro tour. Nosotros los cuidaremos. *** Así que reducen a Nico a poco más que una cabeza y un sistema nervioso, y conectan lo que queda de él a un minúsculo caza ultraligero. Ahora los frentes de batalla se dibujan mucho más allá de la velocidad superlumínica convencional. La guerra contra los reptiles se ganará o perderá en la maraña n–dimensional de las trayectorias interconectadas de una red de agujeros de gusano. Acoplado al caza, Nico se siente como un dios con el apocalipsis al alcance de la mano… aunque en realidad no tenga mano. Ya casi no se siente como Nico. Sonríe sardónicamente al ver cómo los recién llegados a Checkpoint miran de hito en hito los cuerpos en los tanques. Sus viejos recuerdos siguen estando en algún lugar de su interior, pero enterrados bajo un lúcido maremágnum de programación táctica. Y la verdad es que no los echa de menos. Ya no están luchando contra los reptiles, porque resulta que estos no eran más que los títeres orgánicos de una implacable inteligencia de base mecánica. Los titiriteros son más veloces y más inteligentes, y sus ambiciones estratégicas no están claras. Aunque esto no es de la incumbencia de eso que otrora fue Nico. Después de todo, tampoco es que las máquinas sean inmortales. *** El Centro Estratégico envía a Nico todavía más adentro. Lo destinan a un constructo artificial empotrado en la maraña, que flota en un nodo parcialmente estable, como una sombría trombosis. A Nico ya ha dejado de importarle la ubicación de la estación con relación al espacio real. Nadie que sea completamente humano puede llegar tan lejos: la dotación de la estación consiste en cerebros embotellados y en meditabundas inteligencias artificiales. Eso que otrora fue Nico se sorprende al descubrir que su compañía no le disgusta. Al menos, sus prioridades son las correctas. En la estación, eso que otrora fue Nico es informado de que se ha abierto un nuevo frente en la guerra contra los titiriteros, en una región todavía más profunda de la maraña. Llegar hasta allí es más difícil, así que deben rehacerlo una vez más. Su cerebro orgánico se ve invadido por máquinas minúsculas que rodean la vulnerable arquitectura de su materia gris con una estructura de andamios refulgentes. Los puntales y remaches plateados se engranan en un caza no mayor que un bidón de aceite. Apenas piensa en su antiguo cuerpo, allá en Checkpoint, casi nada ya. *** Los titiriteros son meramente un señuelo. Los análisis tácticos revelan que no son más que una intrusión en la maraña de agujeros de gusano de lo que tan solo puede ser descrito como una dimensión anexa. El foco de la campaña militar se desvía una vez más. Ahora la materia orgánica en el núcleo de la mente cibernética de eso que otrora fue Nico ha quedado totalmente obsoleta. Nico no puede señalar el momento exacto en que dejó de pensar con su parte orgánica y empezó a hacerlo con la mecánica, y ya ni siquiera está seguro de que ahora eso tenga importancia. Como organismo, estaba inmovilizado como una polilla aplastada entre dos páginas en el libro de la existencia. Como máquina, puede ser abstraído infinitamente, simulado hasta la séptima simulación, codificado y transmitido a través de la brecha de la realidad, listo para matar. Que es lo que él, o más bien ello, hace. Y, durante un breve lapso, hay muerte y gloria. *** Por la pila de la realidad arriba, un nivel tras otro. Ahora ya no se trata solo de máquinas contra máquinas. Se trata de máquinas dispuestas en tortuosos espacios n-dimensionales, máquinas como fantasmas de máquinas. Las reglas del combate se han convertido en algo tan abstracto (en algo, francamente, tan de muy alta matemática) que el conflicto se parece más a un diálogo filosófico, a un debate en el que los participantes están de acuerdo en casi todo salvo en los detalles más insignificantes y sutiles. No obstante lo cual, debe ser a muerte: la proliferación de una clase de entidades autorreplicantes y pandimensionales sigue siendo a expensas de la otra. *** ¿Cuándo empezó? ¿Dónde empezó? ¿Por qué? Tales cuestiones ya no son en absoluto relevantes ni tienen respuesta. Lo único que importa es que hay un adversario y que el adversario debe ser destruido. Al final (aunque incluso la noción del transcurrir del tiempo ahora resulta claramente discutible), la guerra deviene ortogonal. La pila de la realidad no es sino una compacta masa de capas dentro de algo mayor, de manera que las entidades beligerantes atraviesan inextricables abismos de estructuras metadimensionales, sus mentes en un flujo de continua autotransformación mientras los cimientos de la realidad se retuercen y transforman bajo ellas. Y por fin la figura del enemigo cobra nitidez. El enemigo es inmenso. El enemigo es inexorablemente lento. A medida que sus márgenes van siendo mapeados, se vislumbra de manera gradual que se trata de una clase de intelecto que las máquinas apenas tienen instrumentos para reconocer, menos aún para comprender. Es orgánico. Es multiforme y multivariante. No ha sido planificado ni diseñado. Es caótico y contingente, su origen en la superficie de una estructura, de un objeto perteneciente a las matemáticas todavía más avanzadas. No es sino uno de los varios que van a la deriva siguiendo trayectorias geodésicas por lo que podría denominarse sin demasiada propiedad «espacio». Fluidos arcanos se agitan sobre la superficie del mismo, rodeado en su totalidad por una especie de gas. El enemigo requiere tecnología, no solo para mantenerse a sí mismo, sino también para propagar sus ambiciones bélicas. El triunfo sobre lo orgánico es el destino cósmico que las máquinas han estado persiguiendo a través de innumerables instanciaciones. Sin embargo, matar al enemigo ahora, sin explorar más en profundidad su naturaleza, sería ineficiente además de poco sutil. Sería desperdiciar máquinas que podrían salvarse si se comprendieran mejor las debilidades del contrario. Y ¿qué mejor manera de examinar esas flaquezas que crear otra clase de entidad viviente, un ejército de organismos títeres, y enviar ese ejército a la batalla? Es posible que los títeres no ganen, pero obligarán al adversario a emplearse al máximo, a dejar al descubierto aspectos de sí mismo que hasta ahora estaban ocultos. Así que son enviados. Voluntarios, en teoría, aunque el concepto de «voluntario» implica un sincero altruismo que resulta difícil armonizar con el funcionamiento de las matrices de decisión multidimensionales de las máquinas. La carne se produce en hangares descomunales llenos de resplandecientes tanques verdes, luego se la moldea para formar organismos similares pero no idénticos al enemigo. A esos enormes cuerpos sin mente se les trasvasa la papilla aguada hecha a partir de restos de intelectos compactificados de las máquinas. Nada parecido a lo que estas considerarían inteligencia, pero sirve. Las memorias reviven brevemente cuando los procesos de compactificación remueven los datos antiguos, que llevan milenios subjetivos sin ser tocados, a la búsqueda de algo que pudiera ofrecer alguna ventaja estratégica. Entre las fugaces sensaciones, las titilantes visiones, una de las máquinas recuerda estar en fila bajo un cielo amarillo eléctrico, esperando. Oye el chasquido de una picana eléctrica, nota el olor de las negras quemaduras del tejido chamuscado. La máquina tarda un instante en decidir, luego borra el recuerdo. Su nuevo cuerpo de títere verde y escamoso ya está listo, y tiene trabajo esperándole. El enemigo debe morir. © 2009 Alastair Reynolds por Lavie Tidhar @lavietidhar
(Traducción de Miquel Codony y Cristina Jurado) Esta historia trata de un monstruo en una nave espacial. La nave se llamaba End Blong Rod. El monstruo era yo. # Toda nave espacial es una metáfora porque representa las esperanzas, los sueños, y las aspiraciones imposibles. Son símbolos fálicos, cohetes como penes, naves nodriza como diosas de la fertilidad. El espacio en sí mismo, su inmensa ininteligibilidad resonante, es una frontera, no en el sentido de estar ahí para ser traspasada, domesticada o colonizada —para que sus pieles rojas sean sometidos con las armas, sus rebaños consumidos por incontables incendios, la luz de las estrellas se desvanezca con la llegada del humo industrial y las autopistas de ocho carriles. No. El espacio es una frontera de la mente. Ser un terrícola implica alzar la mirada hacia estrellas tan antiguas y lejanas que nunca seremos capaces de comprenderlas realmente y saber que lo que hay más allá de nuestra frágil atmósfera, soles, enanas blancas y rojas, estrellas de neutrones y agujeros negros, super-gigantes, galaxia tras galaxia expandiéndose en una oscuridad más profunda que cualquier noche, se encuentra más allá de cualquier esperanza, de cualquier sueño, de cualquier comprensión. Un universo nace con un estallido. La vida, duele. # Yo soy yo y también él. Yo soy un humano y un ser anfibio. Una vez, hubo solo un único “yo”. Entonces desperté, aquí en esta nave, y era dos, era más de dos, era la suma de un mundo anegado. Hay un monstruo en mí. Soy un monstruo en él. ¿O a lo mejor esa palabra no significa nada y un monstruo no es más que el extraño que desconocemos y al que, por tanto, tememos? Sus ojos me miran desde el espejo. Su voz falsa me persigue por los interminables pasillos de la nave. # La primera vez que comí un hombre tenía ocho años. En la historia de la humanidad, el canibalismo es algo más frecuente de lo que se piensa. Más que la marca de un salvaje, como algunas de las civilizaciones europeas en alza intentaron hacernos creer, comer la carne de otra persona es señal del mayor de los respetos. En las islas, la gente comía gente desde hace siglos. Más tarde, aprendimos a hablar del devel I kakai man, el espíritu caníbal —la palabra devel procede del inglés devil, traído por los misionarios junto con las biblias y las armas—. Pero uno no come a otro humano por ira o codicia. Uno, por el contrario, se lo come por respeto. “La ceniza a la ceniza, el polvo al polvo” es una mentira que nos fue impuesta pero que nunca creímos realmente. Nosotros creemos en la renovación y los restos de un hombre, una vez digeridos, nutrirán los árboles del jardín de otro hombre. El mango que muerdes ha sido fertilizado con los cuerpos de aquellos que antes lo cuidaron y comieron de él. # Pero estoy divagando. # Nací a bordo del End Blong Rod. Imagina un enorme insecto oscuro, un escarabajo rollizo y sin alas fabricado de metal y roca, de varios kilómetros de largo, arrastrándose a velocidad sub-lumínica para alejarse del sol que alguna vez iluminó con sus rayos las viejas islas de la Tierra. Más allá del sistema solar, el espacio entre los soles se extiende durante años luz. ¿Quién sabe qué vive ahí fuera, si es que hay algo? Los viejos programas de televisión te persiguen a la velocidad de la luz, te adelantan a la caza de planetas distantes todavía no imaginados. El universo está plagado de mundos que dan vueltas alrededor de incontables soles. A veces sueño que nací en un planeta así, girando en torno a un sol amarillo y placentero. Soy un ser anfibio, cómodo tanto en la tierra como en el agua. Mis ojos multifacéticos sobresalen de sus pedúnculos, mi piel verde es escamosa y lisa. Somos un pueblo hermoso. Tenemos a nuestra disposición tres continentes y numerosas islas. Hay una especie aviaria que está construyendo una ciudad-continente en un árbol gigantesco, o quizás se trate de miles y miles de árboles unidos entre sí. Nosotros les dejamos en paz y ellos, a cambio, nos ignoran. O, por lo menos, de esa forma debería ser. Aún así, a menudo no es lo mismo cómo son las cosas y cómo deberían ser, como dos líneas paralelas que nunca se encuentran. Somos tan inocentes, todavía. Tenemos un sueño. Capturamos los peces que nadan en las corrientes cálidas entre nuestras islas. De vuelta a la nave, me tiendo y sueño y pienso en lo agradable que es, aunque seamos tan diferentes, el yo del sueño y yo, que compartamos el amor por las islas. Estamos desarrollando tecnología espacial y sospechamos que los aviarios hacen lo propio. Hay una especie de carrera discreta y bienintencionada entre nosotros, y nos espiamos mutuamente. Nuestro objetivo es la luna. # Soñamos con las estrellas. # Cuando un hombre o una mujer muere en la nave, nos reunimos para celebrarlo. A cada uno se nos da un trozo pequeño y lo masticamos muy despacio, y bebemos kava, y soñamos los sueños de los muertos. He sido educado en las tradiciones del pasado, en la vieja kastom, aunque solo pertenezco a uno de los rangos más bajos del Suqwe. Algún día me convertiré en un kastom jif, e intervendré en las decisiones sobre nuestro futuro. ¿A dónde vamos? ¿Qué queda más allá del espacio vacío? Estrellas extrañas, y planetas extraños. ¿Habrá monstruos allí? pregunto a mi madre. Ella sonríe con tristeza y me acaricia la cabeza. Los monstruos son metáforas, dice, para la gente. # La Tierra es una nave, por supuesto. Viaja a una velocidad formidable a través del espacio, al tiempo que da vueltas alrededor de su sol, que a su vez se mueve. Las propias galaxias se mueven. El espacio está lleno de actividad, movimiento y velocidad. ¿Cuántas especies han transmitido sus mensajes a través del espacio a lo largo de los eones sin escuchar nunca sus respectivas llamadas? Es imposible decirlo. Aquí va la historia: hace tiempo había una raza de criaturas anfibias en un planeta y estalló la guerra. Estoy tumbado y me doy la vuelta, y sueño: las islas se secan y arden, el humo se eleva, los peces yacen muertos y se pudren al sol. Los muertos se cuentan por millones, tanto peces como personas. Dicen que los aviarios dispararon primero. Es posible. En realidad, no importa mucho —la historia ya es bastante antigua. No los culpo. Hice lo que debía hacer, lo que tenía que hacerse. En la otra realidad paralela… tal vez las cosas sucedieron de manera diferente. # Contemplé arder nuestro sueño envuelto en llamas demasiado brillantes. # Nuestro futuro se marchitó, murió. Solo el pasado permanece… # Construimos un aparato. Con los últimos restos de nuestra energía,, mientras esperábamos la muerte, lanzamos una última carga al espacio. Se trata de un aparato de comunicación, o algo así. Detecto en tu mente patrones que describen un entrelazamiento cuántico. Ese término funciona de la misma manera que nakaimas, que también descubro en tu mente, y que es otra palabra para decir majik. Muy bien. Soy el portavoz de mi gente, el kastom jif en tu idioma. Recuerdo las tradiciones antiguas. Nosotros también solíamos compartir la carne de los nuestros, honrar a nuestros muertos al consumirlos. Pero hay demasiados muertos para poder contarlos y permanecen sin comer. Quizá otra vida surja en nuestro mundo algún día. No lo sé. Estoy sepultado en un lugar, que es casi tan grande como vuestra nave. Un espacio cerrado, finito, y estoy solo, y me siento solo. Lo lanzamos al espacio, más allá de la luna, el sol, los planetas exteriores y el cinturón de rocas congeladas que rodea nuestro sistema solar como un halo. Esperábamos encontraros. # Salir al espacio es como follar: una carrera frenética que termina con una explosión y una voltereta. Podemos dejar atrás la gravedad terrestre pero no a nosotros mismos. Allí donde vamos, seguimos siendo humanos. Seguimos pensando en términos de reproducción y provisiones: copular y comer. Lo mismo pasaba con nosotros. A veces pienso que deberíamos habernos quedado, trabajando en nuestros jardines submarinos, criando bandas de peces y niños, haciendo el amor bajo las olas, entonando canciones, contemplando las estrellas… Es duro contentarse con mirar las estrellas. Vivir es soñar, con galaxias y estrellas, con naves espaciales y con monstruos. Es complicado discernir entre lo correcto y lo incorrecto. ¡El universo siempre está ahí, tras la atmósfera, ejerciendo su influencia y su poder! Como un fantasma marino, un devel blong solwota, las figuras humanas que salen del mar, hechas de peces, llaman, llaman de forma tan seductora. El espacio es seducción. Abstenernos de explorarlo sería como negar lo que somos. No quisimos compartirlo. Quizás sea diferente para vosotros. Vuestra nave navega hacia un sol extranjero. ¿Qué encontrareis? Puede que vengáis y me halléis. Hablaremos de la misma manera que lo hacemos ahora. Respetaremos a nuestros muertos. Entonaremos los cantos, tanto vuestras canciones kastom como las mías. Soñaremos juntos sobre futuros tan brillantes como los soles. No hay monstruos. Y no somos tan distintos el uno del otro, tú y yo. ©2015 Lavie Tidhar |