Víctor Conde
(Primera entrega de las cuatro en las que se divide esta novela corta) 1. El hombre escondido La doctora Castillo podía oír una música gravitando justo por encima de su espectro auditivo. Quizás proviniera de los cascos del chaval que estaba sentado dos asientos por delante, las piernas dobladas sobre el reposabrazos. Los cascos le traían la música hasta su mismo tímpano, pero eso no significaba que estuviese dispuesto a renunciar al volumen. Castillo no entendía aquella música carente de melodía, pero tampoco le importaba. Las melodías que quería oír pertenecían a un reino muy distinto del universo electromagnético, uno en el que también había ritmos, sí, y también canciones, aunque para entenderlas una tuviera que reconocer instrumentos de nombre tan extraño como “radiación de la línea alfa-H del hidrógeno”. El tren de cercanías traqueteaba por los raíles como el carrito de un anciano. Pasaba cerca de bosques que se habían apartado gentilmente para dejar pasar las vías, de pueblos aferrados al borde de precipicios que daban a antiguos cauces de ríos, y fósiles de iglesias que aún señalaban el lugar donde se suponía que estaba la antena parabólica de Dios. “Ojalá el Señor sepa leer también en la frecuencia alfa del hidrógeno”, pensó, “o lo va a tener crudo para poder captar nuestras señales”. La música de aquel adolescente la molestaba, porque imponía un ritmo no deseado a sus pensamientos, como si tras cada pum-pum-pah fuese obligado colocar un ¡eureka! Para concentrarse en la milonga que iba a soltarle al profesor Delagua (malditos fueran sus escondrijos, y la paranoia que lo había obligado a ocultarse del mundo) hizo un ejercicio mental de recopilación de ideas. Había aprendido el truco de una amiga escaladora: antes de trepar por una pared, cerraba los ojos y se dejaba caer por un abismo de introspección zen. Eso ponía en orden su mente y la situaba en el ahora, donde debía estar. Castillo dejó aparte el mundo, los pasajeros del tren, la música insistente, las conversaciones salpicadas por variaciones tonales del norte del país... y cayó por el paisaje que resbalaba por la ventana hacia ese punto en el que el cuadro se difuminaba, y ni siquiera sus ojos veían ya lo que estaban viendo. El primer aniversario de la Señal estaba próximo, y la Humanidad se preguntaba cómo lo celebraría. ¿Habría que llenar las calles de música y de fuegos artificiales, y salir a celebrar por todo lo alto que no estábamos solos en el Universo? ¿O lo más sensato sería esconderse a llorar en algún rincón frío y oscuro, en guaridas amuralladas por las antiguas supersticiones? Seguro que habría de todo: gente que tendría ganas de salir a cantar y otra que desearía huir aterrorizada. Personas para las cuales la Señal había sido lo más grande que sucedió en la Tierra desde que el primer mono se cayó de una rama, y otras para las que no era más que el preludio del fin. Para ser sincera, Laura Castillo no sabía en cuál de los dos grupos posicionarse. El deber de un buen científico era analizar los datos de la forma más objetiva posible, sin conclusiones apriorísticas. Le gustaba esa palabra: “apriorístico”. Sus alumnos de la Facultad de Astrofísica solían buscarla en el diccionario. Significaba que uno debía mirar a través de los prismáticos que le había regalado la Naturaleza, sus ojos, intentando dejar aparcado el bagaje cultural y los prejuicios... tarea difícil cuando uno se sabía ser humano antes que máquina. Castillo era una más de las millones de personas que se habían pasado el último año intentado hallar una explicación racional al enigma. Durante milenios, el hombre imaginó que si algún día llegaba un mensaje desde fuera, desde más allá de su propio entorno, sería recibido por unos pocos elegidos. Al principio, cuando los únicos oídos de los que disponía ese ente soñador, ese simio que ansiaba contactar con algo distinto a él y, quizás, mejor que él, eran los oídos del espíritu, pensó que el mensaje también sería espiritual, y que un ungido habría de traducirlo a todos los idiomas. Moisés cinceló tablillas. Buda vio cuencos flotando en ríos. Jesús cantó “mira siempre el lado positivo de la vida”. Después, cuando esos oídos se volvieron electrónicos, muchos pensaron que sólo los aburridos (y un poco locos) científicos que tenían cables saliéndoles del cráneo escucharían la señal, y hasta llegarían a encontrar una clave matemática bajo la que latiera un lenguaje. “Cómo de equivocados estuvimos durante todos esos siglos”, pensó con una mueca. Cuando la Señal llegó, lo hizo con galas suficientes como para ganarse esa mayúscula. No fue un susurro espiritual que conmoviera unos corazones perfectos. No fue el silbido de un radiofaro lejano sobre el que cabalgara la insinuación de inteligencia. Fue algo enorme, un grito estruendoso, un potentísimo chorro de ondas de radio y de cien fases electromagnéticas que pudo escucharse sin ayuda de antenas. Los animales ladraron, maullaron, piaron, piafaron, mugieron y silbaron cantos de ballena. Los humanos se llevaron las manos a la cabeza como si un sonido estridente les taladrase el cráneo y les hirviese el cerebro. La prensa bautizó aquel convulso día como “el alarido de Dios”, mientras miles de personas perdían la vida en aquellos angustiosos veintinueve segundos. Fue la fecha en que la Humanidad cambió, a un nivel mucho más profundo del que estaba dispuesta a admitir, el momento en que la pesadilla de científicos como Castillo o Delagua empezó. Antes de eso, su mayor preocupación había sido sobrevivir a ese periodo de represión que llamaban “burocracia”. En la actualidad, era la angustia por no entender el mensaje que había bajado de los cielos, por no ver el cuenco ni cincelar la tablilla. El tren soltó un gemido al frenar.. Un cartel que anunciaba sin entusiasmo HINOJOSA DEL RÍO irrumpió en la ventana, entre perros de nariz aburrida que ni se molestaban en olfatear los sonidos. La doctora rescató de la red de equipajes su mochila y bajó a la estación. Era un lugar pequeño y tranquilo, como correspondía a un pueblecito al que le interesaba más que los pasajeros siguieran de largo a que se apeasen para disfrutar de su gastronomía. El lugar perfecto que habría elegido ella para ocultarse del mundo. La plaza mayor era de postal, concebida para ser disfrutada en los rojos desvaídos y los tristes azules de una película Kodak. El templete para la orquesta coronaba una plaza con querubines que parecían borregos pincelados de amianto. Se suponía que sus jardines debían abrazarlo todo, desde los parterres de caléndulas y ásteres al humo del tráfico. Si los coches no tenían dos alerones sobre los faros traseros al modo de los Cadillac de los 50, es que estaban fuera de lugar. Aquel pueblecito tan pintoresco era un reflejo en pequeño, una especie de maqueta, de lo que había ocurrido en el mundo tras “el alarido de Dios”. Era como una casita construida para resistir las tormentas estivales y las ventiscas del invierno, un escudo hecho por un hombre que quería resguardarse del caos y a la vez disfrutar de toda aquella energía. Solo que el hombre que contemplaba la tormenta, además, era transformado también por ella. Aunque no caiga ni remotamente cerca de ti, un rayo siempre te deja galvanizada de energía. Los signos de aquel miedo latente estaban por todas partes, aunque a primera vista sólo se detectaran unos pocos: El dueño de una tienda de comestibles había instalado una red de antenas de televisión muy viejas. Era una leyenda urbana, una especie de escudo protector con la misma eficacia que ponerse un cucurucho de papel platino en la cabeza. La versión post-Señal de un atrapasueños. Más allá, tras el kiosco de la música, un cartel advertía de los males del nuevo milenio y ofrecía cobijo en el “sínodo de la Introspección Cabal, donde la tecnología jamás podrá alcanzarte y la Señal será venerada como a un dios”. La doctora buscó la taberna más céntrica y pidió un café. Le explicó al camarero, billete de cien bajo la palma, que estaba buscando a una persona, un hombre que rondaba los sesenta como un lobo ronda a las ovejas, con aspecto de intelectual despistado de esos que se hacen querer en las series de televisión. Alguien que desde luego no era del pueblo. Seguro que lo conocía. El camarero dijo que sí, que podía tratarse del tipo con las camisas que parecían manteles de cocina, que se sentaba a garabatear tonterías en servilletas, pagando un café o un medio carajillo de vino. Un magro rescate para el tiempo que tenía secuestrada la mesa. Castillo sonrió y le pagó algo más que eso, una botella de vino blanco. Ocupó la mesa en cuestión y se sentó a esperar. El hombre de los manteles con mangas no tardaría en venir a reclamar su nicho. No tuvo que esperar mucho. Delagua (era él, no cabía duda, o uno que se había operado para parecerse a la foto del anuario de Biología Molecular del 69) entró con andar despistado en el bar, se dirigió hacia la mesa sin mirarla, como si el hecho de que estuviese ocupada escapara a los cánones de lo posible... y dio un respingo al toparse con la mujer. Fue gracioso, como verlo chocar contra un muro invisible. —Buenas tardes, profesor Delagua. Me ha costado un condenado montón de billetes de tren encontrarle. El hombre miró nervioso a su alrededor. Parecía un ganadero del Oeste que sintiera el colt de los bandidos sobre la nuca. —¿Q... quién es usted? ¿Por qué me busca? Su tono de voz preocupó a Castillo. Era el de un hombre con auténtico miedo, expuesto a una fobia a la que no sabía dar nombre. Las palabras se enquistaban en sus cuerdas vocales, llagadas por el pánico. —Tranquilícese —le dijo ella, con disimulada ternura—. No tiene por qué tener miedo. Soy la doctora Laura Castillo, de la Universidad de Tres Cantos. Mi especialidad es la astrofísica. —¿Y qué quiere de mí? —Se está formando un nuevo equipo de investigación para descifrar la Señal, en connivencia con teóricos franceses, alemanes y japoneses. Lo dirige el doctor Joaquín Zamaro, creo que usted le conoce... El hombre desechó el ofrecimiento. Su rostro lo decía todo: estaba harto de que lo llamaran para esos intentos infructuosos. La Señal no podía descifrarse. Y si alguien hubiese hecho caso alguna vez de sus teorías, en lugar de reírse desalmadamente de ellas, sabría por qué. —Le sugiero que se compre un billete de vuelta a la Universidad —gruñó, dándole la espalda—. Uno solo. Yo ya no estoy para seguir aguantando esas gilipolleces, ni aunque sea idea de Zamaro. —¡Espere! Por favor, escuche. —Laura se acercó a él, aunque no quería invadir su espacio. En esos momentos necesitaba parecer suplicante pero no agresiva—. Esta vez será distinto. Joaquín está dispuesto a introducir sus teorías como una variable más en la investigación, no a reírse de ellas. Me dijo que si le aseguraba a usted que iba a ser el... eh... Hubo un instante de silencio, como si a la doctora le costase comprender lo que ella misma estaba diciendo. La mujer del tabernero, una chica bonita aunque torpe, llevaba un cartelito rosa prendido a la camisa que decía: SI ME ENCUENTRAS DELGADA, PREGÚNTAME POR HERBAMAX ¡ES LA SOLUCIÓN A TODOS TUS PROBLEMAS! Leticia ESTARÁ ENCANTADA DE RESPONDER A TUS PREGUNTAS Leticia había rellenado todos los espacios interiores de las D y las O y las R con bolígrafo, y había dibujado un avioncito gracioso a un lado, como despegando de su nombre. —¿Que si soy qué...? —preguntó Delagua, mientras aceptaba una sobrecito de azúcar de manos de Leticia. —El cuarto hombre, sea lo que sea eso. Me dijo que si le aseguraba a usted que iba a ser el cuarto hombre, lo convencería para que me acompañase. La actitud de Delagua cambió imperceptiblemente. Seguía mirando a la mujer con suspicacia, pero ya no quería salir huyendo. Se metió el sobrecito en el bolsillo, como si la diabetes fuera a exigírselo en sacrificio. —¿A qué viene tanta prisa por descifrar la Señal? Miles de equipos se han formado por todo el mundo para intentarlo, si es que tal cosa es posible... —Se guardó el corolario, “y yo no creo que se pueda, al menos en esta generación”, pero Castillo lo oyó igualmente—. Todos han fracasado. Hasta las mentes más prodigiosas han fallado en la búsqueda de ese santo grial. ¿A qué viene tanta prisa de repente? —Porque ahora hay algo distinto, un dato que no conocíamos en la época en la que usted se fue. —¿Cuál? —Hemos descubierto que existe una cuenta atrás. 2. El grupo se reúne Delagua se pasó el viaje de vuelta a la Universidad tratando de no fijarse en lo pálida y delgada que estaba la doctora Castillo. Parecía una penitente. Sus agostados senos, el doloroso bulto del hueso pélvico que deformaba la cintura de sus vaqueros, las ojeras crónicas... era la clásica imagen de un científico terminal, una persona obsesionada por encontrar respuestas imposibles en un periodo de tiempo demasiado corto. Se preguntó si los demás miembros del grupo serían así, ecos de genios juveniles que se hicieron viejos demasiado pronto. ¿Pero a qué venía tanta prisa? ¿Por qué esa repentina obsesión por desvelar el misterio? Los grandes enigmas funcionaban a un nivel latente; eran más bien proyectos a largo plazo que carreras contrarreloj. Nadie había resuelto las ecuaciones de Ascolzi en una sola noche, ni revelado el misterio de las pirámides. Pero la obsesión estaba allí, en aquellos ojos. Era como si el alma de Laura ya estuviese en la caída final, la que espera detrás de un objetivo vital inconcluso y un buen montón de martinis. La voz de la doctora, sin embargo, era firme y segura de sí misma. Eso significaba que su aspecto escuálido no derivaba de una frustración vital. Era puro agotamiento. —¿A qué se refería con lo de la cuenta atrás? —le preguntó. Iban en un autobús casi vacío. Delagua dio gracias por ello. No habría soportado tener cerca un puñado de personas digitando en el aire, en sus dispositivos de realidad aumentada, o hablando por teléfono con colmenas fantasma de amigos. El espectro de las microondas estaba por todas partes, acechándole. Laura había empezado a dormitar, una fila de asientos por delante de él. Se despejó y lanzó hacia atrás los hombros en un estiramiento mezclado con bostezo. Llevaba puesta una gorra que advertía “Ey, yo no tengo la culpa, voté por los otros”. —Tsk, tsk, tsk. —El bostezo crujió en sus dientes—. Se lo diré si usted me cuenta primero qué significa eso del cuarto hombre. Zamaro se puso juguetón cuando se lo pregunté. Odio cuando juega a los secretitos. —Oh, es... una tontería, una hipótesis que manejábamos en la Facultad. Aunque lo suyo era la astrofísica y lo mío la biología, que en principio no tienen por qué encontrarse, compartíamos algunas asignaturas. No troncales, sino de la rama de estadística. —Ya. Pues parecía muy seguro de que usted vendría conmigo, por mucho que odiase la idea, si le mencionaba al “cuarto hombre”. ¿Qué es, una especie de chantaje? Delagua recordó los días de juventud, los teoremas locos, la ciencia en estado puro que inflamaba sus vidas, convirtiéndose en algo cool y pop más que en aburridas sucesiones de fórmulas. Se vio a sí mismo repasando números junto al bueno de Zamaro, buscando patrones en el caos aparente, asombrándose por la velocidad líquida de aquellas tablas como un esquiador en caída libre. Dejándose llevar por el chisporroteo hipnótico del álgebra mientras saltaba de una demostración a la siguiente. —La broma surgió de una clase sobre las fuerzas fundamentales de la Naturaleza, las que no se pueden explicar en función de otras más simples. —Espantó un insecto que zumbaba junto a su oído, pero el bicho no existía. Había sido un molesto frente tormentoso de telefonía móvil deslizándose dentro del autobús. Sus tímpanos podían percibirlo—. Zamaro defendía que una quinta fuerza las enlazaba a todas, del electromagnetismo a la gravedad pasando por las nucleares. Pero que no la podíamos deducir porque Dios (sí, es creyente, no sé si se lo habrá confesado alguna vez) no la había desarrollado dentro de la Física común, sino en una realidad con un vector opuesto. —Venga ya, esos son los clásicos argumentos que usan los creacionistas para disimular sus doctrinas, vistiéndolas de pseudo ciencia —sonrió Castillo—. ¿Una quinta fuerza fundamental más allá del universo euclidiano? No tiene sentido lógico. —Lógico puede que no. Filosófico, tal vez. Me lo demostró una vez que me invitó a comer en su casa, mientras acariciaba a sus gatos. Me dijo que el gato es el ser más optimista del universo, porque si se aúpa a una ventana y ve que no puede salir porque está lloviendo, no espera a que amaine, sino que va en busca de otra ventana a ver si las condiciones son las mismas, o si en esa otra luce el sol. Busca una solución en otro marco de posibilidades distinto, cuando el problema que le plantea el primero no le satisface. —Usted es el gato que ofrece la teoría que no casa con ninguna de las otras, la que huye de los paradigmas tradicionales —comprendió la doctora—. Por eso me ha mandado a buscarlo. —Eso es. Soy el loco que se atreve a decir tonterías. —Se arrebujó más en su chaqueta, que parecía un mantel de cocina. Varios asientos por delante, una joven que llevaba una camiseta de la nueva Cristiandad de la Post Señal Evangélica se puso unos cascos y alzó y bajó la cabeza al ritmo de música religiosa. Una música que Delagua había oído en varias ocasiones y que no tenía nada que ver con los cantos gregorianos, sino con meterle percusión y bajo al chisporroteo de la Señal—. Soy... a ver, símil por favor... el que soporta las risas y los abucheos en silencio hasta que alguien se da cuenta de la genialidad de mi planteamiento. —Eso suena un poquitín prepotente, ¿no? Delagua encogió los hombros. —Sí, pero es la verdad. No voy a pecar de falsa modestia a estas alturas. Castillo se acomodó en su asiento, mirándolo por encima del reposacabezas. Su perfume le llegó nítido, un Mirra de Damasco excesivamente especiado. Delagua lo conocía porque era el favorito de su ex-mujer, el que solía ponerse cuando quería transmitirle mensajes subliminales sobre lo mal que iba su matrimonio: “Esta noche voy a salir, yo sola”, o “¿cuándo te vas a meter de una vez en mi boca, a ver si acabamos ya?”. Había acabado odiando ese perfume, pero a Laura le sentaba bien. Era como los nombres que a uno no le gustan puestos sobre la cara de otra persona. —¿Puedo preguntarle qué teorías son esas tan... políticamente incorrectas? —Condimentó su pregunta con un poco de trasfondo—: ¿Matemática alineal, hipótesis de OVNIS, exobiología no evolucionista...? —Quizás luego. Ahora cumpla con su parte del trato, por favor. Dígame a qué se refería con aquello de que existe una cuenta atrás. Castillo cambió de asiento, ocupando el que estaba junto a Delagua. Éste se revolvió, pero no le pidió de malos modos que saliera de su espacio vital. El volumen al que ella siguió hablando era tan bajo que si se hubiera alejado aunque fuera un centímetro habría dejado de oírla. —Seguro que le parecerá melodramático si le digo que lo que voy a contarle es alto secreto, ¿no? —¡Cómo va a ser secreto nada relacionado con este tema, mujer! La Señal es patrimonio de la Humanidad, lo dice la UNESCO. —La Señal sí, pero esto no tiene nada que ver con ella. Había tanta seriedad en la cara de Laura que al profesor se le quitaron las ganas de bromear. Fuera lo que fuese en lo que se estaba metiendo, implicaba meter las zarpas en terrenos muy pantanosos. —¿Alto secreto al estilo de...? —El Proyecto Manhattan. O el programa lunar soviético. A Delagua se le descolgó la boca. —Oh. —Por eso dije lo del dramatismo. La gente no se enterará hasta octubre del año que viene, pero las comunidades científicas y militares lo saben ya. —¿Saber qué, por Dios? —Será mejor que se lo enseñe con imágenes, porque si se lo cuento no me va a creer. Sacó de su mochila una tablet y la encendió. Delagua se retorció en su asiento, como si pudiese notar la conexión wifi del aparato y la combustión espontánea de bits que ardía en el aire. —¿Le ocurre algo? —preguntó la doctora, alejando el aparato—. ¿Es por su...? —Sí, por mi enfermedad. Aparte esa cosa de mí mientras se conecta a la Red, por piedad. Ella asintió. El síndrome que padecía el profesor se llamaba HBI, “Hipersensibilidad a los pulsos de Baja Impedancia”. Era una dolencia que había nacido con la Señal, como si algunas personas hubiesen cambiado tras sentir cómo el pulso les hervía el cerebro y se hubieran vuelto intolerantes a cosas que antes no afectaban a los humanos. Laura sintió lástima por él. Comprendía cada vez mejor por qué se había marchado a un pueblecito de pocos habitantes, sin apenas cobertura ni antenas de microondas en las cercanías. Se preguntó qué pensaría la muchacha de la camiseta cristiana si le dijeran que la encíclica extraterrestre que veneraba también había traído enfermedades al mundo. —Me dijeron que su estado era más grave de lo normal —dijo Laura. —Sí, estoy en la fase cuatro. Hasta ahora sólo se conocían tres. Es una jodienda, y perdone por el término. —¿Cómo es? Me refiero... ¿cómo se siente uno cuando le queman las ondas de radio? —Es como si fueras albino y te atasen a una tumbona en Barbados durante siete horas. Cosas que al resto de la gente no le hacen daño, que ni siquiera son capaces de percibir, a ti te lastiman. Eres —buscó las palabras, como si no fuera la primera vez que lo explicaba aunque sí la primera que se dirigía a alguien importante— una paloma mensajera con su maldito sensor de luz polarizada estropeado. Y nadie sabe cómo arreglarlo, eso es lo peor. Aún no ha nacido una rama de la Medicina especializada en traumatismos por Señal Extraterrestre. —Pues sí, tiene usted razón. —¿En qué? —En que es una jodienda. La tablet se descargó algo muy rápidamente. Laura habría podido lanzarle la imagen directamente a su esfera de realidad aumentada, en caso de que Delagua hubiese tenido una, pero al no ser así se la mostró en pantalla. —Observe esta imagen. Está en la mejor resolución que pudimos conseguir. ¿Qué es lo que ve? El profesor acercó su falta de vista al aparato. Ante él estallaban las clásicas nebulosas de puntos en falso color de las fotografías tomadas más allá de la atmósfera. Esplendorosos blancos se peleaban con púrpuras radicales y espinosos negros para conformar un paisaje de espacio profundo, saturado de sombras lejanas que podrían ser estrellas. Sin embargo, había algo que destacaba: un punto redondo y definido, de un negro más nítido que los grises que pincelaban su entorno. Sin duda era el corazón de la foto, lo que quien quiera que la hubiese tomado quiso subrayar. —Veo el espacio profundo. —¿Y qué más? Rodeó el punto negro con el dedo. —¿Qué es esto, un asteroide? ¿Un cometa? ¿Una caca de mosca? —Si alguna mosca logra subir hasta el Hubble para cagar en la lente, yo misma le daré una medalla. No, no es una mosca, ni tampoco un asteroide. En los últimos doce días ha variado por sí solo de velocidad en varias ocasiones, siguiendo un patrón matemático. Es artificial. Mientras Delagua trazaba una forma ciclópea con el compás de su mente y concebía lo inconcebible, Castillo se limitó a esperar. No era fácil asimilar noticias así, ni siquiera en un mundo post-Señal, cuando todo el planeta parecía tener claro que el primer contacto con una inteligencia alienígena ya había tenido lugar... aunque nadie hubiese entendido un carajo de la conversación. Delagua recuperó parte de la juventud en aquel rostro decaído, de antiguo borracho a medio recuperar (y eso que él sabía que los alcohólicos recuperados a medias no existen: uno bebe o no bebe, y no hay término medio, sólo excusas). Uno de esos rostros que parecían teñirse de colores enérgicos cuando lloraban o estaban a punto de hacerlo. —¿Qué me está sugiriendo, doctora? La respuesta de ella se demoró lo que el autobús tardó en detenerse en la parada del campus, y dejar subir a unos ruidosos adolescentes que se atrincheraron en los asientos del fondo. Compartieron entre ellos algunas palabras en un argot indescifrable, como desafiando a aquel par de viejos a que entraran en los misterios de su subcultura. La tablet se apagó sin molestarse en parpadear o perder potencia de algún modo. Se apagó por completo. Se apagó con autoridad. —Esa cosa está en el mismo plano de la eclíptica que el vector de donde provino la Señal —dijo Laura—, y pasará muy cerca de la Tierra en tan sólo veintiún años. ¿Entiende por qué se nos acaba el tiempo? 3. El cuarto hombre El profesor Joaquín Zamaro llevaba puesto un chaleco inglés y una camisa de franela. Pure western delight flotaba en el aire, alrededor de la pipa que chupaba con ansia. Estaba de pie en el salón de actos del último piso de la Facultad de Astrofísica, donde una claraboya permitía ver las estrellas. Pero no había luces allí arriba, sólo densidades de color. Zamaro deseaba ver estrellas, así que cerró los ojos y se imaginó un campo de nebulosas lleno de joyas, brillantes e inmóviles en la negrura. Idílicas en su proverbial majestuosidad, sumergidas en nimbos de difracción que podía aumentar o reducir cerrando el ojo de su mente... Todas estaban allí, devolviéndole la mirada. El rumor asolopsístico de las estrellas no era comparable a nada que hubiese sobre la faz de la Tierra, ni siquiera a la acústica oceánica de algunos amaneceres especialmente bellos. Los que sabían escuchar a través de las parabólicas, los “oídos de plato”, lo sabían. Cuando la sensibilidad de un oído se afinaba hasta apreciar notas cuyo nivel energético no superaba el de un algodón cayendo al suelo, uno aprendía a leer entre líneas dentro de la propia música. “¿Qué nos queréis decir?”, pensó sin esperar respuesta. La gente aseguraba, en sus charlas de bar, que muchos grandes descubrimientos científicos se habían hecho por casualidad. La suerte, veleidosa Musa con acento griego, ayudaba al científico cuando lo consideraba oportuno y luego él se atribuía todo el mérito. Contaban, por ejemplo, que cuando uno de los padres de la espectrografía, Niels Bohr, estaba revisando su modelo en combinación con la teoría cuántica de Planck, su perro Distinto se le acercó y empezó a lamerle las manos con cara de hambre. Ese débil empujoncito hizo que la pluma de Bohr hiciera aparecer un chichón en la línea del horizonte de su dibujo, un diagrama del vapor de sodio. Esa imperfección le llevó a pensar que podría haber radiación oculta entre los 589’2 y los 589’6 nanómetros. Y así descubrió las excentricidades en la órbita externa de sus electrones. Porque su caniche Distinto tenía hambre. Zamaro sonrió. Solían contar historias mientras comulgaban en el santuario de intrascendencia reconfortante que era la cafetería. Eran las típicas leyendas urbanas que se transmitían de generación en generación sin que nadie se detuviera a comprobarlas. Pero era mejor así. Cualquier área del saber debe tener sus mitos o perdería todo interés romántico. Así pues, brindaría por el perrito de Bohr y jamás cometería el error de corroborar su historia. “Tenemos un único hecho probado y es que hay una Señal procedente de fuera. Un pulso de radiación que puede traducirse a unos y ceros y que tenemos grabado, casi en su totalidad, en alguna parte, pensó. Todo lo demás, como que haya de verdad un mensaje oculto en su interior, eran conjeturas. Cuentas sueltas que rodaban por una mesa. Señores, enfílenlas en una sarta y tal vez la cosa cobre sentido,” habría dicho Bohr. Una tos cortés llamó delicadamente su atención. Al volverse, Zamaro se enredó en su propio hilo de humo. Sonrió al reconocer a Laura Castillo y también al hombre que venía con ella. Había cambiado mucho desde sus asignaturas no troncales en la Universidad, pero bajo aquella calvicie que jugaba al despiste y todas aquellas arrugas, sin duda se escondía Delagua. —¡Amigo mío! —exclamó, dándole un último chupetón a la pipa—. ¡Has venido! —No de buena gana, ya lo sabes —gruñó Delagua. Se estaba abrazando a sí mismo como si tuviese frío, a pesar de que el aire acondicionado de la pared marcaba veinticinco grados—. Yo... no quiero permanecer aquí mucho tiempo. Así que al grano. —¡Bravo! Aún sigues sin encontrar tu mano izquierda para la interacción social, como en el colegio. Me alegra ver que no has cambiado. Pero así es mejor: vamos a necesitar ese inconformismo. Delagua estudió a Joaquín con cierto descaro. Era el vivo retrato del genio zalamero que había conocido hacía unas décadas. Los años no parecían haberse parado en él, a no ser para rellenar su cintura. La otra persona que había en el salón, además de los dos viejos profesores y Castillo, era una jovencita rubia, toda una preciosidad que le recordó a una novia que había tenido en último curso. Era una chica de no más de veinte años, de físico afilado y complexión mercurial. Su rostro estaba enmarcado por una maraña color jengibre. —Te presento a Chantal, nuestra experta en xenobiología —dijo Zamaro—. Que su juventud no te engañe, es una verdadera ratoncilla de biblioteca y una genial genetista. Te asesorará a la hora de entremezclar tus teorías con las nuestras, ya verás qué bien. Chantal, este es nuestro Cuarto Hombre. —Profesor Delagua —la muchacha le tendió su mano—, es un verdadero honor conocerle. —¿Ah, sí...? —dudó el viejo. —Basé parte de mi tesis en sus presupuestos sobre el efecto del síndrome del HBI en la vida terrestre —dijo con una voz muy dulce, casi una nubecilla de azúcar—. Fascinante, como diría el señor Spock. El asombro se le debió desparramar a Delagua por toda la cara, porque Zamaro y Laura soltaron una risita. —Increíble... —¿El qué? —preguntó la joven. —Jamás pensé que alguien de su edad supiera quién era Spock. —Bueno, pues ya estamos todos. Somos el equipo de investigación, en su división española —dijo Zamaro con orgullo. Delagua lo miró. —¿Sólo nosotros cuatro? —Hay siete más, pero están en otros países —aclaró Laura—. Dos en Francia, uno en Alemania y cuatro más en Japón. Compartiremos nuestras conclusiones con ellos por vídeo conferencia. Pero aquí somos los que estamos, y estamos los que somos. —No, esperen un momento... —Delagua se dejó caer en una silla. La migraña era un carnaval de hormigas—. ¿Esto es todo, no va a venir más gente? Tenemos a dos astrofísicos y dos biólogos, por lo que las matemáticas están cubiertas, pero no veo ningún experto en decodificación y criptografía. Ni un ingeniero de telecomunicaciones. Ni ningún lingüista. He oído hablar de grupos que hay por ahí, financiados por grandes empresas, que no bajan de las doscientas personas —dijo con sorna—. Por Dios, si incluyen hasta filósofos y artistas, para cubrir todo el espectro del saber humano... —Sí, nosotros somos más humildes —dijo Laura, a lo que Zamaro apostilló: —Y no tenemos tanto dinero. Si descubrimos algo, no vendrá envasado en latitas de Coca Cola, ni tendrá el logo de una petrolera. —Eso, muerte a los midiclorianos —susurró Chantal. —Estableceremos nuestra base aquí —dijo Zamaro—, en las oficinas de abajo. Nuestro contacto en el gran telescopio TECAN nos irá pasando los datos sobre el Objeto en tiempo real por Internet, así sabremos si hay alguna variación en su comportamiento. —Aún me sigue pareciendo un sueño. —Delagua se tomó dos pastillas de un tubo que sacó de su chaqueta y fue hasta un dispensador de agua potable—. Estamos aquí, hablando de señales extraterrestres y de objetos que se aproximan a nuestro mundo, como si fuera lo más normal del mundo. Y aún no me has dicho cómo has llegado a bajarte tanto los pantalones, Joaquín. —¿Bajarme los pantalones? —Venga, sé que siempre te has reído en público de mis teorías sobre la reescritura neuronal. La pusiste a parir casi desde el mismo día en que la publiqué. —Delagua se miró los dedos. Los tenía blancos y arrugados, parecidos a calamares muertos. Dedos de pescado. “Válgame el Cielo”, pensó, “¿tan mal aspecto tengo en los días buenos? ¿O es la proximidad de la juventud de Chantal lo que me hace más feo?”—. Quiero saber por qué ahora me haces tanto caso. Zamaro miró a Chantal. —Por favor, cariño, explícaselo tú. La joven se plantó ilusionada frente al profesor. Delagua tragó saliva. Hacía algo más que doblarle la edad a aquella muchacha, pero tenerla tan cerca y tan concentrada en él, como si lo admirase más allá de su apariencia lamentable, era embriagador. Le recordaba su juventud, cuando aún tenía ganas de hacer cosas guarras a horas guarras en sitios sucios, y la ciudad nocturna parecía tan nueva y reluciente como la eyaculación de un muchachito en su primera fantasía erótica. —¡Gracias a usted di con la solución! —exclamó Chantal, todo ojos redondos y brillos de cristal en las pupilas. —¿Q... qué solución? —¡La de la enfermedad cerebral que mataba a los maras! Teníamos varios ejemplares enfermos de HBI en nuestro laboratorio de Frankfurt. No entendíamos por qué ellos habían contraído el mal y sus primos cobayas no, hasta que su artículo en aquella revista divulgativa me abrió los ojos. —La voz le temblaba por la excitación, provocando un sonido similar al que Delagua hacía con la botella. El gollete le percutía contra los dientes en lo que la lengua absorbía las últimas gotas de whisky, mientras formulaba pensamientos de venganza contra el resto del mundo. Por supuesto, aquel sonido quedaba infinitamente mejor en la dentadura de Chantal—. Fue el primero en sugerir que la Señal podría tener una función invasiva, dañando y recomponiendo a la vez el esquema neuronal del cerebro. Que era algo más que la exposición de un mensaje cifrado. ¡Y tenía razón! Delagua tembló. La migraña volvía, riéndose del dique que le estaban montando los fármacos en el lóbulo prefrontal. ¡Vamos, todos a las murallas! Lo que aquella chica estaba diciendo... Dios, eran demasiadas buenas noticias (qué coño buenas; ¡noticias espectaculares!) para un solo día. Básicamente, le estaba confirmando que su teoría era cierta, esa a la que nadie más daba crédito. Delagua había sido el centro del escarnio de la comunidad científica por decir que la Señal “nos había hecho algo”. Y que, lejos de ser inocua, había alterado invasivamente todos los cerebros del planeta, con un propósito desconocido. Hechos de los que nadie tenía pruebas todavía, ni siquiera él. Lo que pasaba era que los cambios eran muy sutiles, pequeños empujoncitos aquí y allá en el ADN mitocondrial y en el núcleo de las células, con vistas a cambiar cosas en las próximas generaciones. A redirigir la evolución. En algunos individuos ese cambio había sido más brusco, provocando dolencias infernales como el HBI, lo cual le había llevado a pensar que esos individuos estaban más cerca del objetivo final. En resumen, Delagua se había atrevido a afirmar que los enfermos de HBI no es que hubieran soportado peor la Señal, como los médicos aseguraban, sino que la habían asimilado mejor, aceptando los cambios neurológicos que ésta proponía antes de tiempo. Los maras, unos roedores de la Patagonia que no tenían culpa de nada, eran los únicos animales del mundo sensibles al HBI. Pobrecitos, pensó, como si no tuvieran suficiente con su historial de crash test dummies de laboratorio. —Nuestros maras tenían el mapa neuronal cambiado casi por completo —dijo Chantal—. Pero era un cambio selectivo, como cuando el alzheimer daña ciertas partes del cerebro inherentes a la memoria pero conserva intacta la capacidad de comprender el lenguaje, por ejemplo. Y esos cambios... —...Seguían un patrón —adivinó Delagua. Sí, leches, era exactamente lo que él había predicho. La Señal podía reducirse a unos y ceros algebraicos, a pulsos de energía. Y si visualizaban esos pulsos en tres dimensiones en un ordenador, como si fuera una estereoscopía pasada de rosca, formaban un dibujo que un cerebro lo suficientemente grande (no el de una liebre, desde luego, pero sí el de un ser humano o un elefante) podía imitar con sus nervios craneales y sus dendritas. Un dibujo estereoscópico escondido en las células del hipotálamo. Laura miró a sus compañeros con una chispa de temor. —Sabéis lo que estáis diciendo con tanto desparpajo, ¿no? Que nos han reescrito. —Los miró de uno en uno—. Que nos han reprogramado contra nuestra voluntad y aún no sabemos cómo ni para qué. Se hizo un silencio incómodo. Sí, esa era la conclusión más extrema. Alguien, digamos un alienígena o un fenómeno natural especialmente cabrón (Delagua sonrió al pensar en esta posibilidad) no estaba contento con el progreso evolutivo de la Humanidad y había decidido reescribirla. Así tal cual. Lo malo era que esos cambios no empezarían a ser evidentes hasta la siguiente generación, cuando ya fuera imposible expulsarlos del código genético. —¿Qué pasó con esos maras? —preguntó Delagua—. ¿Eran sensibles a las ondas de radio, como yo? —Sí. Con el paso del tiempo fueron adquiriendo comportamientos erráticos, que suplantaban su propio esquema de instintos. Era como si vagaran por laberintos invisibles que sólo pudieran ver ellos, chocando contra las paredes una y otra vez... —Bonita metáfora. —Delagua tragó saliva—. Acabas de resumir en tres frases la historia de mi vida. ¿Y qué les ocurrió? —Murieron todos. El último hace un par de días. Sin dejar descendencia, porque también se volvieron estériles. —Bueno, bueno, no nos precipitemos sacando conclusiones —terció Zamaro, en tono tranquilizador—. Un ser humano no es una cobaya. Su cerebro es miles de veces más resistente y capaz de almacenar más información. Y que sepamos, hasta ahora no ha muerto ningún enfermo de HBI en el mundo, salvo por causas externas a la propia enfermedad. —La mayoría terminamos suicidándonos —asintió Delagua—. ¿O acaso creéis que es agradable tener la programación de todas las televisiones metida en el cráneo? A su mente llegó el diálogo de una película mala. El fanático religioso: “Jamás podrá demostrar qué vino antes, si el huevo o la gallina”. El científico bueno: “Sí, pero usted seguirá siendo igual de idiota el resto de su vida.” —Centrémonos, por favor —pidió Zamaro—. Lo primero que haremos será poner sobre la mesa los datos conocidos hasta ahora sobre la Señal. Nos aportará una perspectiva de conjunto. —Estoy de acuerdo —asintió Castillo. —Me apunto —dijo Chantal, levantando la mano como si estuviera en clase. Delagua no se molestó en responder. —Pues adelante. Mi padre odiaba las series de televisión que empezaban resumiendo la trama hasta ese momento, en plan “anteriormente en Mi marciano favorito...”, pero yo creo que hace falta. Veamos primero qué sabemos con seguridad y luego abramos la mente a la elucubración. (Continuará)
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