Víctor Conde
4. Anteriormente, en “Mi Marciano favorito”… —Hace casi un año, el nueve de abril de 2021 —empezó Zamaro—, sufrimos el martillazo de la Señal, un fortísimo haz de pulsos electromagnéticos que bañó la Tierra durante 29,148 segundos. El planeta no creó sombra en este haz, por lo que tanto el hemisferio que daba al punto desde donde se calculó que provino la Señal (la tangente a uno de los primeros sistemas en los que fue descubierto un planeta extrasolar) como la cara opuesta de la Tierra lo sufrieron a la vez. Y desde luego no fue el susurro electrónico que muchos esperaban... Castillo asintió recordando con dolor aquel espantoso medio minuto. Vivían en un mundo donde había un antes y un después común a todos sus habitantes: esos desconcertantes segundos en los que pareció que a todas las personas iba a estallarles la cabeza, como si una fortísima migraña mezclada con un ruido espantoso las aplastara hasta el punto de no dejarles hacer otra cosa más que gritar de dolor. La conversación trivial más famosa entre gente que no se conocía dejó de ser el clima (aunque “qué tiempo hace” seguía ocupando un lugar de honor entre las charlas casuales) para ser sustituida por “¿qué estabas haciendo el día de la Señal?” A Castillo la sorprendió conduciendo: aquel día iba a recoger a su hijo menor al instituto. Recordaba haberse librado por los pelos de un atasco, un camión volcado en la N-13 que había atrapado a cientos de coches en la trampa mortal llamada “kilómetro entre salida y salida de la autopista”. Retenía una imagen nítida de aquella tarde, de esas cosas sin importancia que dicen los accidentados que se les graban a fuego en los segundos previos al acontecimiento, como si la mente supiese de antemano que algo va a pasar y quisiera estar especialmente despierta: Unos policías de la brigada antiterrorista volvieron hacia ella sus rostros bañados en inquietas luces láser, pero no hicieron caso cuando se saltó una raya continua para coger por los pelos el desvío. Un resplandor escarlata ardió en sus cascos mientras los edificios de un polígono industrial se empapaban en fulgor de neones. Laura no sabía si la habían visto cometer aquel pecadillo, pero se hizo la loca y siguió conduciendo como si el mundo para los no atrapados en el atasco fuera de color de rosa. Fue más o menos entonces cuando la bomba estalló dentro de su cabeza. Si alguien ha soñado alguna vez con cómo se sentiría uno si le metieran la cabeza en un microondas, Laura lo descubrió aquel día. Empezó con un silbido estridente, un chillido que al llegar al límite de lo soportable cogió fuerzas y aumentó diez veces más. Laura tuvo suerte: ella pudo frenar. Otros conductores no pudieron. Laura se consideraba una mujer dura, acostumbrada a ver horrores tanto a través de ese desvergonzado muestrario de la iniquidad llamado “informativos de televisión” como en directo. Había visto cadáveres llenando las calles de Santo Domingo, estudiantes retorciéndose en charcos de sangre en protestas contra regímenes fascistas en Myanmar, o las devastadoras consecuencias de un tsunami en Manacoa. Había visto a su propia ciudad despertarse por la mañana como una mujerzuela y sacarse niñas violadas de entre las uñas y hombres acuchillados del sarro de los dientes. Había escuchado sinfonías de coches patrulla entonar un crescendo mientras las ambulancias suplicaban alas para pasar volando por encima de los atascos. Era un verdadero río de cadáveres que a comienzos del año (y sólo porque a la gente le daba por empezar a contar desde allí, como si las doce campanadas hubiesen apretado el botón de “reset” del ordenador urbano) sumaban sólo siete u ocho casos, pero que en noviembre podría haber inundado las calles con la sangre vertida. Y sin embargo, aquel medio minuto logró sobrecogerla de miedo. Luego se enteró de que la Señal había provocado cientos de miles, quizá millones de accidentes en todo el planeta. Porque no sólo los humanos se vieron incapacitados para hacer otra cosa que no fuera gritar de dolor, sino también las máquinas: las radios de los coches emitieron un gorgorito de chasquidos y latigazos de estática, los teléfonos móviles hicieron estallar sus baterías, los sistemas de guiado de los aviones fallaron en pleno vuelo... y en todos los ordenadores y sistemas de realidad aumentada que estaban encendidos empezaron a aparecer símbolos extraños. Sí, Laura había tenido muchísima suerte. Y el mundo, en general, también, porque los expertos habían llegado a la conclusión de que podría haber sido infinitamente peor. El sistema electrónico de los aviones se volvió loco pero no se estropeó, y siguió funcionando con normalidad cuando aquel infernal chillido acabó. Sólo aquellos que tuvieron la mala suerte de estar despegando o aterrizando en ese fatídico instante sufrieron las consecuencias. Y aún así, los muertos se contaron por cientos de miles. —Sé que todos pensasteis que aquella agonía nunca iba a acabar —prosiguió Zamaro—. Demonios, si hubiera durado cinco minutos enteros yo mismo me habría volado la cabeza con lo primero que tuviera a mano. En aquel momento me hice las mismas preguntas que todos: si era una nueva arma de los islamistas, si el efecto sería sólo a nivel local o habría más gente por ahí padeciéndolo... En fin, cualquier cosa menos lo más improbable, lo que al final resultó ser cierto. “Al final, gracias a Dios, cesó. Seguro que recordáis la sensación: fue como si de repente se hiciera el silencio tras llevar horas metido en una discoteca con los altavoces de doscientos vatios pegados a tu oreja. No tardamos ni un día en darnos cuenta de que todos los discos duros del mundo habían sido reescritos. O más bien, completados, palabra que me parece más correcta para explicarlo, ya que en ningún caso se borró información preexistente. Sin embargo, todo el espacio vacío que quedaba se nos llenó de lo que en principio tomamos por basura digital. Luego advertimos que se trataba de una especie de código. —Extendió las manos hacia Castillo—. ¿Doctora? —Era una especie de... masa de datos inmensa que requería muchísimos terabytes de memoria para grabarse —continuó Laura, paseando por la habitación. Parecía una profesora impartiendo una clase de seminario—. Aún no podemos asegurar a ciencia cierta que se trate de un código pues, aunque parece esconder cierta lógica interna y estar subordinado a unas reglas algebraicas de enorme complejidad, no sabemos si tiene traducción a otra cosa que no sea él mismo. Todos asintieron. Sí, ése era el gran enigma: ¿la Señal se componía de datos aleatorios, o realmente escondía algún tipo de mensaje? Podría llegar a ser el nuevo Santo Grial de la ciencia, la puerta a mundos que esconderían tesoros jamás soñados, si resultaba que el código acababa siendo afín al género humano, un patrón comprensible para su sistema cognitivo. Laura encendió un proyector, haciendo aparecer sobre una pizarra símbolos religiosos de sectas y cultos de todo el mundo. —Estas son sólo algunas de las sectas que adoptaron la Señal como dogma de fe. No tardaron ni un día en surgir de la nada. En total se han contabilizado más de veinte mil, la mayoría en Asia y Sudamérica. Curiosamente, nos han sido de gran ayuda a la hora de recopilar el texto completo de unos y ceros de la Señal. —Fue pasando las imágenes, intercalando mapas enormes de código binario con fotos de empresas privadas de almacenaje de información, con pasillos y pasillos abarrotados con toneladas de discos duros—. Los analistas se dieron cuenta de que en cualquier dispositivo de almacenamiento dado, uno cualquiera escogido al azar, el código empezaba siempre con una combinación de unos y ceros nunca repetida. A esto lo llamamos “el Saludo”, o la salida, como si indicase el principio de la grabación. A partir de ahí los datos grabados son idénticos hasta que se rebasa el límite del espacio de memoria. “Esto nos plantea un serio problema, pues si los datos estuviesen divididos en páginas, y éstas se permutasen en distintos dispositivos, podríamos haberlas recopilado como si fueran capítulos sueltos de un libro, y haberlos encuadernado todos juntos. Pero no; siempre que se empezó a grabar se hizo desde el principio de la secuencia, por lo que sólo los discos duros más voluminosos llegaron más lejos en la longitud del código. “Hay sectas que se dedican a recorrer el mundo buscando una línea de código o una página más de la Señal. Para ellos es como su gran misión, como si Dios hubiese desafiado a la humanidad a escuchar Su Mensaje hasta el final. Esto, claro está, ha degenerado en la aparición de mafias que venden trozos inéditos de código al mejor postor, o que son capaces de matar por ellos. —Laura suspiró, triste—. En fin, somos humanos. Era lógico presuponer que sucedería algo así. —La recopilación más extensa del código que se conoce —continuó Zamaro— es la que tenemos en nuestro poder, y se grabó en un dispositivo de almacenaje masivo que tenía la E.S.A. en Ginebra. Y digo “tenía” porque ya ha sido desmantelado para fines militares. Pero bueno, aún conservamos una copia, y eso es lo que importa. —¿Qué extensión tiene? —preguntó Delagua, calibrando posibilidades. —Unos cien mil petabytes en bruto, pero que reducidos algorítmicamente a una versión simple y libre de redundancias nos deja sólo 5’7 petabytes útiles. El código es como un laberinto, lleno de callejones sin salida y largas repeticiones sin sentido, un poco como el ADN humano. Sin embargo, no sabemos si es todo el código que hay, o después de eso habría más. Aún no hemos encontrado ninguna página que contenga una frase de despedida, parecida a la del Saludo, que sugiera esto es to, esto es to, esto es todo, amigos. —Puso voz de Elmer. —Cinco coma siete... —murmuró Delagua, rascándose la pelea de hormigas que tenía en el mentón—. Qué curioso… es más o menos lo mismo que se estima puede contener un cerebro humano totalmente lleno. ¿Qué más? —Esta recopilación máxima, llamada Ginebra-Uno, ha estado circulando durante meses por todos los despachos y empresas de decodificación, civiles y militares, que existen —dijo Zamaro—. Y sin el menor resultado, más allá de la detección de esa especie de arquitectura interna que nos permite saber qué es información útil y qué podemos asumir como redundancia. El problema es que no hemos encontrado equivalencias con ningún lenguaje terrestre, ni con ningún sistema lógico o matemático. Si la Señal es realmente la codificación de “algo”, llamémoslo lenguaje o número o exabrupto o lo que sea, desde luego no es nada que se parezca a lo que conocemos en la Tierra. Y si desconocemos el lenguaje en el que se escribió —Zamaro encogió los hombros— es muy probable que no lleguemos a descifrarla nunca. —Fue entonces cuando nos dimos cuenta de que el cerebro en realidad son dos órganos distintos superpuestos, formando una sola cosa: la mente por un lado, y la base física de neuronas que la crea por otro. Son dos entidades relacionadas, aunque independientes en su definición. Empezamos a hablar de su teoría de la reescritura neuronal —dijo Castillo, y todas las miradas se concentraron en Delagua—. Podría ser que la Señal, si había afectado físicamente a algunos cerebros de hombres y de animales, dañándolos, no estuviese pensada para que encajase con la mente, pero sí con el órgano inferior que la soporta. —¿Podría hacernos el favor de resumirnos usted mismo en qué consiste su teoría? —suplicó Chantal... y otra vez estaba ahí su arrebatadora aura de juventud y sexualidad, chocando de frente contra su soledad de viejo verde y su almacén de sueños rotos. Delagua tragó saliva—. Por favooooor... Nadie mejor que su creador para explicarla. El biólogo se retrepó en la silla. La tormenta de telefonía móvil y de realidad aumentada que lo había estado martirizando se suavizó, pero aún le latían las sienes por el lado izquierdo. —Este... bueno, si me han invitado a venir seguro que la conocen en profundidad, pero si es por poner las cartas sobre la mesa, adelante. —Carraspeó—. Como ya les he dicho, fui uno de los primeros afectados por el síndrome HBI, lo cual me llevó a ensayar conmigo mismo a falta de otros sujetos experimentales. En aquella época estaba muy metido en una investigación sobre cómo los teléfonos móviles afectaban con sus microondas al campo magnético del cerebro, lo cual me facilitó las cosas. Tenía gran parte del trabajo avanzado. —¿Y qué descubrió? —Bueno, ya sabía que las antenas inalámbricas provocan un aumento en el metabolismo de la glucosa, y que esos efectos pueden ser medidos con tomografía. Medí los campos EM en la corteza orbifrontal y el lóbulo temporal —explicó Delagua—, siguiendo la teoría de que no sólo pueden provocar tumores, sino que a corto plazo pueden dañar los nodos de neuronas situados en el hipocampo, la región relacionada con la memoria. —¿Su hipocampo resultó dañado con la llegada de la Señal? —preguntó Castillo. Delagua sacudió la cabeza. —Dañar es una palabra muy compleja, doctora. Se puede alterar la composición de una estructura sin llegar a dañarla, sino simplemente... reorganizándola, manteniendo sus anteriores funciones pero añadiendo algunas nuevas. Eso no se puede considerar daño, sino alteración. Además, hay que entender que la memoria no tiene un solo punto localizado en nuestro cerebro, sino que está dispersa por varias regiones especializadas. “Lo que hizo la Señal fue alterar la fisiología de estos nódulos de neuronas, no sólo los de la memoria, sino también los del resto de la masa encefálica. Pero no borró información, al menos yo no he notado ninguna pérdida apreciable en conceptos que antes dominara —precisó Delagua—, sino que hizo... bueno, hizo lo mismo que con los discos duros: Utilizó la parte aletargada de mi mente para almacenar datos. Aunque a mí no me ha pasado, específicamente, sí que detectamos en otras personas un cierto grado de hipermnesia. —¿Qué es eso? —Un aumento radical de la memoria específica —dijo Chantal—. Es una patología que lleva a ciertas personas a recordar hasta el más mínimo detalle de sus vidas. Eso demuestra que la capacidad de almacenamiento de nuestro cerebro es increíblemente alta, y que si estuviéramos preparados evolutivamente para ello (es decir, si pudiéramos gestionarla a nivel psicológico), no necesitaríamos olvidar nada de lo que viéramos o aprendiéramos en nuestros cien años de vida máxima. —¿Hay gente a la que le pasa eso? —se sorprendió Zamaro—. ¿Y se quejan? ¡Yo daría lo que fuera por tener una memoria infinita! —No si esa memoria te mantiene reviviendo para siempre los malos momentos, no sólo los buenos, con un grado de veracidad intolerable —gruñó Delagua—. Lo más significativo, volviendo al tema, es que hice una tomografía 3D de las zonas afectadas en esas personas, y lo que obtuve fue una especie de escultura parecida a las imágenes esas que se hacen para los turistas, inyectando burbujitas de aire en cubos de cristal. —¿Un holograma? —Algo así. Pero no sabemos a qué se parece. Es como el jueguito del “qué ves aquí” —sonrió Delagua—. Algunos miran el dibujo y ven una nebulosa con estrellas, otros a Nelson Mandela marcándose un tango, y otros sólo ven puntos. La comunidad científica internacional se rió de mis descubrimientos, diciéndome que era como esos que creen ver a la Virgen María en cualquier mancha de humedad, pero mi equipo y yo... estábamos bastante seguros de que aquello no era como las caras de la casa esa, la de las apariciones. Esto era real. —¿Usted qué vio, profesor? Delagua se frotó el mentón. —¿Dos mariposas haciendo el amor? —Muy gracioso. Pero... ¿y esas alteraciones cerebrales que usted sufre? —preguntó Zamaro, muy interesado—. Aparte de la maldita sensibilidad a las ondas de radio, ¿tiene algún otro efecto secundario? Delagua soltó un prolongado suspiro. Esa era la pregunta del millón: si debajo de tanto sufrimiento habría algún tipo de premio escondido, si todo servía para algo. Pero eso no era más que confianza en la teoría de la balanza universal: que todo mal sufrido conllevaba una compensación al final del camino. —Hasta la fecha sólo he notado un aumento (considerable, eso sí) en mi capacidad de sentir cinismo y rencor hacia el mundo —rezongó—. Pero no creo que sea un medidor muy empírico. —La verdad es que no —sonrió Zamaro—. Bueno, pues ya sólo nos queda resumir el último punto, quizá el más importante de todos. Chantal asintió, susurrando: —El Objeto. —Lo detectó el Hubble entrando en el Sistema Solar por detrás de la órbita de Neptuno, justo en el punto Le Verrier —dijo Laura—. Lo descubrimos cuando hizo sombra sobre Nereo. Además, su... aparición, por decirlo así, vino acompañada por un pico energético muy potente. La naturaleza de esta energía es desconocida, aunque reverberó en todas las antenas del hemisferio sur durante quince minutos. El proyector mostró la misma foto de espacio profundo que Castillo le había enseñado en el autobús. Delagua reprimió un escalofrío al contemplar aquella mota de polvo negro, con una barba de puntitos grises colgando como una estela. Daba miedo pensar en ello como en un objeto extrasolar. Miedo por lo que implicaba. El terror atávico hacia lo desconocido resumido en una simple gota de tinta. —¿Qué coño es eso? —Quien sea capaz de responder a esa pregunta se llevará el jodido gallifante —murmuró Zamaro, situándose junto a la proyección. La mitad de la imagen se convirtió en una sábana de luz que bañó su cuerpo y llenó de estrellas su piel—. Los astrónomos están intentando deducir su peso por las alteraciones que cause en los trece satélites de Neptuno, porque en lo que respecta a su espectrografía... es totalmente plana. Es una foto ciega, un albedo totalmente neutro. Jamás habíamos visto nada igual. Tampoco ha contestado a ninguna de las señales que le hemos mandado. O no escucha... o no quiere responder. —Lo único que podemos deducir es que si mantiene su curso y velocidad actuales llegará a rozar la órbita de la Tierra en tan sólo veintiún años. No sabemos si esa cosa fue la que emitió la Señal —Laura cruzó los brazos, enérgica—, pero ha surgido, como ya te dije, en el mismo plano de la eclíptica. Si resulta ser su punto de emisión, pronto lo sabremos. Pero tenemos veintiún años, y eso en ciencia es un plazo terriblemente corto para ponernos al día. Porque no tenemos ni idea de cuáles son las intenciones de esa cosa. —En fin —dijo Zamaro, saliendo del cono de luz—, creo que ya podemos enseñártelo. Delagua los miró a todos. —¿Enseñarme qué? —La manera como vamos a integrar tu teoría dentro de las nuestras —dijo Laura, dirigiéndose con solemnidad hacia una puerta. Daba a una especie de laboratorio adjunto, bloqueado por dos cerraduras y tres candados, algo absurdo teniendo en cuenta que allí no iba a entrar nadie que no perteneciera a la Facultad—. Recuerda, eres el Cuarto Hombre, el vector de pensamiento no coincidente. Delagua soltó una risita desagradable. —Dilo sin tantas florituras, amiga: el de la teoría más idiota. A ver si nos aclaramos, señor Freud, que aquí todo el mundo está loco, solo que algunos lo estamos más que otros. —En eso estamos de acuerdo, querido amigo. —Zamaro hizo un gesto que no tenía explicación posible—. Ven, mira lo que hemos comprado para ti. Y dime si te vamos buscando un piso en el barrio o no. 5. tres ratones (casi) ciegos El laboratorio se desplegaba al abrigo de una luz difusa que velaba las sombras y le confería el aura de estar en un limbo celestial. Un cartel pegado con chinchetas aseguraba “Quiero creer” debajo de la foto de un OVNI. Alguien había garabateado encima con bolígrafo: “Vale, yo te paso las anfetas”. El laboratorio estaba totalmente orientado al campo de la biología. Había instrumentación cara como escáneres, tomógrafos y desecuenciadores de ADN, así como lo más básico y antiguo de la profesión, probetas y matraces con mecheros de alcohol. Alguien había asaltado un laboratorio de alta tecnología y una clase de química para niños, y se lo había traído todo a este sitio. Delagua dejó espacio para un “Oh” de asombro entre sus labios. —Cojonudo. Desde luego habéis tirado la casa por la ventana. —Y aún no has visto lo mejor. Zamaro le guió hasta una mesa donde había tres jaulas para cobayas. En su interior, unos roedores de aspecto enfermizo hacían lo que podían por, sencillamente, respirar. Eran animales al límite, y por las sacudidas erráticas de sus cabezas, lo que los mortificaba sólo podía ser... —Por los mocasines agujereados de Darwin —masculló Delagua—. No me digas que están... —Sí. —Chantal les puso un poco de comida pulverizada en sus cajitas de colores—. Están enfermos de HBI. Se llaman Galeno, Hipo y Teofrasto. —Les dedicó una sonrisa triste—. Son mis pequeñines. —Y también los únicos que nos quedan —apuntó Zamaro—. Los últimos de su generación. Si se nos van, nos quedaremos sin sujetos experimentales. Pobrecitos. —¿En qué fase de la enfermedad se encuentran? —preguntó Delagua, poniéndose en cuclillas para acercar la cara a las jaulas. Los pobres maras (no cobayas) parecían ancianos vencidos por un parkinson mezclado con otras diez o quince enfermedades degenerativas. Estaban sufriendo, se veía a simple vista, y los dolores que de vez en cuando somatizaban con la cabeza le recordaban a... Delagua sintió un escalofrío. Su corazón rechazaba la idea de que algún día él fuera a empeorar tanto como para llegar a ese extremo, pero su parte racional insistía con su propio imperativo: era cierto, podía ser cierto. —Están en fase terminal —dijo Chantal, compungida. No era un dolor fingido, sino real, como si los ratones pertenecieran a su propia familia—. La verdad es que me dolerá mucho su pérdida. He llegado a quererlos mucho, sobre todo a la hembra, Hipo. —...Que, por cierto, parece ser la que se encuentra en peor estado. —Sí, pero ha fluctuado. Todo está en mi informe, se lo pasaré para que lo lea esta noche. Delagua iba a responder, pero un frente de longitudes de onda le atacó a traición. Lanzó un gritito muy agudo, casi de niño, y cayó de rodillas. Un coro de fieles jubilosos de la Iglesia del Jódete Cabrón había roto las puertas de su mente para entonar un aleluya. Sus piernas se agitaban, sus ojos brillaban y sus lenguas salían a humedecer labios mientras el infierno estallaba en la cabeza de Delagua. Los tres maras mimetizaron el gesto, cayendo, rodando y convulsionando. Por primera vez desde que había contraído aquel mal, el profesor no se sintió solo. —¡Profesor! —gritó Laura, agarrándolo para que no se desplomase—. ¿Está bien, lo llevo al hospital? Delagua se echó hacia un lado los rizos (los pocos que le quedaban de una melena antaño frondosa) con un movimiento que dejó al descubierto los tendones de su cuello, tensos como cuerdas de amarre. Poco a poco fue acallando el coro de fanáticos de su cabeza. Al par de minutos, incluso aceptó un vaso de agua. —Sss... sí, ya estoy... mejor. Sólo ne... necesito un minuto. —Un minuto podía suponer mucho más de lo que ellos pensaban, tal vez la diferencia entre la vida y la muerte. Como aquella vez en que le dio el ataque más fuerte que recordaba haber tenido, cuando fue a la Biblioteca Pública a bucear en la hemeroteca. Un mes después apenas recordaba el pánico de sesenta segundos de dolor infernal, como si se le estuviese friendo el hipotálamo. Un mes después apenas se veía a sí mismo congelado en mitad de las escaleras, aspirando el aire cargado a grandes bocanadas, aferrando el pasamanos como para no morir. Miró de reojo a los maras. Ellos también le estaban observando, comprendiendo el hecho fundamental que implicaba que una criatura de orden superior, uno de sus humanos carceleros-cuidadores-torturadores, también agonizara cuando le llegaba el momento. Seguro que tenían coros de ruidosos cantores metodistas dentro de la cabeza (a su juicio, los menos demostrativos de entre los siervos de Dios, ya que ellos no predican: exultan), regocijándose en su decoroso dolor. Justicia poética de roedor, eso era la maldita cosa. Justicia ratonil. Ya estás divagando. El dolor te hace divagar, maldito viejo, fan chillón de Ken Kesey. —Acepto —siseó Delagua, intentando centrarse en el ahora. —¿Cómo? —preguntó Zamaro. —Que me quedo. Hace un minuto no me importaba un carajo tu proyecto, Joaquín —confesó—, pero ahora, habiendo conocido a las tres pequeñas estrellas, no puedo largarme y dejarlas a su suerte. ¿Dónde tenías pensado alojarme... o me tengo que buscar la vida también en eso? Zamaro lo abrazó, un abrazo de bienvenida a un equipo que dejaba de estar cojo. —Ya te he buscado un agujerito, no te preocupes. Y a salvo de radiofrecuencias. Está en un punto ciego de la ciudad donde no hay cobertura ni para móviles. —Menos mal. Estaba empezando a preguntarme qué tal se dormiría en la conserjería de este antro. —¡Ja ja! Seguro que harías muy buena pareja con los bedeles —rió Zamaro. —Ya he intimado con bedeles en el pasado —bromeó Delagua, intentando mordisquear las últimas raspas de migraña—. Te aseguro que de todos los grupos humanos, son quienes mejor casan lógica con sagacidad cuando opinan sobre algo. --Claro, tienen que entretenerse mientras lanzan esos alucinantes balazos pardos de tabaco a las papeleras. ¿Lo ves, maldito viejo? ¡Otra vez divagando! ¡Céntrate! El grupo se deshizo en halagos y bienvenidas, prometiendo ponerle al día en los campos que cada uno dominaba... pero Delagua, a quién únicamente miró cuando dejó el laboratorio, fue a la pequeña Hipo. Sus ojitos rodaron lentamente bajo los párpados semicerrados, mirando cómo aquel hombre que entendía su sufrimiento se marchaba. Yo también te entiendo, pequeña, se dijo. Ese pensamiento, de alguna extraña manera, se convirtió en promesa. Los días pasaron rápidos e intensos, sin fricción. Zamaro no mintió en cuanto a lo del “agujerito”, porque aquel entresuelo sin ventanas apenas se podía calificar de otro modo. Era confortable, un estudio de soltero con todos los ambientes mezclados. Todos menos el baño, claro, aunque estaba dividido en dos minúsculos cuartitos que parecían armarios reconvertidos: En uno estaba el retrete, solitario y melancólico, y en el otro (a tres metros) el lavamanos, la ducha y el armario de los potingues. Era lo más abstracto que había visto en su vida. En una cosa no había fallado Zamaro, y era en lo plano a nivel de radiofrecuencias que estaba aquel antro. No sabía si agradecérselo a la arquitectura del edificio o a un providencial milagro de la Física. Para un inquilino que lo jurase todo por la cobertura de su móvil aquel lugar sería una pesadilla, pero para él era un oasis. De todos modos, Delagua pasaba poco tiempo allí. Casi siempre estaba encerrado en el laboratorio de los maras, observándolos y probando cosas que esperaba que no les doliesen mucho. Tenía la sensación de haber llegado al grupo en el momento exacto, pues el trabajo global parecía enfocado hacia la parte biológica más que a la astrofísica. Eso le convertía en el engranaje central del equipo, cosa que a Chantal, lejos de molestarla, parecía encantarle. Seguía mirándolo como a ese Viejo Profesor (VP) de las leyendas, el sabio cuya cercanía siempre es enriquecedora. Delagua, por supuesto, no se tenía ni de lejos en tan alta estima, y le habría gustado que la joven lo mirara con un poquito menos de reverencia y (ese mismo poquito) más de lascivia... pero eran los sueños de un viejo verde (VV). El primer día, y a quemarropa, Chantal le dijo algo sorprendente, algo que cambió para siempre su visión tanto del HBI como de las perspectivas sobre su propio futuro: había descubierto la existencia de un compuesto químico que era afín a sus síntomas, pudiendo potenciarlos o frenarlos. Era un tioxanteno neuroléptico parecido al que se usaba de manera común contra la esquizofrenia, pero que mezclado con un par de cositas graciosas (sobre todo fenotiacinas y butirofenonas) daba lugar a un combustible para reactores que podía haber hecho que su bisabuelo saltara de la silla de ruedas para marcarse un rock´ n roll. Este mejunje, aplicado en pequeñas dosis, tenía efectos increíbles sobre los maras: no los hacía bailar al ritmo de los Jefferson Airplane, pero sí que cambiaba la composición, e incluso la disposición espacial, de las zonas afectadas por el HBI en sus cerebritos. A Delagua le parecía algo inaudito. Era como si aquella droga acelerase de alguna forma el progreso de la enfermedad, solo que sin hacer daño al paciente. Tras unas cuantas dosis, lo que revelaba el escáner era que el dibujo 3D del HBI (la estereoscopía, como la había llamado Chantal) variaba sutilmente. Como si algunos de sus puntitos se hubiesen desplazado o hubiesen intercambiado información con las dendritas sanas que tenían alrededor. Era como ver en cámara rápida, donde los segundos eran meses o incluso años, lo que iba a pasar con el paciente en el futuro. Delagua recordaba haber visto una serie alucinante cuando era adolescente, Cosmos de Carl Sagan, un estupendo divulgador que trabajaba con la NASA. En ella, además de la pegadiza música de Vangelis, había un episodio dedicado a cómo variaban los dibujos de las constelaciones con el paso de los siglos. Sagan pidió al realizador del episodio que lo mostrase mediante una primitiva animación computerizada cómo los trazos imaginarios que unían las estrellas se contraían y expandían cambiando el “dibujo”, yendo del oso a la morsa o del carro con bueyes al cucharón sopero. El tioxanteno hacía más o menos lo mismo con el cerebrito de los maras: variaba la estereoscopía, la regiones reprogramadas por la Señal en la parte no activa de la masa encefálica. Entre el antes y el después había todo un volkswagen de diferencia: antes la mancha en falso color le parecía una mariposa, después una casa con techo a dos aguas. La forma por la que había transitado entre ambos puntos era un volkswagen escarabajo, del modelo del 34, joder. Aquello planteaba todo un universo nuevo de preguntas, dudas y no pocas esperanzas. Con ensañada crudeza, Delagua se dijo que aquellos fuegos de artificio neuronales podían no ser más que eso, una ilusión, la luz al final de un túnel que no llevaba a ninguna parte. Se acordó de sí mismo hacía años, plantado ante la puerta de su ex-mujer con aquella invitación a largarse escrita en el aire. Ella le gritaba todos los motivos por los que a) su decisión de marcharse era una estupidez, y b) de lo poco que hubiera de verdad habría que repartir la culpa al cincuenta por ciento, ¿verdad que sí? Delagua, que le había gritado su propio “sí” tras el puño cerrado, meneaba ahora la cabeza con la misma impotencia. El destino le estaba poniendo ante las narices un milagro que podría ser un embuste cósmico. ¿Pero qué otra cosa podía salvo tragárselo? Necesitaba creer que había un final amable que no acabase con él metido en una gigantesca jaula para cobayas, dándole vueltas a una estúpida noria de madera. —¿Cómo descubriste eso? —le preguntó a Chantal un día. Ella se encogió de hombros graciosamente, rascándose la naricilla. —Por casualidad, claro. Aunque esa causalidad estuvo sazonada con una chispa de intuición femenina. Delagua dejó caer la cabeza en un cruce de dedos. —¿Sabes lo que es esto? —preguntó con mirada soñadora. —No entiendo a qué te refieres. Delagua puso en orden unas cuantas ideas, que eran como nubecillas de buen tiempo caídas a tierra. —Dime una cosa, Chantal: cuando los maras fueron sometidos al efecto de esta sustancia, ¿cómo cambió su cuadro clínico? ¿Qué les pasó? —Fue algo muy raro, como si al principio sus constantes vitales se estabilizaran, e incluso experimentaran una mejoría... y luego, sin previo aviso, cayeran más enfermos que antes. Su estado de salud se deterioró hasta el extremo que has visto. —¿En los tres casos ese ciclo fue el mismo? ¿Hipo, Galeno y Teofrasto se comportaron exactamente igual? —No, cada uno tuvo su propia curva. La que mejor lo llevó fue la hembra, y curiosamente también es la que más cambios ha sufrido en su HBI. —¿Había algún factor que la diferenciara del resto, además del sexo? —Sí. Justo cuando le afectaron los cambios el laboratorio estaba cerrado. Nosotros estábamos fuera. Y se había ido la luz, con lo que todo se había quedado a oscuras, el bedel nos lo dijo al día siguiente. La pobre debió de pasarlo fatal —suspiró—. Sus hermanos lo sufrieron de día y con nosotros por aquí. Al menos tuvieron eso. —De noche y sin nadie cerca... La barbilla de Delagua atrajo como un imán sus dedos. Chantal, por lo que él estaba descubriendo una brillantísima bióloga, a pesar de su corta edad, lo miró expectante, sufriendo en silencio esos minutos de reflexión para que él le devolviera un ¡eureka! —La oscuridad, ¿eh? Eso implica ausencia de estímulos. Se habían quedado solos, no había ni luz ni movimiento cerca. Probablemente estarían en medio de un silencio sepulcral, porque hasta aquí no llega el bullicio de la calle. Y a ella le dio el ataque... —Exacto. —Chantal frunció el ceño—. ¿En qué piensa, profesor? ¿Está relacionada la curva de progresión de Hipo con esa ausencia de estímulos? —Quién sabe, pero desde luego es una variable a tener en cuenta. ¿Habéis probado esto en humanos? —Ante la cara de horror de la joven, él mismo se contestó—: No, claro que no. Verás, chiquilla, mi opinión (y que conste que es sólo eso, una opinión) es que esa droga milagrosa ha logrado acelerar de alguna manera la evolución del HBI. Ha sido una aceleración artificial, por lo que intuyo que habrá cogido por sorpresa al propio síndrome. Esto es un gran avance, aunque no lo parezca, porque según creo... Enmudeció, sus manos y su vista congelados en el aire, atrapados en una idea que acababa de golpearle. Chantal se preocupó, pero al minuto el profesor le preguntó: —¡Chantal! ¿A qué distancia dijo Castillo que estaba ese objeto raro de la Tierra? ¿Ese OVNI? ¡En años! La joven hizo memoria, un poco asustada por su mirada de loco. —Pues... veinte o veintiuno, ¿por qué? ¿Tiene algo que ver con esto? Delagua salió corriendo de la sala, en busca de los demás. Maldita sea, si estaba en lo cierto en la locura que se le acababa de ocurrir, por supuesto que tenía muchísimo que ver. (Continuará)
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