Steve Redwood
(Traducción: Cristina Macía) (Podéis leer aquí la versión original de Steve y comprobar vuestros conocimientos de inglés. Gracias especiales a Cristina Macía por autorizarnos a reproducir su estupenda traducción y al propio Steve por proponer la idea) A la mayor parte de la gente, el nombre de Albert Jenkins no les suena a nada más que a una broma macabra de Pascua. Para los que supimos de la enormidad de su crimen, la cosa era diferente. Éramos conscientes de que nos enfrentábamos al fin de la civilización tal como la conocíamos. No, no exagero ni un pelo. Esta es la información que pude reunir a partir de artículos en el periódico local. El reverendo Albert Jenkins estaba celebrando la misa en la pequeña iglesia de una aldea de Devon, Ashleycombe, tal como llevaba años haciendo. Todo fue como de costumbre hasta el Padre Nuestro. Luego, en vez de ofrecer hostias y vino consagrado, sacó de detrás del altar una bolsita de plástico y volcó su contenido sobre la mesa. ¡Chof! Aquello parecían trozos de carne para guisar. —¡Pan y vino, queridos míos! —dijo, apartándose un poco de la liturgia. Hasta a los más devotos les pareció raro que el pan sangrara—. Es la última moda. Ahora se come el cuerpo y se bebe la sangre todo junto. Así nos ahorramos problemas con el cáliz si alguno tenéis algo contagioso. Si a la congregación de una iglesia la llaman «rebaño» es por algo. Pese a las miradas de extrañeza, cinco pilares de la comunidad aceptaron obedientes la «hostia», hasta que… —¡Esto es carne cruda! —protestó una vieja que en cierta ocasión le había estrechado la mano a Margaret Thatcher, de modo que no tenía reparos en exponer su opinión en voz alta. —Es lo que acabo de decir, ¿no? ¡Venga, traga! Pero la mujer retrocedió y escupió lo que tenía en la boca. Su actitud fue lo que rompió el sacrosanto hechizo. Los comulgantes, que hasta entonces habían masticado obedientemente, recuperaron el sentido común y siguieron el ejemplo de la vieja. El sacerdote se puso hecho una fiera. —¡Imbéciles! Lleváis años dejándoos timar con pan y vino, ¡y ahora que os ofrezco lo de verdad, no lo queréis! ¡Pues os lo vais a comer, cabrones! Saltó por encima del altar, cogió un trozo de la «hostia» que alguien había escupido e intentó metérsela en la boca por las malas a la mujer que se había enfrentado a él. La gente que va a la iglesia suele ser tranquila y leal a sus sacerdotes. Como dijo el bueno de Nitzchi, el cristAlbertismo viene a ser una moral de esclavos. Pero era domingo de Pascua, y todos se habían puesto la ropa de los festivos. Ropa que, en aquellos momentos, se estaba manchando de vino/sangre y vómitos surtidos. Sólo así se explica la ferocidad con que atacaron a su pastor. Una muleta blandida con destreza lo dejó en coma para una semana. En los Archivos Estatales de Florencia hay una carta fascinante fechada el 24 de julio de 1567, enviada por un tal Piero GAlbertfigliazzi al príncipe Francesco dei Medici. «El 19 del presente mes, cuando celebraba misa en la catedral de esta ciudad (...) el sacerdote percibió un sabor y olor repulsivos en el vino consagrado. Pese a ello, lo tragó como pudo. Más tarde, al llegar el momento de la purificación, se negó a probar el vino que se le entregaba, arguyendo que no quería más pis de aquel (non voleva più piscio). Tras manifestar su descontento al maestro del coro y al sacristán, le llevaron un cáliz limpio y vino bueno para que lo purificara. De lo relatado se concluye que se le dio a consagrar orina en lugar de vino. El vicario no ha podido averiguar quién fue responsable de tamaño sacrilegio, pero ha confinado en solitario a un sacerdote de nombre Giobbo...» Nunca llegué a saber si le colgaron el muerto al pobre Giobbo o no. Con un nombre así, es como para que sospecharan de él. Si saco a colación esta anécdota es para demostrar que no era la primera vez que se trasteaba con la hostia y el vino. Hubo denuncia ante la policía, pero a las autoridades no les pareció que la cosa fuera tan importante como para investigar, ni siquiera como para averiguar de qué tipo de carne se trataba. Además, el diácono ya se la había echado a los perros del parque. Pero uno de mis contactos, una mujer, se quedó tan sorprendida por lo que relató el sacerdote cuando despertó del coma que no dudó en llamarme. Yo estaba de vacaciones de Semana Santa en Torquay, en Devon, por motivos sentimentales: visitaba de nuevo el lugar donde se había desarrollado uno de los momentos más dichosos de mi larga y tumultuosa relación con mi querida Katie, el punto exacto donde yo había tirado por el acantilado a su primer amante. Que no hubiera mencionado mi accidente, el tío. Solicité quedarme a solas con el reverendo (mi identificación del Ministerio de Defensa me garantizaba el beneplácito), que de inmediato me soltó una diatriba asombrosa. —¡El Misterio Fundacional de la Iglesia! ¡Y unos cojones! ¡El único misterio es cómo se lo ha tragado la gente tanto tiempo! No son más que juegos de palabras. Transubstanciación: el pan y el vino ya no existen, aunque los tienes delante de las narices. Consubstanciación: el pan y el vino existen, qué menos, pero al mismo tiempo son el cuerpo y la sangre de Cristo. Impanación, Eucaristía, hostia, elementales, campana de consagración, fracción, epíclesis, oblación, credencia, cáliz, patena... ¡palabras y más palabras! ¡Follaje verbal para ocultar la mayor estafa que ha habido en el mundo! ¡Nuestra versión particular del emperador desnudo! No era el discurso que uno se espera de un sacerdote con pinta de tranquilo, pero en mi profesión te encuentras con cada uno... —Predica en casa del perverso, pero hacer vomitar a sus feligreses con un filete crudo no es la solución, ¿no le parece? —Con carne. —¿Qué? —Era carne, no un filete. Usted se pierde por los pecados de la carne, no por los pecados del filete. Como estaba de vacaciones opté por no romperle un brazo. —¿Quiere decir que les dio carne humana? —Claro. ¡La humanidad sólo se salvará a través de la verdadera Eucaristía! Juan 6, 53-54: «Jesús les dijo: “En verdad, en verdad os digo: si no coméis la carne del Hijo del hombre, y no bebéis su sangre, no tenéis vida en vosotros”». ¡Más claro, agua! —Todavía tengo el resto del cuerpo en casa —añadió, muy preocupado por si se me ocurría dudar de su palabra. Así que llamé a mi contacto y entre los dos lo vestimos y lo llevamos a su adosado en menos de lo que tarda un eyaculador precoz. Lo primero, la nevera. Contenido: leche desnatada de hacía una semana, unas cuantas verduras ateridas y una bolsa de plástico con unos diez kilos de lo que a primera vista parecían dados de carne para guisar. Luego, el congelador. Contenido: tripas variadas, dos brazos, una pierna y una cabeza pegada a poco menos de medio torso. De pronto aquel tipo me inspiraba hasta respeto. Tal vez más adelante podríamos reclutarlo. Lo malo era... la cabeza. Lo juro, la cabeza miraba hacia arriba con serenidad, con una sonrisa cálida y compasiva en los labios congelados. Sólo con verla tenía la certeza de que aquel tipo habría comprendido por qué organicé el encuentro mortal del segundo amante de mi querida Katie con una excavadora. Pero eso no era todo. También tenía unos agujeros muy feos en las manos y en el pie. No se puede echar la culpa de todo a la comida basura. Aquello empezaba a darme muy mala espina. —¿Quién era este... caballero? —pregunté procurando no alzar la voz. —¿Quién va a ser? Jesús. Lo que me esperaba. —No, que quién era de verdad. —Se me quedó mirando desconcertado—. Usted sabía que era Jesús de incógnito, por supuesto, pero ¿quién pensaba el resto de la gente que era? ¿Bajo qué identidad ocultaba Su Divina Refulgencia? ¿A qué se dedicaba? ¿Dónde vivía? —Vivía aquí abajo, claro, en mi sótano. Nunca lo vio nadie más. No lo cloné para eso. Aquello me descolocó hasta a mí, que estoy preparado para lo inesperado. Vale, lo de clonar es lo más hoy en día, pero hay que clonar a partir de algo. Por eso conservo el meñique de mi querida Katie, por si acaso un día se me va la mano, aunque reconozco que cuando se lo corté lo hice por puro placer. Es que estábamos en medio de una de nuestras riñas. —Se estará preguntando de dónde saqué el ADN. —El amable reverendo me dedicó una sonrisa indulgente—. Permita que le vuelva a citar a San Juan, capítulo 20, versículos 6-7: «Llega también Simón Pedro siguiéndole, entra en el sepulcro y ve las vendas en el suelo, y el sudario que cubrió su cabeza, no junto a las vendas, sino plegado en un lugar aparte.» ¿Por quién me había tomado? ¿Por el típico asesino inculto? —¿La Sábana Santa de Turín? ¿Ese trapo viejo que se supone que envolvió el cuerpo de Jesús en la tumba, y al parecer tiene impresa una imagen que es el negativo fotográfico de un hombre crucificado? A mí no me venga con esas. Hace años le hicieron la prueba del carbono 14, y se demostró que era de la Edad Media, no del Siglo I. —No se demostró nada —replicó Jenkins, que por primera vez parecía un poco picado—, porque sólo se tomaron muestras muy pequeñas del borde del tejido, que bien podrían estar contaminadas por acreciones posteriores. Pero sí, su autenticidad es dudosa, y encima habría sido imposible robarla de la catedral de Turín. Demasiada vigilancia. Además, yo lo que necesitaba era sangre, y era mucho más probable que la consiguiera del Pañolón de Oviedo. Mierda, me había pillado. ¿El Pañolón de Oviedo? Bueno, mi deporte favorito es romper brazos y piernas, no leer Cuentos de Hadas para Fanáticos Religiosos. Me contó que la Catedral de San Salvador, en Oviedo, en el norte de España, tiene fama por una cosa: es la única catedral del mundo con una sola torre. No se debe a un diseño minimalista, sino a pura y simple pobreza. Pese a ello, la catedral tuvo mucho prestigio. El propio Cid echó unos tragos de vino en ella en 1075. El motivo fue el cofre de plata de la Cámara Santa, que contenía lo que se creía que era el sudario, el paño que envolvió la cabeza de Jesús en la Cruz para empapar la sangre y el suero que le salían de la nariz, y que alguien sacó de Jerusalén en tiempos de la invasión persa, llegó hasta Sevilla y luego fue trasladado al norte ante el avance de los moros. Pero los tiempos cambAlbert, y pocos saben qué es el Pañolón de Oviedo. La Sábana Santa de Turín se ha llevado toda la fama. Los italAlbertos tienen más tirón que los españoles, y además, allí vive el Papa. Jenkins me explicó también que el Pañolón sólo se exhibe tres veces al año, dos en septiembre, por San Mateo y por la Santa Cruz, y otra en Viernes Santo, y me contó cómo se había colado y lo había robado a finales de septiembre, sabiendo que nadie lo echaría en falta en seis meses. Luego, a partir del ADN que encontró en él, clonó a Jesús. Yo ya estaba perdiendo la paciencia. Vale, el tío tenía su gracia, y se le daba bien cortar brazos y piernas, pero ¿me había tomado por gilipollas? Ya sé lo de Dolly, Polly y Golly. Ya sé lo de todos los ratones, vacas, gatos, cucarachas y supermodelos que han clonados desde entonces. La clonación lleva tiempo. Y no sólo seis meses. —¡Así habla un alma descarriada! —suspiró Jenkins con tristeza—. ¿No le parece que un dios crecerá pelín más deprisa, idiota? No le faltaba razón, pero de todos modos le di un revés. En mi oficio, es como un acto reflejo. Además, el tercer amante de mi querida Katie fue un cura. Fue tan amable como para poner la otra mejilla, así que le solté otro, y luego bajamos al sótano; y sí, se había montado un laboratorio impresionante. (Más adelante me enteré de que Jenkins no era el primer sacerdote al que le daba por los laboratorios. Por lo visto, el personaje de Hoffman, el científico loco de Der Sandmann, se basó en el sacerdote católico romano Lázaro Spallanzani, que mataba el tiempo cegando murciélagos, decapitando caracoles y resucitando animales microscópicos secos. También resultó, qué cosas, que en cierta ocasión Jenkins había rechazado un puesto en el Roslin Research Institute —ya saben, donde clonaron a Dolly—, porque según él Wilmut y los demás investigadores eran «unos aficionados y unos timadores» y porque «sus conocimientos sobre genética eran de un superficial que daba pena».) En un rincón del laboratorio había otro congelador con la puerta colgando de una bisagra, y los estantes llenos de lo que a primera vista parecían huevos de pascua para Hobbits desnutridos. Pero eso sólo lo advertí a nivel subliminal. Porque, junto al congelador, había una cruz. Una cruz usada. Sin ocupante en aquel momento. Pero usada. No me pregunten. En mi profesión, esas cosas se saben. —Pero ¿por qué demonios tuvo que crucificarlo?--pregunté al reverendo, que con sumo cariño liberaba a una mosca atrapada en una telaraña. —¿Es que no sabe usted nada de nada? —Me miró con compasión—. ¿Dónde estaríamos ahora si el Hijo de Dios hubiera llegado por primera vez, hubiera echado un vistazo por Palestina como la reina Isabel por Australia, y luego se hubiera vuelto al Cielo con unas teteras para turistas de Oriente Medio como recuerdo y unas fotos con el emperador de Roma? Tenía que morir crucificado para limpiar nuestros pecados. El poder estriba en el cuerpo crucificado, ¡crucificado! En eso se basa todo. Pues, con mi nuevo Jesús, igual. ¡No se vaya a pensar que me hizo gracia! ¡O que me resultó sencillo! ¿Alguna vez ha intentado subir usted solo a una cruz a un hombre que se resiste? Bueno, yo solo no. Por aquel entonces, mi querida Katie y yo aún estábamos muy unidos. Fue al tipo que cortó en pedazos... En fin, no quiero pensar en eso ahora. ¡Pero que conste que él sí se lo tuvo bien merecido! —¡Y ni se imagina las cosas que me llamó! —seguía rememorando el reverendo—. ¡Vaya si se le notaba la sangre real! —La sonrisa amable del fanático tolerante revoloteaba en sus labios. Siempre pensé que el Jesús original también debió de soltar unos cuantos tacos. «Perdónalos, señor, porque no saben lo que hacen». ¡Sí, hombre, y qué más! En fin, el caso es que teníamos entre manos un asesinato un tanto macabro. Un sacerdote de aspecto bondadoso se consigue colar en una catedral española, roba una reliquia guardada tras una reja de hierro, clona de manera imposible a un ser humano a partir del más que viejo ADN del trapo, acelera el crecimiento para obtener un hombre adulto en pocos meses, lo crucifica, lo pica en trozos tamaño hostia y ofrece los pedacitos a su parroquia el día de Pascua. La cosa pinta fea, ¿eh? ¡Pues no es lo peor! Los huevos. Los huevos de pascua. El reverendo se fijó de repente en el congelador abierto, se precipitó hacia él y revolvió entre los huevos —que según pude ver en aquel momento eran de cristal, no de chocolate— con la ferocidad con que un hombre inesperadamente afortunado pero mal preparado busca un condón sin usar. Todos los huevos tenían en un extremo un orificio esférico. —¡Se han escapado! —aulló. El reverendo Albert Jenkins era un auténtico visionario, que amaba a toda la humanidad y no quería limitarse a salvar las almas de su pequeño rebaño aquel día de Pascua, sino que tenía planes para acabar de una vez por todas con el fraude de la Eucaristía. Un cordero providencial había proporcionado el útero para Jesús (que ya no era el Cordero de Dios, sino el Dios del Cordero), pero había conservado un centenar de embriones, que pensaba implantar en otros tantos corderos providenciales y desprevenidos. Reconozco que lo que sigue es una mera suposición. Por lo visto, se ha investigado poco y mal sobre los cromosomas divinos. La célula divina típica no obedece necesariamente las mismas leyes que una humilde célula desprovista de divinidad, como había descubierto Jenkins con su Jesús acelerado. Ciertas facultades pueden desarrollarse antes que los órganos que por lo general se asocAlbert con ellas. Por ejemplo, el sentido del oído puede preceder a la oreja. Las oraciones no sólo tienen que llegar al Cielo, que una autoridad muy bien informada me ha dicho que está un rato lejos, sino que con frecuencia ni siquiera se verbalizan hasta que uno llega al lecho de muerte, momento en el cual la voz tiende a ser un tanto exigua. Puede que el esfuerzo constante para escuchar estas plegarias en el lecho premortem haya hecho que el oído divino se desarrolle de manera preternatural. El reverendo había crucificado a su Jesús a escasos metros de los embriones. ¿Y si habían oído el ruido de los clavos? ¿Y si habían presentido lo que les aguardaba y, durante la semana en que el reverendo pasó en coma, habían acelerado su propio crecimiento para darse el piro? ¿Quién no lo habría hecho en su lugar? Por supuesto, tenía que informar de todo aquello a la Sección Trece. Y me dieron las instrucciones que me imaginaba. Localizar y destruir. El mundo se rige por el imperialismo económico y, a juzgar por el numerito del JC original con los prestamistas del templo, a sus clones no les iba a parecer nada bien. Por no hablar de algunos de los Mandamientos. Nada de otros dioses: fin de la música pop y de la industria del cine. No matarás: fin de la industria armamentística. No dirás falso testimonio: fin de la política y de la diplomacia internacional. No codiciarás la vaca ni la esposa de tu prójimo: fin del capitalismo y de la sana competencia. En resumen, que vivir según los preceptos cristAlbertos no tardaría en acabar con el mundo cristAlberto. Los días siguientes fueron un tanto estresantes. El mejor golpe de suerte de la Sección fue cuando consiguieron arrinconar en Portsmouth al grueso de los jotacés, pero estos recordaron sus viejos trucos y cruzaron andando el Canal hasta la isla de Wight sin dejar de hacer gestos groseros. Pura arrogancia. Al día siguiente, una bomba nuclear voló la isla. Se siente por los habitantes, pero la Sección Trece no puede dejar que los árboles le tapen el bosque. Después de aquello sólo quedaba hacer limpieza. Tres jotacés cometieron la estupidez de ir al Vaticano, donde los alabarderos de la Guardia Suiza se encargaron de ellos por orden directa del Papa en persona, que aún se retorcía furioso y mascullaba incoherencias en su balcón. Bueno, es lógico, era el que más tenía que perder. Un poco como el rey Lear de Shakespeare: Una vez delegas el poder, no quieren devolverlo. El Centro Simon Wiesenthal echó mano de la experiencia y dio cuenta de otra media docena de jotacés. Unos cuantos se delataron por su reacción alérgica a la mera visión de una cruz, y a otro puñado los pillaron en prostíbulos. Lo típico, cada generación se rebela contra la anterior. Un fugitivo más astuto que los demás llegó incluso a camuflarse como prestamista, pero se delató por ofrecer precios justos a sus clientes. Sí, los jotacés de Jenkins se sabían todos los trucos habidos y por haber, pero la Sección Trece tiene tentáculos en cada país del mundo. Pronto estuvimos seguros de que les habíamos echado el guante a todos. A todos menos a uno. Igual que Woody Allen en Zelig, este aparecía en cualquier lugar. En la plaza de TAlbertanmen, en el césped de la Casa Blanca, en la Plaza Roja de Moscú, en la Meca, en las orillas del Ganges, en el Camp Nou... Allí donde se congregara una multitud aparecía él para sacar la lengua, hacer pedorretas, lanzar amenazas horripilantes y desaparecer de inmediato, antes de que nuestros agentes pudieran llegar a él. Decidí tomarme tiempo. Sabía que iría haciéndose cada día más humano. Sabía que, al final, caería víctima de la más elemental de las debilidades: el deseo de venganza. Sabía que, algún día, volvería para arreglar cuentas con el reverendo Albert Jenkins. Y eso hizo. Y yo estaba allí, esperando, con mi Kalashnikov. ***** Tiene planes. Grandes planes. Grandes planes aterradores. Perder a noventa y nueve hermanos. Ahí es nada. Se te agria el carácter. La otra noche, mientras nos tomábamos unos daiquiris, comentó que, viendo cómo había resucitado el día de Pascua, iba a esperar a Todos los Santos. Samhain. Y no iba a levantar los espíritus de los muertos, sino lo que quedara de sus cuerpos. —«Porque así como el Padre levanta a los muertos y les da vida, asimismo el Hijo también da vida a los que Él quiere». ¡Lee el capítulo 5 de Juan si no me crees, so pagano! —Me dio unas palmaditas en el hombro—. El diablo no es el único que puede citar las escrituras, que te enteres. ¡Venga, hombre! El arma era sólo para demostrarle que no negociaba por debilidad. ¿Acaso se piensan que iba a matar a un tipo capaz de curar a los enfermos? ¿De resucitar a Lázaro? Para un tipo así, mi embarazoso problema no era nada. Ya no cojeo, y es genial volver a tener cojones. Ahora que vuelvo a ser un hombre completo, mi querida Katie está conmigo otra vez. Supongo que esa era la raíz de nuestros problemas. A cambio le tuve que entregar al reverendo, claro. Y la verdad es que me dio un poco de pena ver al viejo morir así -¡de cabeza, encima, y a la vista de todos, en la Cúpula de San Pablo!-, pero al fin y al cabo él tenía planeado crucificar a otros cien jotacés. Pues sí, lo cierto es que me lo voy a pasar muy bien trabajando para mi nuevo jefe. ***************
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por Daniel Pérez Navarro
A Alfred Portátil, dibujante y visitante de Kalamazoo 1. Large Water Derrama un cubo gigante de nata y te harás una idea de lo que él ve a través de la ventana del Paris Cleaners. Ahí fuera todo está bañado en leche. Los coches, los tejados, las carreteras. Surcos paralelos de barro y nieve levantada como únicos trazos visibles en el suelo. Las ramas de los árboles están dibujadas en tinta sobre un cielo en negativo. Unas veces es el sepia de un tebeo viejo y otras, el blanco y negro de una tira dominical. Sin ellos dirías que el paisaje es una página en blanco o que algún programador olvidó llenar de píxeles la escena. Está dentro de un cuadro de Hooper, pero el día que el pintor solitario se dedicó a bosquejar con un lápiz algunos de los contornos y dejó el resto para después. —¿Nunca has estado a menos veintidós? —le pregunta Ana. —Negativo. Piensa en lo que significa esta temperatura y ten en cuenta que nació en el sur: -22º Se le ha olvidado qué han venido a comprar al Paris Cleaners. Ana se lo ha dicho, pero no presta atención. Ahora tampoco. La cabeza aún no se ha bajado del avión. 18 horas y 45 minutos, contando transbordos y esperas. Y que dé gracias porque no ha habido retrasos. La mayor parte del tiempo la pasó durmiendo, apenas recuerda algo del viaje en avión. —Dime la verdad. ¿Has sentido alguna vez un frío como el de Kalamazoo? —Nunca. —¿Y has visto un lugar más blanquecino que este? —Tampoco. Ana Luna tiene la cara regordeta, los ojos pequeños y hundidos y además es rubia natural. Aunque no llevara viviendo en uno de los condados del estado de Michigan una decena de años, podría pasar por cualquiera de los que viven allí. Es la anfitriona y amiga. Y Portable, su invitado. 2. The National Deer Van a tomar una cerveza. Portable acaba de llegar y se aloja en su casa. La invita, qué menos. Es un turista en USA. Esperaba encontrarse en algún momento con el Ratón Mickey, pero no imaginaba que vería sus enormes orejas de nieve apostadas en la entrada del bar favorito de Ana Luna. Un cartel avisa: no se permite la entrada de mascotas. La intimidad está garantizada. Entran. Se fija en una pared enorme, también pintada de blanco. Los surcos entre los bloques rectangulares de piedra están marcados con goma, como si las ruedas de una Harley en miniatura hubieran trazado un circuito para muñecos. Pero eso no es lo que llama la atención. —¿Sabes qué diferencia existe entre un ciervo, un reno y un alce? -le pregunta Ana. Dice la verdad. —Ni idea. —Están de moda —ella se refiere a esculturas de madera, a ciervos en versiones infantiles de papel maché, a cornamentas de plástico fluorescente, pero la enorme cabeza que decora la pared de The National Deer no es de mentira—. ¿Qué te parece? De nuevo dice la verdad. —Un poco rancia. —La colgaron cuando a Captain America lo dibujaba Sal Buscema. Ya sabes, algo menos desenfadado y más provietnamita. Decoración de los 70. Se acuerda de esos antros perdidos en alguna carretera secundaria de Sierra Morena, donde cazadores como su padre desayunaban carajillos y almorzaban conejo con patatas fritas. Alguien siguió al pie de la letra las instrucciones del buen taxidermista. Una pared despejada para que quepan las astas. Suficiente altura para que nadie acabe con uno de esos cuernos metido en el ojo. Anclaje seguro en la piedra para que no se caiga el soporte. —Este sitio mola —dice él. Saca una foto de la cabeza del ciervo. Aplica un filtro y la cuelga en Instagram. Un viejo apoyado en la barra apura el culo de su cerveza y le señala con un dedo. Simula apretar un gatillo. —Tú eres su novio. No se molesta en aclarárselo. Tres cuartas partes de la población son de raza blanca. Habrá estados muy poliétnicos en el país, pero la ciudad en la que él se encuentra no es de muchos colores. Ha visto pocos afroamericanos. Para dar con un ragtime genuino tendría que alejarse de la nieve y bajar varios miles de kilómetros. Alguien que hable español o latino llama bastante la atención. Los habituales de The National Deer sienten curiosidad y se muestran abiertos. Habla en voz alta, para casi todos, durante cerca de media hora. El viejo es el único que no hace preguntas. Hay un momento en el que el que le confundió con el novio de Ana levanta el vaso vacío. Le saluda y lo deja después en la barra. —¿Y cómo se te ha ocurrido venir a esta mierda de sitio? 3. Mr. Portable Todos se giran hacia él. Esperan una respuesta. Hasta la cabeza disecada de ciervo presta atención. ¿Por qué Kalamazoo? —Ana me invitó. Respuesta incorrecta. Eso es una evasiva, ya saben que le invitó. Con su vecina de barrio no se han atrevido a ir más lejos, pero el viejo sin freno en la lengua ha abierto la veda. Aguardan en silencio. Tendrá que añadir alguna cosa. —Soy dibujante. —¿Y qué dibujas? —le pregunta Casey. Casey tiene el pelo enmarañado y tres niños, dos gemelos de 7 y el mayor de 9. Luego le explicará que cuando está harta y necesita un respiro, coge la puerta, se los deja a su esposo y se esconde allí durante media hora. —Un poco de todo. Ahora estoy centrado en los cómics. —Tenemos otro Craig —ella se refiere a Craig Thompson. El autor de Blankets nació en el Estado de Michigan—. ¿Vas a hacer una historia sobre nosotros? —Tal vez. —Entonces no has venido a eso. Podría haber respondido que sí, que estaba allí para documentarse, escribir un guion y tomar fotografías y apuntes a lápiz del lugar. Siguen esperando una respuesta. —¿Cómo te llamas? Ana no nos lo ha dicho. —Portable. —Muy apropiado —Casey también le señala entonces con el dedo, como si hubiera estado ingenioso. No es el primero que cuando pisa suelo norteamericano tiene la ocurrencia de anglificar su nombre. En este caso, lo que ha trasladado a la lengua de Daniel Clowes es un alias. Mister Portable —repite Casey—. ¿Algo tuyo que podamos leer? —En inglés, nada. Y aquí no está distribuido. —Sólo en Europa. —Sólo en mi país. Ana le echa un cable. —Allí el cómic es una puta de carretera. Todos entienden la comparación. Portable no tiene que lamentarse y repetir lo del mercado pequeño, el limitado número de lectores, la apatía de un aparato cultural insensible a las viñetas, el menosprecio de una crítica integrada por oficinistas. —Ey, aquí también —dice Casey. —No es lo mismo la Ford —dice Ana. Ella se lo explica, él es el único que no sabe qué quiere decir. Un empleado que ensamble piezas en un Ford Focus para la Motor Company en Michigan recibe cerca de 30 dólares por una hora de trabajo, mientras que otro de la misma compañía en México cobra 4 dólares. Le molesta la comparación durante 4 o 5 segundos. —Ni siquiera existe un Captain Spain de ficción que luche contra el gobierno y defienda la igualdad y las libertades, sólo una parodia, la del caballero de la triste figura —dice ella para acabar de convencerle. Ana es más inteligente y también ha leído más. Él asiente con la cabeza. Sigue en The National Deer y aún no ha respondido a la pregunta. Esta vez no desaprovecha la oportunidad. Se lo han puesto en bandeja. --Crisis and corruption. Es la primera vez que no traduce mentalmente lo que va a decir, le sale de forma natural. Nada de sol y toros. Escapa de una cuna muerta. USA es el país de las oportunidades. El viejo arquea las cejas como si no se lo acabara de creer. 4. It's not enough Después de bajar del avión y antes de entrar en Estados Unidos, Portable había tenido que agujerear la aduana y luego atravesarla. La barrera que se interpuso entre la Terminal Internacional del Aeropuerto O'Hare de Chicago y la Nada -pues nada había, aunque físicamente no lo pareciera, entre la pista de aterrizaje y los mostradores de venta de billetes y alquileres de coches y los restaurantes del otro lado, donde oficialmente comenzaba USA- era una inspectora del control de inmigración obesa y muy pecosa que examinó sus documentos con celo de portero de disco. Antes de enfrentarse a la guardiana del castillo, tuvo que aguantar una hora de espera. De pie, porque no quedaban asientos libres. Con los papeles en la mano. El aspecto de Portable debió de parecerle sospechoso. O así debía actuar con los que tenían greñas, en lugar de pelo, y llevaban camiseta ocre sobre jersey desteñido, en lugar de chaqueta. Que cuánto tiempo iba a permanecer en el país. Se lo dijo. —Tres o cuatro meses. Que no es lo mismo tres que cuatro, hay un importante mes de diferencia. —No se lo puedo decir. Es un poco improvisado. Que dónde se iba a alojar en Chicago. —No me quedo en Chicago. Voy a Kalamazoo. Que cuál era el sitio exacto al que pensaba ir dentro del estado de Michigan. Le dio la dirección de Ana Luna. No le explicó que su amiga vivía en una casa de dos plantas con un gato porque a aquella oficial tan seria no le parecería un dato relevante. Que cuál era el motivo de su visita a Estados Unidos. —Visitar a una amiga, mejorar el nivel de inglés y conocer a un escritor que vive en Kalamazoo. La inspectora negó con la cabeza. —Eso no es suficiente. —¿Qué no es suficiente? —No es suficiente. —¿Cómo no va a ser suficiente? —No es suficiente –repitió ella. —No sé qué más espera oír. —Me tiene que decir algo más, señor. —Pero es que no hay más. —Lo siento. No es suficiente. La frase de marras taladró la cabeza de Portable y resonó una y otra vez en las casetas abiertas de Budget Rent A Car y Alamo Rent A Car. Entonces ella le cosió a preguntas. Que en qué trabajaba. —En nada. Que cómo es que no tenía trabajo. ¿Acaso era un sin techo? —En mi país, la gente de mi edad no trabaja. Bueno, algunos sí. Pero muy pocos. De los que se quedan, pocos. No tengo empleo en este momento. Que cuánto dinero tenía en el banco. —¿Habla en serio? ¿Se lo tengo que decir? Que cuánto dinero tenía en el banco. Por el tono de voz que ella empleó, no parecía que fuera a repetir la pregunta una tercera vez. —Tiro de los ahorros que me quedan. Unos dos mil quinientos euros. Que cuánto era esa cantidad en dólares. Lo calculó y también se lo dijo. Que si Ana era su novia. —No, no es mi novia. Que entonces qué era. —Una amiga. Por la cara que puso la oficial de aduanas, tampoco esa vez era suficiente. —Una vez nos enrollamos. Eso fue hace mucho tiempo. Ahora no hay nada entre nosotros. Somos amigos, ya está. Sólo amigos. Portable meneó la cabeza. ¿En serio le estoy contando esto? —Mi amiga, la que se vino a Estados Unidos, me invitó a su casa a pasar unos días con ella y yo le dije que vale. Surgió. No hay más. Que tres o cuatro meses no son unos días. Que si la casa de su amiga le pertenecía a ella o era de alquiler. —¿Y eso qué más da? Que respondiera a lo que se le preguntaba. —Creo que es de ella. Que quién era el tipo al que decía que quería conocer. —Un guionista de cómics. Que si era famoso. —No es David Mazzuchelli, si es a eso a lo que se refiere. Que si conocía de algo a ese Mazzuchelli. —No, claro que no. Estamos hablando del autor de Asterios Polyp. American Book Artist, American Book Writer, Superhero Comic Book Storylines. La oficial no le entendía o no le creía. —Mazzuchelli vive en New York. El autor el que quiero conocer, en Kalamazoo. No es famoso. Así durante cerca de una hora. Lo último fue la toma de huellas dactilares y de una fotografía. Luego le sellaron el pasaporte y, sin mirarle, le dejaron entrar en el país. 5. Fell down from the sky La anécdota de lo que le pasó en el Aeropuerto O'Hare es la última que escuchan los fieles de The National Deer. El camino hacia la casa de Ana Luna lo hacen en un Chevrolet. El modelo que ha comprado su amiga es de los más pequeños y asequibles. Una pulga amarilla razonablemente cómoda. Portable imaginaba que el auto de Ana se parecería a los que usaba Harry Callahan: una tanqueta con ruedas muy espaciosa que recorría carreteras infinitas y dejaba a ambos lados llanuras que se perdían en un horizonte también grande. No es así. Tampoco lo de la línea del horizonte. El vaso de yogur gigante se ha derramado desde el cielo sobre todo lo que abarca la vista y los toppings que decoran el paisaje apenas dan algo de color. Ana señala el cartel rojo de una Speedway. —Tengo que echar gasolina. Estaría bien que compráramos una barra para la cena. —Voy a por el pan —dice Portable mientras señala la tienda, cerca de los surtidores. De noche y desde lo alto, Chicago había pasado ante sus ojos como una alucinación. Un panel interminable de luces amarillas y rojas cubría lo que la vista podía encerrar. Chicago como un circuito electrónico ampliado tropecientas mil veces. Lo recordó al ver un cartel promocional con las entrañas de una tablet a la vista: puertos y salidas de video al final de un laberinto misterioso de líneas verdes. A continuación, la sorpresa. No se lo acaba de creer. —¿Has llenado el depósito con quince dólares? —Sí, claro —responde Ana con naturalidad. —Eso son doce o trece euros. —Aquí está más barata. —La barra de pan me ha costado tres dólares. Has llenado el depósito con cuatro barras de pan. Tres dólares el pan, Ana. Y doce, llenar el depósito. Llegan a la casa. Una pequeña parcela individual para una construcción de dos plantas. El tejado dos aguas está completamente cubierto de nieve. La cochera es un anexo. Llevan a ella dos raíles marcados por los neumáticos al entrar y salir, en medio de la alfombra blanca. Suelo laminado para los pies (Ana le invita a dejar los zapatos en la entrada y a caminar por dentro en calcetines). Gas natural con el que calentar el salón, la cocina y el aseo de la planta baja, además del cuarto de baño y las dos habitaciones de la planta de arriba (Portable se alojará en el que es el cuarto de invitados, al lado del dormitorio de ella). No tiene sótano, pero la cochera sirve también de trastero. —Ahora conocerás a McReady —dice Ana Luna cuando entran en el salón. McReady, el gato. Cabeza más ancha que larga y orejas rectas, ojos medianos con forma de nuez, cola apretada de pelo denso. Blanco, cómo no. 6. Alien Cat Deja lo de pequeño, peludo y suave para los burros. No permite arrumacos en la cola, ni en las orejas, ni el hocico, como si las partes negras estuviera prohibido tocarlas. —Es muy leal —dice Ana. Se refiere a ella. Leal con ella. —No sé si tu gato y yo nos vamos a llevar a bien. —Claro que os vais a llevar bien. Puede funcionar. Siempre que Portable sea consciente de su sitio. La escala se parece a la de los oficiales de un ejército. El tipo del jersey viejo y descolorido que acaba de llegar es el Recluta Patoso. —Se te ve cara de cansado. —Será por el Jet Lag. —¿Quieres comer algo antes de dormir? —La verdad es que no tengo mucha hambre. —Ve a tu dormitorio. Mañana seguimos hablando. —No digo que no. Por la mañana, le saluda la misma postal de nata montada sobre un merengue. Mira a través de la ventana de la planta de arriba. Sin la ayuda del reloj de su móvil, no sabe decir si son las 7.02 a.m., las 1.53 p.m. o las 5.29 p.m. Desayunan el pan del día anterior, tostado y con mantequilla, además de zumo de naranja, huevos revueltos, galletas de varios sabores de una caja roja de Mrs. Fields y café. —Ayer soñé con McReady —dice Portable mientras mastica el borde de una tostada del tamaño de la Interestatal 90. —¿Qué McReady? —pregunta Ana. —El otro McReady. —Recuerdo que vimos juntos la película un par de veces. —Y yo que Russell te ponía. —Prefiero a los hombres con una barba de la que pincha. —Con el frío que hace en Kalamazoo, Kurt Russell estaría muy cotizado. También aparecía tu gato en el sueño. —Qué interesante —dice Ana después de apurar un vaso de zumo de naranja, sin mirarle, mientras se dispone a untar una tostada con mantequilla. —Primero salía el gato. Luego el otro McReady. Quiero decir que tu McReady se convertía en Kurt Russell. —Es una paranoia de las buenas. —En el sueño no era guay. El gato también era alienígena. —¿Alienígena? —La Cosa ha logrado sobrevivir. —Por fin das tu brazo a torcer. McReady es un alien. —Eso lo dices tú. Lo único seguro al cien por cien es que después de que la estación vuele en pedazos, quedan dos supervivientes, McReady y Childs, y te recuerdo que Childs aparece de ninguna parte diciendo que se ha perdido. La Cosa puede ser Childs. —McReady es el único que consigue sobrevivir a la explosión. Y sin un rasguño. —Además de Childs. —Childs no estaba dentro de la estación. —Admito que McReady puede ser la Cosa. —Antes no aceptabas esa posibilidad. —Porque Kurt Russell me cae simpático. Hay tres posibilidades. Los dos son humanos, Childs es la Cosa o McReady es la Cosa. La cuarta, que ambos lo sean, está descartada, no tendría sentido que disimularan uno delante del otro. El gato balinés está a los pies de Portable. Te aguantas, dice la mirada del treintañero. Aún no existe una variedad de galletas con hígado de cerdo metálico en Mrs. Fields especial para mininos. Comen en silencio durante los siguientes diez minutos. —Tu gato se convertía en Kurt Russell con barba y sombrero de cowboy. Se sentaba en mi cama y decía: No es suficiente. —Recuerda la risita de McReady, justo al final. No se ríe hasta entonces. —Es sarcástica. —En eso estamos de acuerdo. —Porque Childs y él van a morir. —O porque él es otro. —Hay una teoría que dice que McReady le tiende la botella de whisky a Childs para contagiarle. Y que por eso está tranquilo y suelta: Esperemos a ver qué pasa. —Ahí lo tienes. —Otra sugiere que McReady es la Cosa desde la mitad de la película y que juega con los hombres de la estación. Su plan sería quemarlo todo y que le encuentren congelado y lo saquen de la Antártida. —Pasa la prueba de la sangre. —Ya. Es una posibilidad retorcida hasta para un republicano o un pepero. —Cuidado con lo que dices. —¿Quién me oye, aparte de ti y McReady? 7. You Need To Believe Terminan de desayunar. Portable ayuda a Ana a retirar la nieve para que el Chevrolet amarillo pueda salir. —¿Quieres llevarlo algún día? —ofrece Ana. Portable niega con un gesto de mano—. ¿Te has sacado ya el carné de conducir? —Soy el de siempre. —Eso es que no. —Eso es que no. —¿Y si alguna vez lo necesitas? Portable se encoge de hombros. —No será tan difícil que me haga con uno. —Vaya. Qué chulito. Ana entra en el Chevrolet. No está de vacaciones, esa mañana le toca trabajar. Su instituto se encuentra a 15 millas de distancia. Como ella le dijo antes de que viniera: si en Kalamazoo no tienes coche, estás perdido. Todo está tan cubierto de nieve que pasear se considera una aventura de intrépido explorador. Todo está lejos, desde una farmacia de 24 horas a cualquier sucursal de Wells Fargo Advisors. Portable se apoya en la ventanilla que Ana ha bajado. —No te preocupes por mí. Pasaré la mañana en el salón, calentito, haciéndole compañía a McReady. Aprovecharé para dibujar. —Esta tarde vienen Clarissa y Fred. Por fin conocerás a tu ídolo. —Por fin conoceré a Fred. —Clarissa también es maja, ya lo verás. —Me dijiste que fue finalista del Booker por una novela que publicó hace años, ¿no? —Buena memoria. Esa es Clarissa —Ana empieza a subir el cristal, pero lo detiene antes de que se cierre por completo—. Oye, sé que te gusta cocinar, pero no tienes que preparar nada para la noche. —Es lo menos que puedo hacer. —Eres mi invitado y lo tengo todo previsto. Tampoco te preocupes por el almuerzo, ¿de acuerdo? Media hora después, Portable está delante de la tele apagada, arropado con una manta y el cuaderno de notas abierto. Sujeta un roller de color negro con la izquierda, para eso es zurdo. Sólo tiene que cerrar los ojos y liberar la mente. Se imagina que está saltando de un rascacielos a otro, de azotea en azotea. Los edificios de su cabeza tienen montados sobre la última planta unos tendederos típicos de su país, en lugar de una lujosa y moderna piscina. Muchas veces dibuja de ese modo. A ciegas. Como ahora. La tinta del roller negro forma un esqueleto de pequeños huesos cuadrados y rectangulares. Primero las cuatro extremidades. Luego el cuerpo. Por último la cabeza. Es un gato balinés mecánico. En la nuca de aleación alguien ha grabado su número de serie y una frase que puede significar cualquier cosa: YNTB. Él sabe de qué se trata: son las iniciales de You Need To Believe. En la siguiente viñeta dibuja a Ana, con su cabello largo y algo más rechoncha de lo que es realmente. Su amiga se ha encaprichado de un gato artificial. Ana no se cansa de mirarlo. El pelo de la mascota es fino y sedoso y la cola indolente y larga. La cubierta de piel es una imitación muy buena y el plástico que recubre el armazón industrial parece tan carnoso que sólo los muy expertos lo distinguen del anatómico de los auténticos balineses, los que se formaron a partir de embriones, como tú y casi cualquiera. Portable nota cómo la mano se va calentando. Las ideas empiezan a fluir con naturalidad. Sonríe. La hora de la venganza pueril en la siguiente viñeta. La oficial de inmigración que se encontró en el Aeropuerto de Chicago no es una mujer, sino un amasijo canceroso de diversos tejidos que ha tomado conciencia de su naturaleza enferma. Al engendro pseudo-humano le brotan dedos adicionales de los que se tiene que desprender cuando nadie mira. Los arranca sin dolor y se los echa a los perros de aduanas. Hace como que se frota los ojos para extraer del fondo de la retina unas pelotas de carne apretadas por una fascia -como un bocata envuelto en Boc'n Roll ecológico-, que también deja en los comederos de los chuchos. Menea la cabeza y suelta el roller. Abre los ojos y contempla los bocetos. No ha quedado mal del todo, pero busca otra cosa. Quiere alejarse de las proyecciones macabras, para empezar. Para eso también ha venido a Kalamazoo. El gato, inmóvil, le observa desde el suelo. Portable le devuelve la mirada. —Me vigilas, ¿eh? McReady ni se inmuta. —Pareces una esfinge —dice mientras cierra el cuaderno de apuntes. Aparcar su anterior estilo. Vaciar la papelera. Resetear. Pensar luego con claridad antes de ponerse a cargar nuevos programas. Para eso son las vacaciones largas. 8. Dinner in America —Allí nunca cenamos tan temprano —explica Portable. Los cuatro están sentados a las 7.00 p.m. alrededor de la mesa. Portable enfrente de Ana. Clarissa, del escritor de cómics. El tema de conversación es aquí y allí, como si las dos localizaciones fueran otros dos invitados. —¿Hay alguna hora establecida? —pregunta Clarissa. —No. Quizá las nueve. Aunque a veces cenamos más tarde, a las diez. En fin de semana, incluso a las once. —¿A las once de la noche? ¿De verdad? —De verdad. —Creo que podría acostumbrarme. Como de todo. Y a cualquier hora. Clarissa ronda los 60. Le tira los tejos a Portable con el desparpajo de quien tiene la mitad. Aquí no parece que desentone. Ana no le ha dedicado a su amigo ni un sólo guiño, sonrisita o gesto cómplice por las indirectas de Clarissa. De un finalista del Booker se espera algo de extravagancia. El enjuto y directo autor de cómics norteamericano que Portable quería conocer, Fred Delarosa, tampoco se corta con Ana, a la que también casi dobla en edad. —Allí todo es gótico. Esa es la palabra, gótico —dice Portable. —¿Lo dices porque las viejas visten de negro? —pregunta Ana. —Lo digo porque todo parece una ruina medieval. Da lo mismo que la gente use móvil y se conecte a Internet. —Aquí también tenemos una América profunda —dice Fred. —Acabas de romper con tu chica, ¿no? —pregunta Clarissa. Portable dedica a Ana una mirada rápida, de las que no llevan algo bueno. —Bueno, no somos novios, pero tampoco es una ruptura definitiva. No sé cómo llamarlo —dice Portable. Fred cambia de tema. —Entonces, ¿has venido a pasar unos meses? —En principio, tres o cuatro meses, si todo va bien —contesta Portable. Ana señala en dirección a las ventanas. —Si queréis ver dónde nació, ahí lo tenéis. Si giras la cabeza hacia cualquiera de las ventanas del salón, también podrás verlo. 9. There El padre de Portable habría preferido un hijo con el que hablar de fútbol y a quien enseñar a beber, un varón que se alistara con los tambores blancos y fuera con él a la taberna de Ariza, junto al monumento de Francisco Arcas, fundador de la Cofradía de Bombos y Tambores. Es ese de ahí. El de la derecha. Su padre y los amigotes de su padre están ensayando para la Semana Santa. Cada uno se ha puesto una chaqueta roja y un pantalón blanco. Si su hijo fuera de otra manera, más amistoso y menos raro, habrían salido juntos a atronar las calles hasta que el cuerpo aguantara, desde el amanecer hasta la madrugada. A través de la ventana de la casa de Ana, los pueden ver. Ensayan para aguantar horas y más horas, dejándose las manos, encallecidas de trabajar en los viñedos. Se preparan para las quince horas de sudar el vino. De eso se trata, de repiquetear sin descanso, deteniéndose sólo para darle a la bota y volver a llenarla. Tragar y sudar líquido, así el alcohol no embota la cabeza, o eso se dicen unos cofrades a otros. Quince horas para desahogarse, para ensordecer como una ametralladora, para liberarse. —Qué costumbre más curiosa —dice Clarissa. Se ha levantado de la mesa para mirar a través de una de las ventanas. Ana y Fred observan desde sus asientos las calles iluminadas con farolas amarillas del pueblo andaluz en el que aún viven los padres de Portable. —Su padre es el del cinturón marrón. Ese de ahí —señala Ana. —¿No hay mujeres? —pregunta Clarissa. —Sólo hombres —responde la anfitriona—. Es la tradición. A Portable le cuesta disimular. Aunque las visualizaciones se han convertido en una costumbre, no imaginaba que la cena derivaría tan pronto a la navegación. Esperaba hablar de cómics con Fred: de las editoriales norteamericanas, de las traducciones, de cómo el estilo de Delarosa había sido en parte asimilado por grandes como Daniel Clowes. —Vaya, qué casualidad. Nos conectamos en el mejor momento. ¿Veis ese monumento de ahí, el de Francisco Arcas? La mujer que camina hacia los hombres que ensayan con tambores es su madre. Wonderful. La palabra resuena, también sin que la traduzca, dentro de él. ¿De mi madre? ¿Quiere que le hable de mi madre? Su madre llegó a aquel pueblo gótico a finales de los ochenta. Entonces pesaba bastante menos que 110 kilos. Vasca y rubia, abierta y jovial. Había sacado una plaza fija de enfermera en una oposición. Aunque fuera a mil kilómetros de donde había nacido, era todo un logro para alguien tan joven como ella. El primer día preguntó dónde podía almorzar decentemente. Comida casera por poco dinero. La mandaron al Bar Juana. El hijo del dueño era un chico andaluz y moreno, cerrado y formal, de su misma generación. Compartían a la Bruja Avería y los dos escuchaban canciones de Mecano. Izasku fue a comer y a cenar al Bar Juana durante los siguientes dos meses. Nadie se extrañó cuando Jesús, así se llamaba el hijo del propietario, le pidió que fueran juntos al cine. Alrededor de una década después tenían un hijo. Cuando le repiten que allí tiene sus raíces, Portable se ve caminando unido a la tierra. Un montón de minúsculas ramitas permanentemente adheridas a las plantas de los pies. Pegado para siempre al suelo. Inseparable de aquel territorio. —¿Qué es ese ruido? —pregunta Clarissa. —Cuéntalo —pide Ana. De noche, el que pasea entre el enredo de portones encalados y callejuelas, puede escuchar un alborotado cric cric entre las paredes. El casco antiguo, los viñedos y el cementerio conforman los tres territorios del dueño subterráneo de la región. —El gusano de la uva. El vino de la región es famoso por el gusano. Parece que Portable va a añadir: Vamos a dejarlo, estamos aquí, no allí. Aunque no lo dice, sus gestos hablan por él. —McReady, apágalo —pide Ana. La visualización se esfuma. Regresa el blanco uniforme de Kalamazoo. 10. God is the Cat La nueva red. Un cerebro inorgánico y plural, compuesto por millones de células individuales. Cada mascota es una unidad. —¿Te molestó lo de la cena? —le pregunta Ana a la mañana siguiente. —No —miente Portable. La señal funciona bien con McReady. Lo ha comprobado. —Sienten curiosidad. Entre mis amistades, eres la atracción. —Ya. —Si te molesta, no visualizaremos más lo que pasa allí. —... —¿Te molesta? —Bueno, he venido a desconectar. —No a conectar. —Algo así. El chico desaliñado y larguirucho que dibuja tiene al gato de nuevo a sus pies. No se deja acariciar. Ana lo ha dejado programado de ese modo, para evitar que alguien juguetee con él y lo estropee. —Tu novia tiene una ardilla, ¿no? —Sí, pero deja de llamarla así. Ni novia ni ex novia. —¿Entonces? Alvin and the Chipmunks. Presta atención a la gran marea. Un tsunami de voces e imágenes superpuestas, procedentes de millones de dispositivos neurales como McReady. Las posibilidades son tan grandes. Empieza a imaginar lo que puedes curiosear, cotillear, experimentar a través del gato. Enchúfate a cualquiera que tenga una mascota tan mecánica como la tuya. Tu vecino. Tu vecina. Tus padres. Tus hermanos. Tu jefe. Actores y actrices. Los que admires y desees. Para que te vuelvas loco. —Como hoy no trabajo, se me ha ocurrido que podemos dar una vuelta —dice Ana. —Me parece bien. —¿Tienes predilección por algún sitio? —Lo dejo en tus manos. —Podemos hacer otra cosa, si no quieres salir. —Que nos encerremos es algo que no me apetece. Me parece mejor lo de la excursión. Ponte un casco neural y vívelo en primera persona. Y rompe las reglas, que para eso están. Por ejemplo: eres la vagina de May May. Seas hombre o mujer, vives la experiencia de tener esa cavidad monstruosa. El eco ruge hacia fuera como una bocina. May May se conecta a través de su perro doméstico. La casa siempre tiene abierta la puerta. Cualquiera puede probar. Ella decide. No hay criterio o sólo ella lo conoce. Adolescentes en busca de la primera vez o viejos a los que nadie quiere tener cerca. Algunos duran dos minutos y otros pasan de la hora. La única condición es que May May diga sí. Y es impredecible. Siempre disfruta, de ahí el éxito que tienen sus visualizaciones. Ha corrido la voz. Si te conectas a May May, te sientes extrañamente feliz. Libre. Despreocupado. Aceptas lo que viene cuando viene. —¿Te ha sorprendido lo de McReady? —Un poco. Siempre has sido una tecnófoba. —Porque todo cambia demasiado deprisa. Pero me he rendido al presente. —¿Desde cuándo lo tienes? —Tres semanas. Con el casco puesto, si quieres, juegas con el antebrazo de un buen tenista. Tu cuerpo se desplaza con agilidad de un extremo a otro. Subes a la red, levantas el brazo y machacas la bola con potencia y precisión muy cerca de la línea de fondo. Tu cuerpo suda. Notas cómo el corazón bombea. Sientes el acelerón de las endorfinas liberadas. Sólo quieres pegarle a la siguiente bola. No existe más que el set que estás jugando a lo grande. Sacas y metes un ace. Desde que la has golpeado, ya sabías que la bola amarilla iba a entrar. Lo has percibido en la manera de dar el golpe, en el momento y con la potencia que requería para ajustarla. Vuelve a llenarte la sensación de que todo en el mundo va rodado y de que no existe otra cosa que ese partido. —No pueden espiarnos desde allí, si eso te preocupa —dice ella. —El juguetito es democrático. Si te conectas, ves y te ven. —Los modelos norteamericanos cuidan más la seguridad. Incluyen una función con la que si no visualizas a nadie, estás desconectado. Nadie puede vernos ahora. —Eso no lo sabía. Ana aparece en el salón completamente desnuda. Con naturalidad. Como si siguieran hablando de tecnología y ella llevara puesta la ropa. —Ahí fuera hay unos paisajes de escándalo. Espectaculares. Hace demasiado frío, eso es cierto. Pero esta parte del país, aunque sea una de las más deprimidas, me sigue pareciendo mejor que lo de allí. Por eso me quedé. Durante la cena, Fred y Clarissa se dieron cuenta de lo que iba a ocurrir. Ana también era consciente de que esa noche, o como mucho al día siguiente, echaría un polvo. Portable fue el único que no se dio cuenta. —Todavía no me ha dado tiempo a comprobar si es cierto —dice él, intentando parecer natural. —Sabes que es cierto. Lo sabes. Aunque sólo lleves aquí un par de días —dice Ana. Ella está de pie, con las manos en las caderas. Una Valentina rubia y no tan alta. Con su aire de no romper un plato, destila un erotismo que no pasa desapercibido, salvo para McReady. Portable nota la erección. —Nos ven los vecinos —dice Portable, señalando las ventanas sin cortinas. No se acostumbra a que las casas parezcan escaparates. Allí están habituados a esa sobreexposición permanente desde antes de que aparecieran las visualizaciones. En el lugar del que él procede, el hábito es el opuesto: cortinas corridas, persianas echadas, poca iluminación del exterior, vigilancia a través del ojo de la cerradura. —No hay nadie. —¿Y si pasa alguien? —McReady —ordena Ana—, carga la playa de la isla griega. A través de las ventanas, asoma el Mediterráneo. Nadie les puede observar ahora. —Lo has empeorado. Antes nos podía ver el que pasara por delante, ahora cualquiera. —Tranquilo. Estamos desconectados. Es un salvapantallas. Ana se sienta a horcajadas encima de él, que aún está vestido. Con una mano le baja la cremallera y con la otra libera la polla. 11. You're not the girl I knew, now you're like something new Están desnudos en el sofá. Tienen una manta, echada entre ellos, compartida. Ana, la antigua tecnófoba, se ha puesto un casco y juega con McReady. Portable dibuja en su cuaderno. Imagina las posibilidades. En el jacuzzi exterior de un yate. El mar en calma. Un azul de postal. El cielo, a juego con el océano. El jacuzzi está iluminado directamente por el sol de media mañana. Llevas puestas unas gafas protectoras. Del equipo de música proceden unos sonidos que identificas como hawaianos o algo parecido. Te fijas en las terminaciones de cuero, en el blanco cegador de la cubierta. Al fondo asoma el perfil de una isla. El agua está calentita y hace burbujas. Los músculos de la espalda y las piernas te dan las gracias. Ya traen la bebida. Punteas una guitarra eléctrica. Sumergido a treinta metros por debajo del nivel del mar. En la sala de juntas de un periódico de gran tirada. Si te parece poca cosa, si necesitas emociones fuertes, busca las señales piratas. Las no oficiales. Están bombardeando una ciudad de Oriente. Los bloques de hormigón revientan en muchos pedazos. La narración convencional dirá que son mil, mil pedazos. Pero no estás dentro de una novela. Así que empieza a contar. No hay ficción que valga. No ves Transformers. Las balas zumban alrededor de ti como mosquitos que cortan el aire. El sonido agudo se pierde antes de que te dé tiempo a girar la cabeza. Viene de todas partes. Es excitante y terrorífico. La adrenalina va a hacer saltar los plomos. Formas parte de un pelotón de fusilamiento. Sientes el retroceso del arma en el pecho y en el hombro. Los que ejecutas caen delante de donde te encuentras, a unos tres metros. Es algo difícil de explicar. Hay rabia salvaje y satisfacción. Están tan presentes como el dolor de la reculada del arma. Di que es repugnante. Que sólo un sádico querría vivir algo así. Después mira el número de conexiones. Vive lo que ocurre en algún punto caliente de la Tierra y luego habla de las noticias del telediario. Es Facebook mejorado. Es real. No cuelgas la foto de la fiesta, los que quieren están en la fiesta. No muestras lo bien que te lo pasas, lo demuestras. Si puedes, porque esa es otra cuestión: ahora tendrás que dar el nivel. Lo sentimos por esos a los que les encanta mirar, pero no quieren que nadie repare en ellos. Para eso tenían la televisión. Ya sabes lo que dirán humanistas, sociólogos y filósofos. El horizonte de las nuevas tecnologías presenta numerosos interrogantes, todo va demasiado deprisa, quizá no estamos preparados, blá, blá, blá. Compra palomitas. —Estoy harto de estar encerrado. Voy a salir —dice Portable. Ana no responde, tiene puesto el casco neural. Sin embargo, cuando él ya se ha puesto la ropa y el abrigo y se dispone a tirar de la puerta, el gato le mira fijamente. Entonces Ana se quita rápidamente el casco. —¿Dónde vas? —A que me dé el aire. Donde sea. —Espera. Voy contigo. —Me voy ya. —Me visto. Sólo un segundo. 12. Conspiracy theory Mientras Ana se viste en la planta de arriba, Portable ata cabos a su manera. Su amiga ha cambiado. Se parece a su novia. Esa que ya no lo es, con la que dejó la relación en suspenso antes del viaje, la que le decía que para qué tenía que gastar dinero y tiempo viajando a Kalamazoo, si con la ardilla podían visualizar cualquier rincón del mundo. El sexo con Ana había estado bien, pero complicaba la estancia, introducía una variable que él quería dejar fuera. No la recordaba tan decidida ni tan expresiva. Se dice que cuando ella se puso en pie, no le quedó otra que estampar la boca en la cueva y explorarla a fondo. Luego su amiga había cabalgado sobre él como si se acercara el fin de los tiempos y aquel fuera el último. No es que hubiera estado mal, nada de eso, sólo que así no actuaba la chica que él recordaba. Ana se ha enganchado a las visualizaciones y al casco. Como la que ya no es su novia, otra adicta a las mascotas a la que no sabe cómo llamar. De cualquier manera menos por su nombre. —No permitas que te digan qué debes hacer, dónde mirar, qué vivir, qué debe estar en un museo y qué no. Rompe sus listas de mejores. Putos coleccionistas. Así hablaba la antigua Ana Luna. La actual se ha pasado al otro bando, se dice. Salvo que Ana no sea Ana. Fred Delarosa había esquivado la conversación sobre cómics y Clarissa no había mencionado una sola vez sus novelas. Habían pasado la noche haciéndole preguntas sobre los viñedos y la tradición de los tambores. No entendían que Portable pensara en mudarse, aquel les había parecido un buen lugar para vivir. Como el viejo que habló con él en The National Deer, ambos insistieron en que Kalamazoo estaba muerto. Parecían más interesados en quitarle de la cabeza la idea de quedarse que en adoptar un nuevo vecino. Y esas nuevas visualizaciones. Cuando miró por la ventana, le pareció que realmente se encontraba dentro del pueblo en el que vivían sus padres. Al salvapantallas del Mediterráneo que había contemplado mientras Ana entraba y salía de él succionándole con su vagina, sólo le faltaba salpicar. Hubo un momento en el que se le ocurrió que incluso podía ser al revés y de ningún modo podría saberlo: estaba en una casa proyectada, no en Kalamazoo. Cuando por la ventana había visto su viejo pueblo gótico, como él lo llamaba, había contemplado el verdadero exterior. ¿Y si no había salido de allí? Su ex o Lo Que Fuera había usado todas las armas conocidas para convencerle de que se quedara. A fin de cuentas, del viaje en avión ni se había enterado. Lo había hecho con un Diazepam en el estómago y durmiendo. ¿Y si hubiera sido McReady? McReady, el último modelo norteamericano, que se puede pedir de importación. Cualquier mascota es capaz de proyectar el Aeropuerto O'Hare de Chicago. The National Deer podría pasar por uno de esos antros para cazadores a los que su padre iba con sus amigos. Lo pensó en cuanto cruzó la puerta. Alarga la mano hacia McReady. El gato está programado por Ana para ser arisco y que nadie lo toque. También sospechoso. —¿Cómo vas? —pregunta en voz alta. —Vestida. Estoy en el aseo. Dame cinco minutos —responde la joven desde la planta de arriba. Apenas tiene tiempo. Le entra ansiedad. Lo tiene que saber. Si está aquí o allí. Si le están manipulando. Recuerda que en la cocina, Ana guarda la caja con las herramientas. Se levanta del sofá. Se marcha del salón. Busca entre los cajones y vuelve enseguida. Trae un martillo. Con la otra mano, coge la manta del sofá, con la que se arropaban. Arroja la manta sobre McReady, como un gladiador que tendiera su red. El gato está programado para rehuir el contacto, no para repeler un ataque por sorpresa. Nadie se abalanza sobre una mascota de 18.500 dólares con el fin de aplastarla. Todo sucede deprisa. Él es el primero que se sorprende de lo bien que sale. Cuando tiene por fin sujeto al gato por la cabeza, levanta con decisión la mano con la que sujeta el martillo. 13. Lake Michigan Lake Michigan. El fin del mundo. Todo lo que ve es una gran hoja en blanco salpicada de sal fina. La superficie helada se prolonga hasta confundirse con ese otro pliego de papel mediocre también sin decorar que es el cielo. No quería marcharse sin haber visitado uno de los 5 grandes lagos de la región, aunque todavía no ha visto el agua, sólo hielo y nieve. Según la Wikipedia, son mares cerrados, extensiones líquidas de más de 50.000 kilómetros cuadrados. Aún no han sacado una mascota mecánica submarina que haya llegado a las zonas más profundas, a casi 300 metros de la superficie, pero al tiempo. A ella no le ha hecho gracia. Ninguna. Han discutido. Que si está zumbado. Que en qué estaba pensando. Que desde cuándo es un puto paranoico. Que si de verdad pensaba que la casa de Kalamazoo iba a desvanecerse después de que aplastara la cabeza del gato con un martillo. Que si sabe lo que cuesta una mascota. Que qué diría él si ella le prendiera fuego a su coche porque sí, si Portable tuviera uno. Ana se ha negado a acompañarle. 14. Everything you need to know about cats En dos horas y media estará en Chicago. Y de ahí, en avión, de vuelta a España. Queda una plaza en un vuelo a un precio económico, aunque tendrá que esperar unas horas en el Aeropuerto y dormir allí como pueda. Por 24 dólares, si coge el tren de las 21.26 p.m. llegará a Chicago a las 10.57 p.m. Entra con su equipaje en The National Deer. Tiene tiempo hasta que salga el tren. Pide una cerveza. El viejo lo señala con el dedo. —El novio de Ana Luna. Alarga la vocal de la última palabra al pronunciarla. En inglés, suena a mugido cariñoso. —No soy su... Bueno, es igual. —Cuenta. Tenemos tiempo. Es lo único que los dos tenemos de sobra. No ha sabido disculparse o no se ha esforzado lo suficiente o puede que en el fondo no haya querido hacerlo, ya que eso último implicaba quedarse y estrechar los lazos con ella. De algo está casi seguro: Ana le invitó poco después de que discutiera con la Otra, y le cuesta creer que su amiga, a través de McReady, no haya sido testigo de aquella pelea. Puedes dejar lo de la moralidad o lo molón de los cascos y las visualizaciones para más tarde. Sólo le preocupa lo que acaba de pasar, por muy secundario que lo suyo le parezca a los filósofos de las comunicaciones. Reponer la mascota desde luego está descartado. La tasa de paro es allí del 6%, lo que contrasta con el 50% de su localidad, pero no tiene permiso de trabajo. Tendría que intentar ganar dinero sin contrato alguno, llevando a cabo lo que nadie quiere hacer y arriesgándose a que no le pagaran. Si estuviera dispuesto a coger un empleo bajo cuerda para devolver a Ana lo que vale un proyector y visualizador con forma animal, le esperarían unos años de esclavitud hasta que reuniera el efectivo. Si quiere devolver lo que ha destrozado, tendrá que buscar otra manera. Como obtener un permiso y tener una entrevista de trabajo en el instituto de Ana, donde necesitan un profesor de español. Pero no he matado un animal —le dice al viejo—. Ha sido como romper una batidora. —El viejo fuma como si respirara aire negro. Asiente con la cabeza distraídamente, dando a entender que le escucha. —Te complicas la existencia. Todo es más sencillo —le dice mientras le señala otra vez con un dedo. —No lo es. Hoy nada lo es. —Ven, anda —dice mientras señala la puerta—. Puedes dejar aquí el equipaje. Serán cinco minutos. —¿Dónde vamos? —Voy a ayudarte a salir de donde te has metido. Cruzan un par de carreteras y penetran en un callejón oscuro. Una sin techo, tan deteriorada como el tipo que le acompaña, está acomodada entre mantas raídas. Tiene sus pertenencias en un carrito de supermercado. La rodean un montón de gatos callejeros. Lo entiende enseguida. —Joder, no me puedes haber traído para esto —suelta en español. —Habla en inglés. El joven cambia de lengua. —Digo que gracias, pero que no me parece una buena idea. —Un dólar —dice la pordiosera. —¿Un dólar? No me lo quedaría aunque fuera gratis. —Este valdrá —dice el viejo mientras agarra un gato sucio que ni el mayor experto podría identificar como de alguna raza. —Parece una rata —dice Portable. —Valdrá. De lo del collar y el veterinario ya se ocupará tu novia. —No es mi... Joder. La sin techo chasquea los dedos y tiende la mano hacia Portable. —Dale su dinero —ordena el viejo. —¿Y si Ana no lo quiere? —Si no lo quiere, lo traes de vuelta —dice el viejo. —Pero el dólar no se devuelve —advierte la anciana. Portable menea la cabeza. No se puede creer lo que está haciendo. —Está bien. Vale. Digo que está bien. OK. Arroja un odre gigantesco de cuajada y te harás una idea de lo que ve cuando da media vuelta con un gato sucio entre los brazos que se deja querer y sale del callejón, volviendo a las cuidadas calles. Todo está bañado en lactosa. Los bordillos, las ramas de los árboles, los porches de las casas. Canales de agua y nieve en los que se refleja la pálida luz de las farolas. El cielo está coloreado en tinta negra por encima del resplandor de la electricidad. Sin las farolas encendidas, dirías que la aproximación desde lo alto de quien tuviera que aterrizar de emergencia es imposible o que algún dibujante se dejó los bolígrafos en el estuche. Está dentro de un cuadro de Rothko, pero el día que el grabador abandonó los rectángulos confrontados a su aire, con los bordes y los límites desdibujados y las capas de color expuestas a demasiados grados negativos de temperatura. por Alastair Reynolds
(traducción Marcheto) El enemigo debe morir. Nico está haciendo cola, esperando en la larga fila y sudando bajo la cúpula amarillo eléctrico del campo de fuerza municipal. Deben morir. En las inmediaciones de la estación de reclutamiento, han sacado a uno de los prisioneros al exterior en una jaula con ruedas. El reptil está sujeto con un arnés, las extremidades extendidas, como una rana en la mesa de disección. Los futuros soldados se apartan de la fila en un flujo continuo y a través de los barrotes le clavan una picana eléctrica en medio de un coro de burlas. De tamaño similar al de un hombre, es sorprendentemente antropomorfo salvo por su cabeza crestada de reptil, su cola corta y gruesa, y el reluciente brillo verde de las escamas, que ya han empezado a caérsele, negras y chamuscadas, en los puntos donde la picana le ha tocado. Al principio chillaba, pero ahora está exangüe e inerte. Nico deja de mirar. Lo único que quiere es que la fila avance para poder alistarse, obtener sus créditos de ciudadanía y largarse de este lugar. El enemigo debe morir. Llegaron desde la oscuridad interestelar, sin mediar provocación, sembrando destrucción sistemática en los dominios de los desprevenidos humanos. Barrieron a la humanidad en Marte y en los asentamientos terrestres en la Luna, arrasados y convertidos en cráteres radioactivos. Forzaron a los exploradores humanos a replegarse hasta detrás de la barrera de defensas hacinadas alrededor de la Tierra. Y ahora han traído la guerra a pueblos y ciudades, a las masas civiles. Ahora la superficie de la Tierra se ha ampollado con escudos de fuerza, mantenidos por plantas de fusión hundidas en las profundidades de la corteza. Nico ya casi se ha olvidado de lo que se siente al mirar las estrellas. Pero la marea está cambiando. Bajo las cúpulas, las fábricas construyen naves y armas para llevar la guerra hasta el territorio de los reptiles. Se están abriendo fisuras en la coraza del enemigo. Lo único que se necesita ahora es que los hombres y mujeres de la Tierra cumplan con su obligación. Uno de los sargentos de reclutamiento va pasando por la fila, repartiendo agua fría y caramelos. Se detiene y conversa con los futuros soldados, les estrecha la mano, les da palmaditas en la espalda. Es un veterano de treinta misiones; en dos ocasiones llegó lejos, hasta la órbita de la Luna. Perdió un brazo, pero el nuevo le está creciendo estupendamente, brotando del muñón igual que si se tratara de un bebé intentando abrirse paso a puñetazos para salir de su interior. «Os cuidarán», dice mientras ofrece una botella de agua. —¿Dónde está la trampa? —pregunta Nico. —No hay ninguna trampa —responde el sargento—. Os damos la ciudadanía y los juguetes necesarios para poder hacer trizas un planeta. Y entonces vosotros salís ahí fuera y matáis a tantos de esos cabronazos verdes con escamas como podáis. —Por mí, genial —dice Nico. *** Una vez en ese baluarte fortificado que es la estación Centinela, las cosas son distintas. La tecnología no es como la de los equipos que Nico vio en el centro de reclutamiento ni durante el entrenamiento básico recibido en la Tierra. Es más pesada, más amenazadora, capaz de mayores estragos. Lo que resultaría tranquilizador de no ser por un hecho inquietante: la Tierra tiene mejores naves, armas y blindaje de lo que nadie se imagina ahí abajo… pero lo mismo sucede con los reptiles. Y resulta que tampoco son reptiles exactamente. Aunque eso no es algo que a Nico le preocupe en exceso. Que tengan la sangre fría o no, no cambia el hecho de que atacaron sin mediar provocación. *** Los seis meses de entrenamiento en órbita en la estación Centinela son duros. La mitad de los reclutas se quedan por el camino. Nico ha llegado hasta el final, tal vez no el primero de su clase, pero tampoco demasiado lejos. Ya sabe manejarse con la servoarmadura, con las armas tácticas. Está preparado para que lo lleven a su nave. No es exactamente lo que se esperaba. Es una alargada máquina de líneas elegantes, un tiburón de cabeza gris que viaja más rápido que la luz. --Top secret, por supuesto —dice el instructor—. La hemos estado utilizando para misiones interestelares de inteligencia y de obtención de recursos. —¿Desde cuándo la tenemos? —Desde antes de que nacieras —responde el instructor con una sonrisa. —Pensaba que nuestras ambiciones nunca habían llegado más allá de Marte. —¿Y qué? —Que dijeron que los reptiles habían venido sin que mediara provocación. Y si nosotros ya andábamos por ahí fuera… Lo sacan tras un par de días a la sombra. Más preguntas de ese cariz y lo mandarán de vuelta a casa con la mayor parte de sus recuerdos borrados. Así que Nico decide que ese no es su problema. Él tiene su pistola, su armadura y ahora también tiene su nave. ¿A quién coño le importa quién empezó la guerra? *** El transporte superlumínico regresa bruscamente al espacio normal en las proximidades de otra estrella, en su camino hacia un gigante gaseoso azul y un puesto avanzado que antes era una luna. El lugar está cubierto de cerdas erizadas: sensores de largo alcance y belicosos cañones de riel antinave. Checkpoint, un estratégico cuello de botella en las rutas espaciales, va a ser el hogar de Nico durante el siguiente año. —Olvídate de la certificación de tu armadura, de la categoría de tus armas —dice la nueva instructora, una cabeza humana que sobresale de un cilindro negro de soporte vital apoyado sobre su base—. Ha llegado el momento de ir en serio. Una pared se desliza y deja a la vista una sala con hileras e hileras de cadáveres descabezados que flotan en conservante verde. —Allá donde vais a ir no necesitáis el cuerpo, tan solo el cerebro —dice—. Podréis recuperar vuestro cuerpo en el camino de vuelta a casa, cuando hayáis completado vuestro tour. Nosotros los cuidaremos. *** Así que reducen a Nico a poco más que una cabeza y un sistema nervioso, y conectan lo que queda de él a un minúsculo caza ultraligero. Ahora los frentes de batalla se dibujan mucho más allá de la velocidad superlumínica convencional. La guerra contra los reptiles se ganará o perderá en la maraña n–dimensional de las trayectorias interconectadas de una red de agujeros de gusano. Acoplado al caza, Nico se siente como un dios con el apocalipsis al alcance de la mano… aunque en realidad no tenga mano. Ya casi no se siente como Nico. Sonríe sardónicamente al ver cómo los recién llegados a Checkpoint miran de hito en hito los cuerpos en los tanques. Sus viejos recuerdos siguen estando en algún lugar de su interior, pero enterrados bajo un lúcido maremágnum de programación táctica. Y la verdad es que no los echa de menos. Ya no están luchando contra los reptiles, porque resulta que estos no eran más que los títeres orgánicos de una implacable inteligencia de base mecánica. Los titiriteros son más veloces y más inteligentes, y sus ambiciones estratégicas no están claras. Aunque esto no es de la incumbencia de eso que otrora fue Nico. Después de todo, tampoco es que las máquinas sean inmortales. *** El Centro Estratégico envía a Nico todavía más adentro. Lo destinan a un constructo artificial empotrado en la maraña, que flota en un nodo parcialmente estable, como una sombría trombosis. A Nico ya ha dejado de importarle la ubicación de la estación con relación al espacio real. Nadie que sea completamente humano puede llegar tan lejos: la dotación de la estación consiste en cerebros embotellados y en meditabundas inteligencias artificiales. Eso que otrora fue Nico se sorprende al descubrir que su compañía no le disgusta. Al menos, sus prioridades son las correctas. En la estación, eso que otrora fue Nico es informado de que se ha abierto un nuevo frente en la guerra contra los titiriteros, en una región todavía más profunda de la maraña. Llegar hasta allí es más difícil, así que deben rehacerlo una vez más. Su cerebro orgánico se ve invadido por máquinas minúsculas que rodean la vulnerable arquitectura de su materia gris con una estructura de andamios refulgentes. Los puntales y remaches plateados se engranan en un caza no mayor que un bidón de aceite. Apenas piensa en su antiguo cuerpo, allá en Checkpoint, casi nada ya. *** Los titiriteros son meramente un señuelo. Los análisis tácticos revelan que no son más que una intrusión en la maraña de agujeros de gusano de lo que tan solo puede ser descrito como una dimensión anexa. El foco de la campaña militar se desvía una vez más. Ahora la materia orgánica en el núcleo de la mente cibernética de eso que otrora fue Nico ha quedado totalmente obsoleta. Nico no puede señalar el momento exacto en que dejó de pensar con su parte orgánica y empezó a hacerlo con la mecánica, y ya ni siquiera está seguro de que ahora eso tenga importancia. Como organismo, estaba inmovilizado como una polilla aplastada entre dos páginas en el libro de la existencia. Como máquina, puede ser abstraído infinitamente, simulado hasta la séptima simulación, codificado y transmitido a través de la brecha de la realidad, listo para matar. Que es lo que él, o más bien ello, hace. Y, durante un breve lapso, hay muerte y gloria. *** Por la pila de la realidad arriba, un nivel tras otro. Ahora ya no se trata solo de máquinas contra máquinas. Se trata de máquinas dispuestas en tortuosos espacios n-dimensionales, máquinas como fantasmas de máquinas. Las reglas del combate se han convertido en algo tan abstracto (en algo, francamente, tan de muy alta matemática) que el conflicto se parece más a un diálogo filosófico, a un debate en el que los participantes están de acuerdo en casi todo salvo en los detalles más insignificantes y sutiles. No obstante lo cual, debe ser a muerte: la proliferación de una clase de entidades autorreplicantes y pandimensionales sigue siendo a expensas de la otra. *** ¿Cuándo empezó? ¿Dónde empezó? ¿Por qué? Tales cuestiones ya no son en absoluto relevantes ni tienen respuesta. Lo único que importa es que hay un adversario y que el adversario debe ser destruido. Al final (aunque incluso la noción del transcurrir del tiempo ahora resulta claramente discutible), la guerra deviene ortogonal. La pila de la realidad no es sino una compacta masa de capas dentro de algo mayor, de manera que las entidades beligerantes atraviesan inextricables abismos de estructuras metadimensionales, sus mentes en un flujo de continua autotransformación mientras los cimientos de la realidad se retuercen y transforman bajo ellas. Y por fin la figura del enemigo cobra nitidez. El enemigo es inmenso. El enemigo es inexorablemente lento. A medida que sus márgenes van siendo mapeados, se vislumbra de manera gradual que se trata de una clase de intelecto que las máquinas apenas tienen instrumentos para reconocer, menos aún para comprender. Es orgánico. Es multiforme y multivariante. No ha sido planificado ni diseñado. Es caótico y contingente, su origen en la superficie de una estructura, de un objeto perteneciente a las matemáticas todavía más avanzadas. No es sino uno de los varios que van a la deriva siguiendo trayectorias geodésicas por lo que podría denominarse sin demasiada propiedad «espacio». Fluidos arcanos se agitan sobre la superficie del mismo, rodeado en su totalidad por una especie de gas. El enemigo requiere tecnología, no solo para mantenerse a sí mismo, sino también para propagar sus ambiciones bélicas. El triunfo sobre lo orgánico es el destino cósmico que las máquinas han estado persiguiendo a través de innumerables instanciaciones. Sin embargo, matar al enemigo ahora, sin explorar más en profundidad su naturaleza, sería ineficiente además de poco sutil. Sería desperdiciar máquinas que podrían salvarse si se comprendieran mejor las debilidades del contrario. Y ¿qué mejor manera de examinar esas flaquezas que crear otra clase de entidad viviente, un ejército de organismos títeres, y enviar ese ejército a la batalla? Es posible que los títeres no ganen, pero obligarán al adversario a emplearse al máximo, a dejar al descubierto aspectos de sí mismo que hasta ahora estaban ocultos. Así que son enviados. Voluntarios, en teoría, aunque el concepto de «voluntario» implica un sincero altruismo que resulta difícil armonizar con el funcionamiento de las matrices de decisión multidimensionales de las máquinas. La carne se produce en hangares descomunales llenos de resplandecientes tanques verdes, luego se la moldea para formar organismos similares pero no idénticos al enemigo. A esos enormes cuerpos sin mente se les trasvasa la papilla aguada hecha a partir de restos de intelectos compactificados de las máquinas. Nada parecido a lo que estas considerarían inteligencia, pero sirve. Las memorias reviven brevemente cuando los procesos de compactificación remueven los datos antiguos, que llevan milenios subjetivos sin ser tocados, a la búsqueda de algo que pudiera ofrecer alguna ventaja estratégica. Entre las fugaces sensaciones, las titilantes visiones, una de las máquinas recuerda estar en fila bajo un cielo amarillo eléctrico, esperando. Oye el chasquido de una picana eléctrica, nota el olor de las negras quemaduras del tejido chamuscado. La máquina tarda un instante en decidir, luego borra el recuerdo. Su nuevo cuerpo de títere verde y escamoso ya está listo, y tiene trabajo esperándole. El enemigo debe morir. © 2009 Alastair Reynolds |