por Alastair Reynolds
(traducción Marcheto) El enemigo debe morir. Nico está haciendo cola, esperando en la larga fila y sudando bajo la cúpula amarillo eléctrico del campo de fuerza municipal. Deben morir. En las inmediaciones de la estación de reclutamiento, han sacado a uno de los prisioneros al exterior en una jaula con ruedas. El reptil está sujeto con un arnés, las extremidades extendidas, como una rana en la mesa de disección. Los futuros soldados se apartan de la fila en un flujo continuo y a través de los barrotes le clavan una picana eléctrica en medio de un coro de burlas. De tamaño similar al de un hombre, es sorprendentemente antropomorfo salvo por su cabeza crestada de reptil, su cola corta y gruesa, y el reluciente brillo verde de las escamas, que ya han empezado a caérsele, negras y chamuscadas, en los puntos donde la picana le ha tocado. Al principio chillaba, pero ahora está exangüe e inerte. Nico deja de mirar. Lo único que quiere es que la fila avance para poder alistarse, obtener sus créditos de ciudadanía y largarse de este lugar. El enemigo debe morir. Llegaron desde la oscuridad interestelar, sin mediar provocación, sembrando destrucción sistemática en los dominios de los desprevenidos humanos. Barrieron a la humanidad en Marte y en los asentamientos terrestres en la Luna, arrasados y convertidos en cráteres radioactivos. Forzaron a los exploradores humanos a replegarse hasta detrás de la barrera de defensas hacinadas alrededor de la Tierra. Y ahora han traído la guerra a pueblos y ciudades, a las masas civiles. Ahora la superficie de la Tierra se ha ampollado con escudos de fuerza, mantenidos por plantas de fusión hundidas en las profundidades de la corteza. Nico ya casi se ha olvidado de lo que se siente al mirar las estrellas. Pero la marea está cambiando. Bajo las cúpulas, las fábricas construyen naves y armas para llevar la guerra hasta el territorio de los reptiles. Se están abriendo fisuras en la coraza del enemigo. Lo único que se necesita ahora es que los hombres y mujeres de la Tierra cumplan con su obligación. Uno de los sargentos de reclutamiento va pasando por la fila, repartiendo agua fría y caramelos. Se detiene y conversa con los futuros soldados, les estrecha la mano, les da palmaditas en la espalda. Es un veterano de treinta misiones; en dos ocasiones llegó lejos, hasta la órbita de la Luna. Perdió un brazo, pero el nuevo le está creciendo estupendamente, brotando del muñón igual que si se tratara de un bebé intentando abrirse paso a puñetazos para salir de su interior. «Os cuidarán», dice mientras ofrece una botella de agua. —¿Dónde está la trampa? —pregunta Nico. —No hay ninguna trampa —responde el sargento—. Os damos la ciudadanía y los juguetes necesarios para poder hacer trizas un planeta. Y entonces vosotros salís ahí fuera y matáis a tantos de esos cabronazos verdes con escamas como podáis. —Por mí, genial —dice Nico. *** Una vez en ese baluarte fortificado que es la estación Centinela, las cosas son distintas. La tecnología no es como la de los equipos que Nico vio en el centro de reclutamiento ni durante el entrenamiento básico recibido en la Tierra. Es más pesada, más amenazadora, capaz de mayores estragos. Lo que resultaría tranquilizador de no ser por un hecho inquietante: la Tierra tiene mejores naves, armas y blindaje de lo que nadie se imagina ahí abajo… pero lo mismo sucede con los reptiles. Y resulta que tampoco son reptiles exactamente. Aunque eso no es algo que a Nico le preocupe en exceso. Que tengan la sangre fría o no, no cambia el hecho de que atacaron sin mediar provocación. *** Los seis meses de entrenamiento en órbita en la estación Centinela son duros. La mitad de los reclutas se quedan por el camino. Nico ha llegado hasta el final, tal vez no el primero de su clase, pero tampoco demasiado lejos. Ya sabe manejarse con la servoarmadura, con las armas tácticas. Está preparado para que lo lleven a su nave. No es exactamente lo que se esperaba. Es una alargada máquina de líneas elegantes, un tiburón de cabeza gris que viaja más rápido que la luz. --Top secret, por supuesto —dice el instructor—. La hemos estado utilizando para misiones interestelares de inteligencia y de obtención de recursos. —¿Desde cuándo la tenemos? —Desde antes de que nacieras —responde el instructor con una sonrisa. —Pensaba que nuestras ambiciones nunca habían llegado más allá de Marte. —¿Y qué? —Que dijeron que los reptiles habían venido sin que mediara provocación. Y si nosotros ya andábamos por ahí fuera… Lo sacan tras un par de días a la sombra. Más preguntas de ese cariz y lo mandarán de vuelta a casa con la mayor parte de sus recuerdos borrados. Así que Nico decide que ese no es su problema. Él tiene su pistola, su armadura y ahora también tiene su nave. ¿A quién coño le importa quién empezó la guerra? *** El transporte superlumínico regresa bruscamente al espacio normal en las proximidades de otra estrella, en su camino hacia un gigante gaseoso azul y un puesto avanzado que antes era una luna. El lugar está cubierto de cerdas erizadas: sensores de largo alcance y belicosos cañones de riel antinave. Checkpoint, un estratégico cuello de botella en las rutas espaciales, va a ser el hogar de Nico durante el siguiente año. —Olvídate de la certificación de tu armadura, de la categoría de tus armas —dice la nueva instructora, una cabeza humana que sobresale de un cilindro negro de soporte vital apoyado sobre su base—. Ha llegado el momento de ir en serio. Una pared se desliza y deja a la vista una sala con hileras e hileras de cadáveres descabezados que flotan en conservante verde. —Allá donde vais a ir no necesitáis el cuerpo, tan solo el cerebro —dice—. Podréis recuperar vuestro cuerpo en el camino de vuelta a casa, cuando hayáis completado vuestro tour. Nosotros los cuidaremos. *** Así que reducen a Nico a poco más que una cabeza y un sistema nervioso, y conectan lo que queda de él a un minúsculo caza ultraligero. Ahora los frentes de batalla se dibujan mucho más allá de la velocidad superlumínica convencional. La guerra contra los reptiles se ganará o perderá en la maraña n–dimensional de las trayectorias interconectadas de una red de agujeros de gusano. Acoplado al caza, Nico se siente como un dios con el apocalipsis al alcance de la mano… aunque en realidad no tenga mano. Ya casi no se siente como Nico. Sonríe sardónicamente al ver cómo los recién llegados a Checkpoint miran de hito en hito los cuerpos en los tanques. Sus viejos recuerdos siguen estando en algún lugar de su interior, pero enterrados bajo un lúcido maremágnum de programación táctica. Y la verdad es que no los echa de menos. Ya no están luchando contra los reptiles, porque resulta que estos no eran más que los títeres orgánicos de una implacable inteligencia de base mecánica. Los titiriteros son más veloces y más inteligentes, y sus ambiciones estratégicas no están claras. Aunque esto no es de la incumbencia de eso que otrora fue Nico. Después de todo, tampoco es que las máquinas sean inmortales. *** El Centro Estratégico envía a Nico todavía más adentro. Lo destinan a un constructo artificial empotrado en la maraña, que flota en un nodo parcialmente estable, como una sombría trombosis. A Nico ya ha dejado de importarle la ubicación de la estación con relación al espacio real. Nadie que sea completamente humano puede llegar tan lejos: la dotación de la estación consiste en cerebros embotellados y en meditabundas inteligencias artificiales. Eso que otrora fue Nico se sorprende al descubrir que su compañía no le disgusta. Al menos, sus prioridades son las correctas. En la estación, eso que otrora fue Nico es informado de que se ha abierto un nuevo frente en la guerra contra los titiriteros, en una región todavía más profunda de la maraña. Llegar hasta allí es más difícil, así que deben rehacerlo una vez más. Su cerebro orgánico se ve invadido por máquinas minúsculas que rodean la vulnerable arquitectura de su materia gris con una estructura de andamios refulgentes. Los puntales y remaches plateados se engranan en un caza no mayor que un bidón de aceite. Apenas piensa en su antiguo cuerpo, allá en Checkpoint, casi nada ya. *** Los titiriteros son meramente un señuelo. Los análisis tácticos revelan que no son más que una intrusión en la maraña de agujeros de gusano de lo que tan solo puede ser descrito como una dimensión anexa. El foco de la campaña militar se desvía una vez más. Ahora la materia orgánica en el núcleo de la mente cibernética de eso que otrora fue Nico ha quedado totalmente obsoleta. Nico no puede señalar el momento exacto en que dejó de pensar con su parte orgánica y empezó a hacerlo con la mecánica, y ya ni siquiera está seguro de que ahora eso tenga importancia. Como organismo, estaba inmovilizado como una polilla aplastada entre dos páginas en el libro de la existencia. Como máquina, puede ser abstraído infinitamente, simulado hasta la séptima simulación, codificado y transmitido a través de la brecha de la realidad, listo para matar. Que es lo que él, o más bien ello, hace. Y, durante un breve lapso, hay muerte y gloria. *** Por la pila de la realidad arriba, un nivel tras otro. Ahora ya no se trata solo de máquinas contra máquinas. Se trata de máquinas dispuestas en tortuosos espacios n-dimensionales, máquinas como fantasmas de máquinas. Las reglas del combate se han convertido en algo tan abstracto (en algo, francamente, tan de muy alta matemática) que el conflicto se parece más a un diálogo filosófico, a un debate en el que los participantes están de acuerdo en casi todo salvo en los detalles más insignificantes y sutiles. No obstante lo cual, debe ser a muerte: la proliferación de una clase de entidades autorreplicantes y pandimensionales sigue siendo a expensas de la otra. *** ¿Cuándo empezó? ¿Dónde empezó? ¿Por qué? Tales cuestiones ya no son en absoluto relevantes ni tienen respuesta. Lo único que importa es que hay un adversario y que el adversario debe ser destruido. Al final (aunque incluso la noción del transcurrir del tiempo ahora resulta claramente discutible), la guerra deviene ortogonal. La pila de la realidad no es sino una compacta masa de capas dentro de algo mayor, de manera que las entidades beligerantes atraviesan inextricables abismos de estructuras metadimensionales, sus mentes en un flujo de continua autotransformación mientras los cimientos de la realidad se retuercen y transforman bajo ellas. Y por fin la figura del enemigo cobra nitidez. El enemigo es inmenso. El enemigo es inexorablemente lento. A medida que sus márgenes van siendo mapeados, se vislumbra de manera gradual que se trata de una clase de intelecto que las máquinas apenas tienen instrumentos para reconocer, menos aún para comprender. Es orgánico. Es multiforme y multivariante. No ha sido planificado ni diseñado. Es caótico y contingente, su origen en la superficie de una estructura, de un objeto perteneciente a las matemáticas todavía más avanzadas. No es sino uno de los varios que van a la deriva siguiendo trayectorias geodésicas por lo que podría denominarse sin demasiada propiedad «espacio». Fluidos arcanos se agitan sobre la superficie del mismo, rodeado en su totalidad por una especie de gas. El enemigo requiere tecnología, no solo para mantenerse a sí mismo, sino también para propagar sus ambiciones bélicas. El triunfo sobre lo orgánico es el destino cósmico que las máquinas han estado persiguiendo a través de innumerables instanciaciones. Sin embargo, matar al enemigo ahora, sin explorar más en profundidad su naturaleza, sería ineficiente además de poco sutil. Sería desperdiciar máquinas que podrían salvarse si se comprendieran mejor las debilidades del contrario. Y ¿qué mejor manera de examinar esas flaquezas que crear otra clase de entidad viviente, un ejército de organismos títeres, y enviar ese ejército a la batalla? Es posible que los títeres no ganen, pero obligarán al adversario a emplearse al máximo, a dejar al descubierto aspectos de sí mismo que hasta ahora estaban ocultos. Así que son enviados. Voluntarios, en teoría, aunque el concepto de «voluntario» implica un sincero altruismo que resulta difícil armonizar con el funcionamiento de las matrices de decisión multidimensionales de las máquinas. La carne se produce en hangares descomunales llenos de resplandecientes tanques verdes, luego se la moldea para formar organismos similares pero no idénticos al enemigo. A esos enormes cuerpos sin mente se les trasvasa la papilla aguada hecha a partir de restos de intelectos compactificados de las máquinas. Nada parecido a lo que estas considerarían inteligencia, pero sirve. Las memorias reviven brevemente cuando los procesos de compactificación remueven los datos antiguos, que llevan milenios subjetivos sin ser tocados, a la búsqueda de algo que pudiera ofrecer alguna ventaja estratégica. Entre las fugaces sensaciones, las titilantes visiones, una de las máquinas recuerda estar en fila bajo un cielo amarillo eléctrico, esperando. Oye el chasquido de una picana eléctrica, nota el olor de las negras quemaduras del tejido chamuscado. La máquina tarda un instante en decidir, luego borra el recuerdo. Su nuevo cuerpo de títere verde y escamoso ya está listo, y tiene trabajo esperándole. El enemigo debe morir. © 2009 Alastair Reynolds
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