Ken Liu
Traducción de Marcheto (En la antigüedad, la escritura no existía. Cuando se necesitaba formalizar un contrato o pacto, se ataba en una cuerda un nudo grande para los asuntos importantes y uno pequeño para los nimios. El número de nudos dependía de la cantidad bajo contrato. Esto era suficiente para que quedara constancia.) Jiujiayi, texto filosófico chino sobre el estudio del I Ching, escrito probablemente en la época de la dinastía Han oriental (25-220 d. C.) Villar del Cielo A los espíritus les gusta gastarnos bromas. A lo largo de mi vida he visto más que cualquier nan del que tengamos noticia y, sin embargo, también soy el más corto de vista, prácticamente ciego. Hace cinco años, cuando dos mercaderes birmanos subieron montaña arriba para su viaje comercial anual, con el cabello empapado tras la dura ascensión a través de las nubes, trajeron con ellos un desconocido. El desconocido no se parecía a nadie que yo hubiera visto antes ni tampoco existían antecedentes de alguien como él en nuestro archivo de cuerdas. Era alto, le sacaba tres palmos a mi sobrino Kai, y Kai era el hombre más alto de la aldea. Tenía el rostro pálido, sonrojado y rubicundo, como la estatua de un arhat con la cara pintada. Tenía además los ojos azules y el pelo dorado, y una nariz tan afilada y sobresaliente del rostro que parecía el pico de un pájaro. Pha, uno de los mercaderes, nos dijo que el nombre del desconocido era To-mu. —Viene de muy lejos —añadió. —¿De tan lejos como Rangún? —pregunté. —De mucho, mucho más lejos. Es de América. Jefe Soe-bo, eso está tan lejos que ni te lo puedes imaginar. Ni un halcón volando veinte días sin descanso llegaría hasta allí. Aquello era probablemente una exageración, porque a Pha le gustaba contar embustes. No obstante, To-mu le habló en un idioma áspero y entrecortado que tenía una especie de musicalidad que yo nunca había oído, así que estaba claro que no era de ningún lugar por mí conocido. —¿Qué está haciendo aquí? —Vete a saber. Yo no entiendo nada de lo que hace. Los occidentales son de lo más raro, y mira que he conocido muchos; pero este es todavía más raro que la mayoría. Llegó andando a Man-sam hace un par de días, con ese macuto a la espalda, que cualquiera diría que contiene todas sus pertenencias. Nos pidió a Aung y a mí que lo lleváramos a lugares donde nunca hubiera estado ningún occidental y nos ofreció un montón de dinero. Así que le dijimos que lo traeríamos a Villar del Cielo. A lo mejor está huyendo y escondiéndose de algún señor del opio. Pha haría cualquier cosa por dinero, incluso incurrir en la ira de un general con campos de opio. A veces nosotros también vendemos arroz para conseguir dinero, para ahorrar para los años de escasez cuando tal vez no tengamos suficiente arroz para intercambiar, pero no lo codiciamos como Pha. Si To-mu estaba intentando esconderse de algún señor del opio, entonces nosotros no queríamos tener nada que ver con él. Tenía que vigilarlo bien de cerca y asegurarme de que se marchara con los mercaderes. Sin embargo, To-mu no actuaba como un fugitivo. Era vocinglero y mal educado, y sonreía a todos y ante todo. Siempre estaba pidiendo a algún aldeano que se quedara un momento quieto mientras se llevaba a los ojos una cajita de metal que hacía “clic, clic, clic”… Deambulaba por ahí observando nuestras chozas, los estrechos bancales, las flores silvestres y las malas hierbas, e incluso a los niños que cagaban entre los matorrales. Pha le hacía de intérprete y él preguntaba cosas de lo más estúpido: ¿cómo llamábamos a este animal?, ¿cuál era el nombre de aquella flor?, ¿qué comíamos?, ¿qué hortalizas y otras plantas cultivábamos? To-mu era como un niño ignorante de lo más básico, y se comportaba como si fuéramos las primeras personas que hubiera visto en su vida. Buscó a Luk, el curandero, y le enseñó un fajo de dinero. —Quiere que le hables de enfermedades y de cómo las tratas —dijo Pha. Los mercaderes también le solicitaban a Luk ese tipo de consejos, así que esta petición no era tan extraña como las otras preguntas de To-mu. Luk hizo caso omiso del dinero y se dedicó a llevarlo de aquí para allá señalándole pacientemente hierbas e insectos y explicándole sus aplicaciones. To-mu levantaba su caja metálica y hacía clic ante todo, aparte de escribir en un cuaderno cuando recogía hierbas e insectos, que guardaba en bolsitas transparentes que sacaba de su macuto. * * * Los nan llevamos miles de años viviendo en estas montañas. Los libros más antiguos que se conservan en la aldea (copiados y vueltos a anudar con cabos de cáñamo nuevos cada pocas generaciones) narran los orígenes de nuestro pueblo. Antaño, nuestros antepasados vivían muchos días al norte, en un pequeño reino chino. Estalló una guerra y unos invasores a caballo arrasaron los arrozales y quemaron nuestras casas. El bravo anciano San-pu guió a los supervivientes en una huida desesperada, hasta que dejamos de oír el ruido de los cascos de los caballos, tras de lo cual continuamos caminando otra luna más. Subimos a lo alto de esta montaña y establecimos nuestra morada por encima de las nubes. No molestamos al mundo y el mundo, habitualmente, nos deja en paz. Y si he dicho «habitualmente» es porque, todos los años, algunos marchantes suben montaña arriba y nos traen medicinas, herramientas de hierro, telas de seda y algodón, y especias de tierras lejanas. A cambio, solo quieren una cosa: nuestro arroz. Esos granos, grandes y suaves, distintos a todos los que se cultivan en los pueblos birmanos al pie de la montaña, y que los vendedores pregonan en los mercados como el «arroz celestial». A sus clientes les cuentan que el arroz celestial crece en el aire alimentándose de esencia pura de las nubes. Cuando me enteré, les expliqué a los marchantes que el arroz crece en los bancales de la ladera de la montaña y que se riega mediante acequias, igual que hacían nuestros antepasados e igual que se hace en los pueblos a menos altura; pero ellos se rieron. «Los compradores prefieren nuestra historia —dijeron—. Gracias a nuestra versión están dispuestos a pagar más». Nunca puedes fiarte de que los comerciantes te vayan a decir la verdad. La cosecha de arroz llevaba unos años sin ser buena. No llovía tanto como antes y los arroyos que bajaban desde la cima de la montaña quedaban reducidos a un hilillo de agua en verano. Los jóvenes de ojos agudos decían que les parecía que las cumbres nevadas que se divisan a lo lejos hacia el oeste estaban perdiendo su blanca cabellera, como ancianos cuyo pelo raleara. Las familias comían muchas más plantas silvestres y los niños echaban una mano cazando pájaros y tupayas, pero incluso estas fuentes de alimentos parecían estar resintiéndose. Yo había consultado los registros de las precipitaciones y las cosechas durante los últimos siglos, y no había constancia de una sequía así. ¿Habría algo en el mundo al pie de la montaña que fuera la causa de todo esto? Les pregunté su parecer a los marchantes. «Dicen que el tiempo está raro por todas partes: sequía al norte, en China, y ciclones al sur, por el Irawadi —respondieron con un encogimiento de hombros—. Quién sabe por qué. Así es como están las cosas y punto.» * * * Les dije a To-mu y a los mercaderes que podían pasar la noche en mi casa, antes de emprender al día siguiente el largo descenso. Pha y Aung siempre tenían buenas historias que contar sobre el mundo de allá abajo, y To-mu también parecía un hombre pródigo en anécdotas interesantes. Les serví el arroz con brotes de bambú dulce y jengibre encurtido que me quedaba. To-mu se relamió y alabó la comida. Yo me reí, avergonzado. Después de comer nos sentamos alrededor del fuego y charlamos mientras bebíamos vino de arroz. Le pregunté a To-mu a qué se dedicaba. Se quedó en silencio unos instantes, luego se rascó la cabeza y se rió, y a continuación le soltó una larga ristra de palabras a Pha, que lo dejó con expresión perpleja. Pha se encogió de hombros y me dijo, «Dice que estudia las enfermedades y que inventa proteínas (supongo que serán algún tipo de medicina) para tratarlas. Aunque todo es de lo más confuso. Dice que él no visita a los enfermos ni prepara las medicinas. Que solo se le ocurren ideas». Así que era curandero, o algo así, una profesión de lo más honorable. Yo sentía un gran respeto por todo aquel que deseara curar a los demás, por muy raro que pudiera ser To-mu. Le pregunté si quería que le leyera algunos de los viejos libros de medicina de los nan. Ni siquiera alguien tan versado como Luk era capaz de guardar todo el conocimiento en la cabeza, así que con frecuencia consultaba los libros de medicina antiguos cuando se encontraba una enfermedad que no había visto antes. Nuestros antepasados nos han transmitido mucha sabiduría, en parte pagada con la vida de aquellos valientes que se aventuraron a cruzar la línea que separa remedios y venenos. To-mu asintió con la cabeza cuando Pha le tradujo mi ofrecimiento. Me levanté y cogí los ovillos llenos de nudos que eran los libros de medicina. Extendí la cuerda y, pasando mi dedo por ella, fui leyendo en voz alta los síntomas y los remedios. Sin embargo, en lugar de escuchar la traducción de Pha, To-mu estaba mirando los libros de nudos con los ojos como platos. Interrumpió a Pha y farfulló algo. Se le notaba que estaba sumamente excitado. «Nunca antes había visto la escritura de nudos —dijo Pha—. Quiere entender cómo haces lo que haces». * * * Los mercaderes llevaban años viendo los nudos de los nan y se habían acostumbrado. Yo también los he visto a ellos registrar sus compras e inventarios con marcas sobre papel. Tibetana, china, birmana, naga… los diferentes comerciantes utilizan diferentes caligrafías, pero, aunque se vean distintas, a mí las marcas de tinta siempre me parecen muertas, planas, feas… Los nan no escribimos: hacemos nudos. Los nudos nos han permitido mantener vivas la sabiduría y las voces de nuestros antepasados. Una cuerda de cáñamo larga, cimbreante y elástica, se estira y retuerce para que tenga la tensión y flexibilidad adecuadas. En ella se pueden hacer treinta y un tipos de nudos distintos, que corresponden a la posición de los labios y lengua al pronunciar las distintas sílabas. Atados unos a continuación de otros, como rosarios budistas, los nudos forman palabras, frases, historias… El habla cobra sustancia y forma. Cuando pasas la mano por la cuerda, sientes los pensamientos de los anudadores en los dedos y sus voces recorriendo tus falanges. La cuerda anudada no se queda estirada. Los nudos ejercen una tensión sobre ella, que se enrolla sobre sí misma, retorciéndose, doblándose, ansiando adoptar una forma concreta. Un libro de nudos no es una línea recta, sino más bien una estatua compacta. Los distintos nudos proporcionan distintas formas a la cuerda enroscada, con lo que tan solo de un vistazo se puede ver el flujo y perfil del argumento, los altibajos tangibles del ritmo y rima. Yo nací con mala vista. Solo alcanzo a ver con nitidez a unos palmos de distancia y me duele la cabeza si fuerzo los ojos demasiado tiempo. Sin embargo, mis dedos siempre han sido ágiles, e incluso ya de niño mi padre decía que aprendía al vuelo las propiedades de las distintas cuerdas y nudos. Tenía talento para imaginarme la manera en que los nudos iban a cambiar la tensión de la cuerda, cómo esas pequeñas fuerzas tiraban y empujaban hasta hacerla adoptar su forma definitiva. Todos los nan saben anudarlos, pero solo yo tengo buen ojo para ver la forma final de la cuerda antes de que se haya atado ni uno solo. Me inicié como copista, cogiendo los libros más antiguos que estaban deshilachándose y cayéndose a pedazos, palpando y memorizando la secuencia de nudos para a continuación recrearlos con una cuerda de cáñamo nueva, de manera que todos los nudos, todas las vueltas, quedaran reproducidos fielmente, hasta que la cuerda se enrollaba sobre sí misma, en una réplica exacta del original, para que nuestros hijos y sus propios hijos también puedan palparlos y aprender de las voces del pasado. Y más adelante, cuando tras la muerte de mi padre asumí la jefatura de la aldea y la custodia de los archivos, empecé a anudar mis propias cuerdas. Mis nudos representaban asuntos prácticos, como el precio que nos cobraban los mercaderes año tras año, para evitar que nos estafaran; las nuevas aplicaciones que los curanderos descubrían para hierbas ya conocidas; los ciclos climáticos y de los cultivos. También hacía nudos para registrar otras cosas, simplemente porque me agradaba el aspecto de las cuerdas anudadas una vez había terminado: las tonadas que los jóvenes cantaban a las muchachas que les gustaban, la sensación de los primeros rayos de sol de primavera sobre mi rostro tras el oscuro invierno, o las sombras fluctuantes de los nan bailando alrededor de la hoguera durante la Fiesta de la Primavera. * * * Parque tecnológico a las afueras de Boston Conseguir a Soe-bo la documentación necesaria para viajar me llevó un año de súplicas, abogados caros y sobornos (perdón, tasas de tramitación extraordinarias), e incluso tuve que retomar el contacto con algunos conocidos con los que no había hablado desde la universidad y que ahora trabajaban en el Departamento de Estado. «¿Que no tiene certificado de nacimiento?, ¿ni apellido? ¿No se dedicará allá arriba a cultivar opio para los señores de la guerra? Pero ¿realmente sabes algo sobre este tipo? Perdona que te diga, Tom, pero estoy teniendo que pedir un montón de favores por culpa de ese nativo hechicero tuyo. Más vale que merezca la pena.» Es increíble cómo unos cuantos papeles pueden generar tantos quebraderos de cabeza. Todo esto me hizo añorar la época victoriana, cuando con toda tranquilidad podías traerte a casa un «nativo» de la selva sin tener que tratar con mil burócratas de dos gobiernos que, además, no se caían demasiado bien entre sí. * * * —Es un viaje muy largo —había dicho Soe-bo cuando, en mi segunda visita a Villar del Cielo, lo intenté convencer de que se viniera conmigo—. Demasiado lejos para mí. A los nan el dinero les traía sin cuidado. Sabía que prometerle una generosa recompensa no serviría de nada. —Si me acompañas, puedes ayudar a curar a mucha gente. —Yo no soy curandero. —Lo sé, pero vuestra escritura de nudos… Puedes ayudar a mucha gente. No te lo puedo explicar, tienes que confiar en mí. Había hecho mella en él, pero seguía sin estar convencido. Y entonces jugué mi baza, algo que sabía que tenía en mente, lo único que tal vez quisiera. —Vuestras cosechas de arroz están muriendo por la sequía —dije—. Puedo ayudarte a conseguir nuevo arroz que se dé bien con menos agua. Pero tendrás que acompañarme, y entonces te entregaré las nuevas semillas. * * * Soe-bo no estaba tan aterrorizado en el avión como me había esperado. Para empezar, era tan pequeño que, acurrucado en su asiento y con sus movimientos lentos y cautelosos, casi más parecía un niño. No obstante, estaba tranquilo. Creo que el autobús hasta Yangon le había asustado mucho más. Tras haber ido sentado en una caja metálica que se movía por sus propios medios para llevarte de un sitio a otro, supongo que lo de una caja que volaba tampoco le resultó mucho más extraño. En cuanto lo instalé en la suite-estudio del hotel situado junto a las instalaciones de los Laboratorios GACT, se quedó dormido. No utilizó la cama, sino que se hizo un ovillo sobre las baldosas del suelo de la cocina. Más cerca del hogar, supuse, un impulso instintivo sobre el que había leído en los viejos libros de antropología. * * * —¿Puedes anudar una cuerda para que termine teniendo esta forma? —le pregunté señalando un pequeño modelo esculpido en arcilla que se asemejaba ligeramente a la cabeza de un dragón. El universitario birmano que estaba utilizando como intérprete sacudió la cabeza —todo este asunto debía de parecerle de lo más descabellado, porque, ¡qué demonios!, si hasta a mí me lo parecía—, pero tradujo la pregunta. Soe-bo cogió el modelo y lo giró en todos los sentidos. —No dice nada. Los nudos no tendrán ni pies ni cabeza. —No importa. Lo único que quiero es que hagas que la cuerda se doble y adopte esta forma de manera natural. Asintió y empezó a retorcer y anudar la cuerda. A medida que se plegaba sobre sí misma iba comparando el resultado con el modelo, tirando de ella para estirarla y permitiendo que se volviera a enrollar. Movió la cabeza negativamente y luego desató algunos nudos e hizo otros nuevos. En el laboratorio, cinco cámaras distintas registraban su progreso y, al otro lado de un espejo unidireccional, una docena de científicos estaban inclinados observando al diminuto hombre y la imagen ampliada de sus diestros dedos. —¿Cómo lo haces? —le pregunté. —Mi padre me enseñó, igual que su padre le había enseñado a él. La escritura de nudos nos ha sido transmitida por nuestros antepasados. Yo he desanudado y vuelto a rehacer un millar de libros, y siento en los huesos cómo quiere anudarse la cuerda. * * * Las proteínas son largas cadenas de aminoácidos enlazados, cuya secuencia viene dictada por genes de las células vivas. Los intrincados aminoácidos, con sus cadenas laterales hidrofóbicas e hidrofílicas y sus cargas opuestas, se atraen y se repelen entre ellos, y mediante enlaces de hidrógeno forman estructuras secundarias locales, como las hélices alfa y las láminas beta. La larga cadena de la proteína es una masa inestable, que se contorsiona y tiembla empujada por millones de minúsculos vectores de fuerza hasta que se «pliega», se enrolla sobre sí misma para minimizar la energía total de la cadena completa, y así es como se asienta en su estructura terciaria. Este estado definitivo y estable, su estructura nativa, proporciona a una proteína su forma característica, una diminuta aglomeración tridimensional, una escultura modernista. La forma de una proteína es lo que define su función. El «plegamiento correcto» de una proteína va a depender de múltiples factores: la temperatura, el disolvente, las moléculas chaperonas que contribuyen al proceso… Cuando las proteínas no consiguen plegarse y adoptar su forma característica, el resultado son los priones de las vacas locas, u otras enfermedades como el alzhéimer o la fibrosis quística. Sin embargo, a partir de proteínas bien conformadas se obtienen fármacos que pueden detener la división descontrolada de las células cancerígenas, bloquear las transformaciones celulares sin las que el virus del SIDA no puede replicarse, y curar todo tipo de enfermedades de difícil tratamiento. No obstante, pronosticar la estructura nativa de una secuencia de aminoácidos (o lo contrario, diseñar una secuencia de aminoácidos que se pliegue y adopte la forma deseada en una proteína) es más arduo que la física de partículas. Una simulación exhaustiva de todas las fuerzas que actúan sobre los átomos de incluso una cadena corta de aminoácidos, combinada con una búsqueda por el paisaje de energía libre, doblegaría al más potente de los ordenadores. Y las proteínas están compuestas por cientos de aminoácidos, e incluso en ocasiones por miles. Si se consiguiese encontrar un algoritmo rápido y fiable para pronosticar el plegamiento de una secuencia de aminoácidos hasta su estructura nativa, sería el mayor avance de la medicina desde el descubrimiento de los antibióticos. Salvaría innumerables vidas… además de ser de lo más lucrativo. * * * De tanto en tanto, cuando Soe-bo parecía cansado del trabajo, me lo llevaba de excursión a Boston. Yo también disfrutaba con estas escapadas. Mis viajes por el mundo me habían convertido en una especie de antropólogo aficionado y me gustaba observar las reacciones de aquellos ajenos a nuestra cultura ante las cosas que para nosotros son tan normales que ni nos fijamos en ellas. Me resultaba fascinante ver el mundo a través de los ojos de Soe-bo, y descubrir lo que le impresionaba y lo que no. Soe-bo aceptó los rascacielos como atributos del paisaje, pero le asustaban las escaleras mecánicas. El verse rodeado por coches, carreteras y multitudes de personas de todos los colores no lo inquietó en exceso; sin embargo, no conseguía sobreponerse a su pasmo ante los helados. Era intolerante a la lactosa, pero estaba dispuesto a soportar el dolor de estómago a cambio del placer de un par de bolas de helado. Evitaba los perros, incluso cuando iban con correa, pero le gustaba dar de comer a los patos y las palomas en el parque. * * * El siguiente paso fue pasar a las simulaciones por ordenador. Soe-bo fue incapaz de aprender a manejarse con el ratón y la pantalla le cansaba la vista, así que tuvimos que improvisar un sistema de simulación 3-D completado con guantes, gafas y unos sensores táctiles apropiados. Ya no lo teníamos trabajando con los nudos a los que estaba acostumbrado. Teníamos que averiguar si su habilidad para pronosticar la forma final de la cadena no era más que el resultado de la memorización de unas rígidas tradiciones de su pueblo o si esas técnicas podrían generalizarse y traducirse en una nueva disciplina. A través de las imágenes que recibíamos de sus gafas, lo observábamos manipular los modelos de aminoácidos que flotaban en el aire, estudiando sus propiedades al yuxtaponerlos. Sacudía las cadenas, separaba algunas hebras y juntaba otras, y empujaba hacia dentro las cadenas laterales. Para él no era más que un juego extraño. Sin embargo, no tuvo demasiado éxito. Los aminoácidos eran demasiado distintos a sus nudos y no era capaz de resolver ni los problemas más sencillos. * * * La junta directiva empezó a impacientarse y a mostrarse escéptica: «¿De verdad piensas que vamos a lograr un avance decisivo gracias a este campesino asiático analfabeto? Como esto no funcione y salga en los periódicos, los inversores nos van a evitar como si estuviéramos apestados». Una vez más tuve que sacar a colación mi historial, todas esas ocasiones en las que había extraído conocimientos médicos de pueblos preindustriales. No era nada raro que, en el meollo de todo el barullo de supersticiones y cuentos de viejas, se ocultara una base de verdadera sabiduría que podía ser descubierta y empleada para conseguir ganancias sustanciosas. ¿Acaso nuestro fármaco estrella no se había obtenido en un principio de esas orquídeas que utilizan los indios taeoc de Brasil? Deberían haber tenido un poco de fe en mi instinto. Aunque yo también estaba preocupado. * * * En nuestra siguiente excursión lo llevé al museo Sackler, en Harvard, donde tenían una colección de arte asiático antiguo. Como tenía entendido que los nan habían emigrado hasta su actual asentamiento desde algún punto del norte de China durante la Edad de Bronce, pensé que a Soe-bo podría interesarle ver las viejas vasijas rituales de barro y bronce fabricadas por esos pueblos que tenían vínculos con sus antepasados. En el museo había pocos visitantes, así que pudimos deambular con tranquilidad. A Soe-bo le llamó la atención una gran olla redondeada de bronce con tres patas que estaba en una vitrina, y se acercó lentamente. Yo fui tras él. El recipiente, llamado ding, tenía grabados caracteres chinos y motivos animales ornamentales, pero había algo más: un dibujo tenue de líneas finas que cubría las partes más lisas. Leí el pequeño rótulo que había al pie: «Los chinos envolvían los recipientes de bronce con seda y otros tejidos delicados para su almacenamiento. Con el transcurso de los siglos, en la pátina quedaban las marcas de la urdimbre y trama del envoltorio, marcas que permanecían mucho después de que el tejido se hubiera degradado. Nuestro conocimiento de los tejidos chinos se deriva casi íntegramente de estos rastros.» Le pedí al traductor que se lo leyera a Soe-bo, el cual asintió con la cabeza y apoyó el rostro en el cristal para poder verlo mejor. Un guarda del museo se dirigió hacia nosotros, pero con un gesto le indiqué que no hacía falta. «No pasa nada. Es que tiene mala vista», le dije. «Gracias —me dijo más tarde Soe-bo—. Como ellos no escribían con las hebras, las marcas no significaban nada. Sin embargo, al examinarlas de cerca me llegaron sus voces, aunque débilmente. La oportunidad de escuchar una sabiduría tan ancestral, incluso aunque no pudiera entenderla, supone todo un regalo.»». * * * Durante nuestra siguiente sesión, Soe-bo consiguió plegar una cadena bastante compleja. Fue como si hubiera adquirido algún nuevo tipo de intuición y de pronto le hubiera pillado el truco al asunto. Repetimos el experimento con algunas cadenas más complejas, que resolvió aún más deprisa. Creo que él estaba incluso más contento que yo. —¿Qué es lo que ha cambiado? —No sé cómo explicarlo —me dijo—. En mi escritura de nudos, los nudos que están muy alejados no influyen unos en otros; pero eso no es así en tu juego. Oír las voces que han quedado en las vasijas de bronce chino me ha servido de ayuda. El diseño del entramado se hace con una hebra que se anuda sobre sí misma una y otra vez. Y una vez tejida la malla, la tensión de un nudo se siente en todas las direcciones, incluso en los nudos más alejados. Eso me hizo comprender cómo tenía que plantearme este juego e introducir cambios en lo que sabía sobre la escritura de nudos para así hacer que los modelos encajen. Las voces ancestrales tenían mucho que enseñarme, aunque yo tenía que saber cómo escucharlas. A mí todas estas paparruchadas me traían sin cuidado mientras funcionaran. Reprodujimos una y otra vez la grabación de sus sesiones en el ordenador, abstrayendo sus movimientos, infiriendo sus decisiones, sistematizando sus intentos… y compilándolo todo en un algoritmo. No fue algo trivial: refinar los instintos de Soe-bo hasta convertirlos en instrucciones explícitas requirió grades dosis de creatividad y de duro trabajo. No obstante, el contar con los movimientos de Soe-bo a modo de faro en mitad del tenebroso mar de las posibilidades infinitas hizo que la tarea resultara factible. Tuve que contenerme para no espetarle a la junta, «Ya os lo había dicho». * * * Soe-bo me recordó que todavía no había cumplido mi promesa. Llevábamos meses trabajando juntos, y los progresos que estábamos realizando me tenían tan absorto que se me había olvidado. Me sentí abochornado. Telefoneé a Chris, que durante el postgrado había estado en el mismo laboratorio que yo. Ahora trabajaba en Enadyne Agro, empresa con fama de contar con buenas variedades de arroz modificado genéticamente. Le expliqué lo que quería: resistente a la altitud y la sequía, con un alto rendimiento, que se diera bien en suelos ácidos, y a ser posible inmune a las plagas comunes en el sureste asiático. —Tengo algunas variedades que podrían servir —dijo Chris—, pero son caras. Y no nos suele hacer gracia vender semillas a un lugar como Birmania. Aparte del riesgo político, en gran parte de Asia no se respeta la propiedad intelectual. No me gustaría encontrarme con que nuestro arroz se está cultivando sin pagar por todo el país. Ya sabes que la policía y los tribunales no sirven de nada, y contratar matones para obligar a los campesinos a que respeten las patentes no queda nada bien en los noticiarios de la noche. Se lo pedí como un favor y le prometí que le ayudaría con las lecciones sobre la propiedad intelectual. —Tal vez tengamos que adoptar una solución técnica para el problema de las semillas no autorizadas —añadió. «Los nan necesitan el arroz —pensé yo—. El mundo está cambiando a su alrededor y ellos necesitan ayuda.» * * * Acompañé a Soe-bo en su viaje de regreso y le ayudé a transportar montaña arriba los sacos con semillas de arroz. Teníamos que constituir una curiosa estampa: a la cabeza, el pequeño explorador asiático que vuelve a su hogar, y yo detrás, un sherpa un tanto extraño acarreando la carga a duras penas. * * * Villar del Cielo Tardé bastante tiempo en anudar la historia de mi viaje a América y de todas esas cosas tan maravillosas que había visto allí. Estos documentos ocupan ahora toda una estantería, y los niños vienen en busca de más historias todas las noches. Un viaje así te hace darte cuenta de que hay mucho que un hombre no comprende. Antes de marcharme creía saber mucho, porque era la persona de la aldea que más libros-cuerda de esta cámara había leído, pero ya no me engaño. Las semillas de arroz que To-mu nos entregó a cambio de que fuera a América crecieron como si fueran mágicas. El primer año tuvimos la cosecha más abundante que nadie alcanzaba a recordar. El arroz no era tan sabroso como el de antes, pero tuvimos muchísimo más. Lo celebramos con una gran fiesta, y todo el mundo, niños incluidos, se emborrachó. Yo me sentía bien por lo que había hecho, por haber traído semillas nuevas, esa nueva oportunidad venida de fuera gracias a la que todo el mundo volvería a tener la barriga llena. Antes de la siguiente estación de siembra, To-mu regresó de nuevo con Pha y Aung, llevando como siempre su pesado macuto. A pesar de que no hacía mucho que nos conocíamos lo consideraba un viejo amigo, como si lo hubiera tratado desde niño, tanto era lo que había aprendido desde aquel día en que me lo presentaron. Sin embargo, To-mu parecía incómodo, nervioso. —He venido para venderos más semillas —me dijo. —Vaya, pero si no necesitamos más. —Había aprendido a aceptar que aunque To-mu podía ser todo un experto en determinados asuntos tenía muy poco sentido común—. Guardamos semillas abundantes de la cosecha del año pasado. To-mu apartó la mirada y me dijo: —Las semillas que guardasteis no servirán. Son estériles. Pha no sabía cómo traducir esta palabra, así que To-mu tuvo que intentarlo de nuevo. —Las semillas no crecerán. Están muertas. Tenéis que comprar semillas nuevas. Yo nunca había oído nada por el estilo. ¿Cómo era posible que las semillas crecieran hasta convertirse en espigas de arroz que a su vez no produjera más semillas? To-mu me explicó que en todos los seres vivos, incluidas las semillas e incluidos nosotros, hay unos trocitos minúsculos y retorcidos de cuerda, que se llaman genes, y que determinan cómo crecerá y el aspecto de ese ser. Los genes están constituidos por unos pequeños grumos enlazados que forman un lenguaje que se puede leer. —Como los nudos de los nan —apunté, y él movió la cabeza afirmativamente. Cuando alguien inventa un nuevo gen, una cadena de palabras nuevas, y lo introduce en una semilla, esa semilla puede tener características del agrado de la gente. Las palabras revalorizan las semillas, pero esas palabras pertenecen al inventor, y los demás tienen que pagarle si quieren cultivar la semilla. Para garantizar que la gente pague, me explicó To-mu, a veces el inventor tiene que meter más palabras que eviten que esa semilla produzca semillas nuevas. Para que así la gente tenga que pagar todos los años. —Si intentaras cultivar semillas con ese gen sin el permiso del inventor, estarías robándole —añadió To-mu—. Es lo mismo que si entraras en la casa del inventor y le quitaras un cuenco de arroz. Los genes estériles se añaden para ayudar a que la gente sea honrada. Esto no tenía ni pies ni cabeza. Si yo le quito a alguien un cuenco de arroz, eso es robar porque esa persona ya no tiene el cuenco de arroz. Sin embargo, si alguien me enseña una palabra nueva y poderosa, yo no le he arrebatado la palabra: él la sigue teniendo. En un intento por entenderlo mejor le pregunté: —Tenemos que pagar para utilizar estas palabras que dices que están anudadas en el interior de las semillas de arroz. Él asintió. To-mu me había contado que el verme atar los nudos en su juego le había resultado de ayuda. —Entonces, si tú aprendiste las palabras de nuestros libros, la sapiencia de nuestra escritura de nudos, ¿también nos tienes que pagar todos los años? To-mu soltó una carcajada y se rascó la cabeza. Tuve la impresión de que estaba nervioso. —No, creo que no. Lo que yo aprendí de vosotros era… antiguo. No estaba protegido, ni por el copyright ni por una patente. Más palabras que Pha no supo traducir, pero no quise que se molestara en pedirle a To-mu que las explicara. Si yo aprendía más palabras suyas, tal vez también tuviera que pagar por ellas. Había entendido lo suficiente para saber que To-mu consideraba que lo que los nan podían enseñarle carecía de valor. Había sido un necio. Creí estar haciendo algo para ayudar a la aldea, pero resultaba que la parte del trato de To-mu tenía trampa. Lo único que había logrado era que nos endeudáramos con un amo extranjero, un amo al que tenemos que pagarle un tributo anual. Había conseguido rebajar a Villar del Cielo al mismo nivel de los campesinos sujetos a los señores del opio. No había nada que hacer, así que vendimos más arroz a los mercaderes para conseguir dinero, que empleamos en comprarle semillas a To-mu. —El precio se incrementará un poco el próximo año, y el siguiente —dijo él—. He tenido que rogarle a mi amigo que os hiciera un descuento los primeros años. Tal vez os interese pensar en cómo desarrollar la economía del pueblo para que os podáis permitir las semillas y además comprar cosas mejores, como medicinas y helados. Pha dijo que lo que decía To-mu tenía en parte sentido. El mundo estaba cambiando y los nan también debían cambiar. Algunos jóvenes podían bajar de la montaña para trabajar, y Pha sabía que las muchachas guapas tenían oportunidades en las ciudades, sobre todo si estaban dispuestas a marcharse hasta Tailandia. Anudé un libro sobre mi conversación con To-mu. Tal vez sirva como advertencia para el futuro, para que otros no sean tan estúpidos y cortos de miras como lo he sido yo. Los siguientes años intentamos cultivar algo de nuestro antiguo arroz junto con el nuevo, pero el de antes se secaba porque necesitaba agua abundante y teníamos que reservar la mayor parte de la poca que teníamos para el nuevo, así que la gente dejó de intentarlo. A veces pienso en los pequeños genes enroscados en el interior de las antiguas semillas, las palabras que nos legaron nuestros antepasados ahora olvidadas y acumulando polvo en los sacos donde están almacenadas. ¿Alguna vez llegarán a crecer esas semillas si es que acaso en el futuro retornan las lluvias? To-mu no ha regresado desde ese segundo año. Ahora es otro hombre el que viene antes de la estación de siembra para vendernos las semillas. * * * Parque tecnológico a las afueras de Boston El algoritmo basado en las técnicas de Soe-bo funcionó bien, mucho mejor que cualquier otro sistema publicado hasta el momento. Y ahora que los abogados han terminado con los trámites de la patente, mi artículo describiendo la investigación ya ha pasado a la fase de revisión por expertos independientes. Si todo va bien, esto puede ser justo el avance decisivo que estaba buscando. Mi algoritmo agilizará el descubrimiento de nuevos fármacos en varios órdenes de magnitud y salvará innumerables vidas. No he tenido tiempo para pensar demasiado en cómo va a afectar a las ganancias de nuestra empresa, pero la presentación del director de finanzas a la junta fue muy bien recibida. Las proyecciones a diez años de los beneficios procedentes directamente del descubrimiento sumados a los obtenidos de las licencias parecía una curva exponencial. Quizás sea el momento de embarcarme en otra expedición. Tal vez a Bután… * * * Nota del autor: la posibilidad de explotar las habilidades humanas de reconocimiento de modelos y razonamiento espacial en la investigación de algoritmos eficaces para el plegado de proteínas es descrita por Seth Cooper et ál. en «Predicting protein structures with a multiplayer online game» [Predicción de estructuras de proteínas mediante un juego online multijugador], en Nature 466, 756-760 (05/08/2010). Algunas de las características del sistema de escritura de nudos de los nan están modeladas basándose tanto en el alfabeto coreano, el hangul, como en los quipus incas y en el arte tradicional de los nudos chinos.
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