Juan Gónzalez Mesa
(Con motivo de su nominación a los premios Ignotus, os ofrecemos este relato en abierto y de manera gratuita, procedente de SuperSonic#3) El segundo amanecer creó unas magníficas sombras con los mamparos de la fortaleza, que se extendieron por la planicie de roca como puertas gemelas. El resto brillaba. Borsek se dio la vuelta y comenzó a bajar de la torreta; los Azules no atacarían con las radiaciones de Ícaro en frente; ni siquiera ellos. Desde el puesto de vigilancia más al sur de todo el complejo, el capitán estudiaba la planicie y las abruptas colinas de roca que la delimitaban. Shiva no se explotaba por sus recursos alimenticios ni de ningún otro tipo. No se usaban sus metales en la ingeniería de la construcción o del transporte desde hacía unos setenta años. Las grandes máquinas se habían marchado, las familias de los mineros, las pequeñas escuelas y hospitales, las tiendas. Solo quedaba Fuerte Sonámbulo. A pesar de que era de noche, el capitán Borsek se puso las gafas de sol para que el segundo amanecer no lo cogiese desprevenido. La aparición de Ícaro en el firmamento duraría no más de treinta minutos en esa latitud, a esas alturas del año. El año de Shiva duraba ochenta años terrestres. Durante la mitad de ese tiempo gozaban tan solo del amanecer de Ra y durante otros cuarenta años sufrían el segundo amanecer en mayor o menor medida. Fuerte Sonámbulo estaba construido sobre una planicie allanada por máquinas, en mitad de una cantera de granito, la zona explorada más próxima al polo norte de Shiva. El Fuerte tenía forma de rombo, con muros escoltados por torretas de vigilancia y dos de sus caras protegidas por unos enormes mamparos inclinados que cubrían toda la fortaleza de posibles colisiones meteóricas. Según el ángulo, el complejo podía parecer una caja de costurera abierta o algún tipo de escarabajo geométrico a punto de echar el vuelo. En la plaza exterior, lo que en otra época se hubiese llamado el patio de armas, el capitán se encontró con dos soldados que corrían en círculos. Por los rastros de sudor en sus camisetas, llevaban un buen rato. —¿Castigo? —preguntó de buen humor. Uno de ellos, el gigantesco Dubek, se giró para asentir e hizo el saludo militar con poca maña. —Volved adentro. Ya seguiréis cuando estemos a solas con Ra. Los soldados se detuvieron de inmediato, nada de una carrera más suave para ralentizar el corazón poco a poco. Jadeando y cargados de espaldas, se dirigieron a la entrada de los barracones, a la izquierda. Frente al capitán Borsek estaba la zona de huertos, viveros grandes cubiertos por un cristal rosáceo que siempre emitían una especie de zumbido, más bien un ronroneo. Más allá de ese sistema de cúpulas se encontraba el edificio táctico, parecido a una medieval torre del homenaje, una estructura enorme si no sufriera el agravio comparativo de los mamparos inclinados que la flanqueaban. Dicho edificio, entre otras muchas funciones, ejercía de centro de comunicaciones del complejo, acogería a la plana mayor de un regimiento en caso de guerra, servía de polvorín y, a la vez, conectaba a través de un pasaje subterráneo con el verdadero motivo de la existencia de Fuerte Sonámbulo: el depósito búnker de combustible. Tener diseminados por la galaxia puestos de repostaje bien defendidos, era fundamental para el sostenimiento de cualquier ejército. Borsek era el único miembro de la guarnición que conocía la clave numérica para acceder al búnker. Sin esa clave, el depósito era total y absolutamente inexpugnable. A la derecha de Borsek estaban la enfermería, el edificio de mantenimiento, los dormitorios de los oficiales y la cantina. Se dirigió a la cantina, donde se encontraba el combustible que le interesaba en ese momento, el único que lo mantendría cuerdo y estable hasta que llegasen los Azules para arrasar la fortaleza que le había sido encomendada. Fuera, comenzaba a hacer un calor infernal. * * * El oficial de comunicaciones, Irben Duda, llegó a la barra de la cantina con una pesada mochila bajo el brazo. La puso al lado de la copa del capitán Borsek. El cabo Ylan, responsable del local desde que solo quedaban efectivos militares en aquel planeta, se dio cuenta, por el gesto de Duda, de que era más prudente alejarse un poco de la conversación, y fue a limpiar vasos unos metros más allá, cerca del control de aire acondicionado. Borsek miró la maleta; se formó una línea en su entrecejo. —Parece pesado. —Lo es —respondió Duda—. Pesado y en contra de todas las convenciones sobre la guerra. —Que nos juzgue la historia. ¿Cuántos disparos ofrece esa cosa antes de tener que recargarlo? —Cuatro. Pero por encima del tercero se calienta demasiado. Y, bueno, solo con encenderlo… El capitán hizo una discreta señal de silencio. Había un soldado presente. —Tienen que saberlo —insistió Duda. Luego dirigió la mirada un segundo al joven cabo Ylan y de vuelta al capitán—. Si van a usarlo, qué menos que… —¿Para qué, si no voy a permitir que nadie se niegue a usar ese arma cuando lleguen los Azules?¿Cuánta puta cobardía voy a tener que soportar hasta que acabe esto? Borsek golpeó el mostrador con el vaso vacío. Duda se mordió el labio. Ylan sirvió el quinto trago a su capitán y se apoyó en el arcón frigorífico. Borsek miró a través del líquido y dijo: —¿Qué va a ser lo próximo, contarles por qué nos atacan? —No hace falta ser un genio para saber por qué están cabreados los Azules —respondió Duda. El capitán señaló a Ylan: —Hijo, ¿sabes qué hace que podamos vivir en este planeta? —Las torretas de cien metros. Crean un campo que nos protege de la radiación de Ra. —Un campo que no impide que los Azules viajen hasta aquí, pero sí que puedan volver a casa. Cosas de los Azules —aportó el oficial de comunicaciones—. Y que ha provocado que las principales plantas de Shiva mueran. —Me importan poco las plantas. Los Azules, ¿por qué han venido, si saben que no pueden volver? —¿Por un rollo de religión? —probó Ylan. —Por un rollo de religión. ¿Respetas eso, hijo? —No lo entiendo. El capitán asintió y metió el índice en el vaso. Con el dedo mojado dibujó una forma sobre la barra, una estrella de cinco puntas. —Esto es Dios para ellos —explicó—: once planetas o satélites que están todos a la misma distancia de su hogar. Ellos hacen sus cálculos y cada equis años tienen que dibujar la forma de Dios. Visitan estos planetas y satélites, y rezan. Eso es dibujar a Dios. ¿Sabes por qué los llaman también Fantasmas Azules? —Porque saltan de planeta en planeta y nadie sabe cómo lo hacen. —Y nadie sabe cómo lo hacen —confirmo Borsek—. Recorren una distancia de millones de kilómetros a la mitad de la velocidad de la luz, sin naves. Pero luego aterrizan y se mueven como nosotros. Pueden entrar y no pueden salir. ¿Por qué? Cosas de Azules. El capitán se rascó la cabeza. Señaló la cafetera. Ylan se dio la vuelta, aliviado porque Borsek no siguiera bebiendo alcohol, y se puso a preparar café. —Hemos tenido doce encuentros con los Azules a lo largo de la historia —continuó el capitán— y en todos, más tarde o más temprano, hemos hecho algo o dicho algo que ha jodido las relaciones. Y eso que llevamos como cincuenta años que podemos comunicarnos… ¿cuándo se fabricó el traductor, Duda? —El primer traductor para comunicarse con los Azules se fabricó hace exactamente sesenta y tres años, pero no funcionaba. Hubo sangre por… algunos defectos de entendimiento. Borsek soltó una risita cínica y cabeceó como si recordara una fiesta en la que había participado. —Contando el suyo, son doce putos planetas, o satélites, en los que no se puede hacer prácticamente nada… uno no sabe ni para dónde puede mear ni durante cuánto tiempo sin que venga un pelotón de Azules y le corte la polla por haber ofendido a su Dios. —¿Sabéis que usan la misma palabra para «Dios» que para «honor»? —soltó Duda—. ¿Y que usan la misma palabra para «muerte» que para «gloria»? El joven cabo puso tres cafés sobre la barra y volvió a apoyarse sobre el arcón. —Y ¿por qué no nos vamos? —propuso, animado por su reciente éxito intelectual—. ¿Qué hay aquí, combustible para repostar? Pero si estamos en el borde del mapa… Por un segundo pareció que Borsek iba a responder de modo afable, pero luego se tomó un trago de café y una sombra se instaló en su mirada. —No me gusta ese pensamiento que has tenido, Ylan —dijo—. Bórratelo de tu puta cabeza. —Está bien, señor. —¡La gente que vino antes que nosotros construyó cuatro mil jodidos palos de cien metros a lo largo de todo el planeta para que aquí se pudiera vivir! ¿Mandamos todo eso al carajo, cabo? El chico se acarició la cabeza con ambas manos, suspiró profundamente y no pudo evitar cerrar los ojos con fuerza, como si acabase de masticar limón. —Pero… —¡¿Pero qué, cabo?! —Que aquí solo estamos nosotros, capitán —concluyó Duda. —Mejor —dijo Borsek—. Los civiles no hacen más que estorbar. El capitán se terminó el café, muy serio. Ylan enarcó las cejas y al poco soltó una carcajada, a la que siguió otra del oficial de comunicaciones. —Un puto estorbo —dijo Ylan entre risas. El capitán le guiñó un ojo y se rio con ellos, ambas manos apoyadas en la barra. —¡No tiene puto sentido! —exclamó Duda mientras se limpiaba las lágrimas. En ese momento se abrió la puerta de la cantina y entró el todavía sudoroso corpachón de Dubek. Saludó con torpeza. —¡Están aquí, señor! ¡Han avistado a los Azules! * * * El segundo amanecer había concluido. Todas las atalayas que miraban al Sur estaban ocupadas por soldados. La principal de ellas, en el vértice de los dos muros, acogía a Vein Karas, sargento de artilleros, Ade Tumbir, sargento de infantería, al veterano teniente Taus y al capitán Borsek. Mientras los demás usaban sus prismáticos de larga distancia o las tablas de visualización conectadas a las cámaras de perímetro, Karas se ocupaba personalmente de calibrar la ametralladora estática sobre su pedestal rotatorio. Era una mujer delgada a la que el cinturón de herramientas le quedaba especialmente grande. —¿Por qué no se ponen simplemente a destruir nuestro sistema de protección contra la radiación? —preguntó Taus. Negó con la cabeza—. Con esas espadas, o lo que sean, no creo que tardasen mucho. —Con permiso. A lo mejor no saben para lo que sirven —intervino Karas mientras guardaba una gran llave en su cinturón de faena—. A lo mejor se creen que estamos haciendo magia. —Conocen nuestra tecnología mejor de lo que pensamos —replicó Borsek. Tumbir, el sargento de infantería, había sufrido la extracción de dos muelas cariadas el día anterior y prácticamente no podía hablar. Emitió un gruñido que tanto podía ser de enfado como de admiración. —Seguramente —continuó Borsek—, querrán acabar con nosotros, destruir la reserva de combustible y luego ya, con tranquilidad, dedicarse a cortar palos de cien metros. Yo lo haría. Se instaló un silencio de casi medio minuto, solo aprovechado por Tumbir para meterse un dedo en la boca y sacarlo ensangrentado, y por Taus, para seleccionar en su tabla de visualización el cuadrante por el que se acercaban los Azules. Eran veinte, al menos. —¿No cree que vayan a aceptar la rendición… si se diera el caso? —preguntó. —Eso es irrelevante —respondió el capitán—. Porque no vamos a rendirnos —luego miró a Tumbir—. ¿Ha vuelto la patrulla? El sargento asintió. —Dígale a Duda que quiero una máquina traductora aquí y otra en el puesto de mando. Tumbir asintió, saludó y se retiró escaleras abajo. —Taus, haga una pasada por las instalaciones. Si encuentra a alguien debajo de la cama o encerrado en el váter, péguele un tiro en la nuca. —Sí, señor. Taus se retiró con andar pesado y la cabeza gacha. —¿Está montada la ametralladora, Karas? —Lista para disparar, señor. —Bien. Quiero a todos los artilleros con lanzagranadas de humo para que esos bichos sean algo más que latigazos eléctricos. —Sí, señor. La sargento se agachó junto a la ametralladora y calibró el corrector de giro helicoidal. Borsek se apoyó en el borde de la atalaya, dando la espalda al terreno por el que aparecería el pelotón de Azules de un momento a otro. —¿Nerviosa, sargento? Karas se puso en pie. No respondió. —¿Recuerda la instrucción de disparo sobre objetivo radiante… cómo matar Azules a tiros? —Solo tienen tres puntos de interacción cinética, señor. Solo tres puntos vulnerables al plomo, formando una copa. —Hombros y polla —le recordó el capitán. —Hombros y polla, señor. El campo azul que desprenden refleja las primeras cincuenta o sesenta balas de calibre cincuenta, hasta que pierde capacidad durante una ventana de tres segundos. Luego se tiene en cuenta la pericia del tirador y la distancia… a unos trescientos metros, haría falta una media de otras quince balas en ráfaga para acertar a uno de los tres puntos vulnerables. Borsek asintió, complacido. Observó que la mirada de la sargento iba de su rostro a algo que había más allá de su espalda, así que imaginó que el enemigo ya era visible. Se cruzó de brazos con parsimonia. —¿Le parece un método mejorable, sargento, cerca de ochenta balas para cada uno de ellos? —Preferiría contar con un francotirador por cada artillero, señor. Después de una ráfaga de ametralladora, ni un toro estaría en condiciones de apuntar, señor. —Solo tenemos una francotiradora, Karas: la soldado de primera Afilion Nure. Karas se cambió el peso de una pierna a otra. Luego volvió a mirar sobre el hombro del capitán. —Tenemos dos, contando con usted, señor. El capitán mostró una suave sonrisa y se giró para observar al enemigo. Sobre las colinas asomaban los brillos azules, destellos y latigazos que parecían arrastrarse por la superficie como las chispas de una piedra de sílex. —Mi puesto está en la sala de mando. —Por supuesto, señor. Con su permiso, le pediré a Tumbir que me preste a Nure. —Permiso concedido. Y, Karas… —¿Señor? —Estas ametralladoras no van a dispararse hacia dentro. Fuego amigo, ya sabe. Si los Azules ganan el patio, todo el que se quede sobre su atalaya para intentar salvar el culo es un desertor, ¿entendido? —Entendido, señor. —Esto es importante. Ellos no desertan jamás. * * * En el interior del patio, a quince metros de la puerta, se habían preparado viejas barricadas portátiles. Tumbir pasaba revista a sus soldados de infantería, catorce jóvenes de excepcional condición física, protegidos con las poderosas hombreras rojo sangre del uniforme estándar de combate, rifle, pistola y machete, comunicadores en el casco con visera antidestellos y granadas de diversos tipos en el cinturón. Pronunciaba sus nombres con esfuerzo y ellos respondían en voz bien alta, con la mirada fija en la puerta. A media distancia, entre las barricadas y las cúpulas de los viveros, se encontraba el oficial de comunicaciones Duda con su ayudante, Gibrok. El joven estaba hasta arriba de analgésicos para soportar la migraña que le había provocado el cambio de presión debido al segundo amanecer de aquel día. Necesitó dos intentos para abrir la cremallera de una de las tres bolsas que habían depositado sobre la mesa de aluminio. —Los chicos de infantería ya saben manejar las armas nuevas —dijo Duda—. Hablaré con el capitán. Es mejor que te quedes en el puesto de mando y yo aquí fuera. —No es necesario, señor. El oficial observó la coronilla de su subordinado, que se esforzaba con la tercera cremallera. Le sudaban las manos. Había vivido veinte años menos que él. —Lleva uno de los traductores al puesto de mando —ordenó Duda. —Enseguida, señor. Gibrok agarró las presillas de la caja metálica. Al levantarla, sus dedos perdieron el color casi de inmediato. Fue bamboleándose hacia el pasillo en la zona de invernaderos. Duda permaneció mirando su espalda. Tuvo el impulso de cambiar las órdenes. Pensó que había sido estúpido. Comenzó a cargar el segundo traductor hacia la atalaya que había sobre la puerta principal. Mientras pasaba junto al contingente de infantería, vio que uno de los soldados sonreía abiertamente al darse cuenta de sus esfuerzos; se burlaba de un oficial. Duda siguió cargando con el peso, ignorando aquella insubordinación. A cada minuto se sentía menos entero. El sargento Tumbir, cansado de no poder hablar bien, abrió lentamente la boca hasta que notó que la hinchazón cedía con un crujido. El dolor le atravesó la mandíbula de lado a lado. Se mantuvo unos segundos en silencio. Al poco se dio cuenta de que alguien murmuraba. Miró directamente hacia el sonido y vio que la soldado Betar se tapaba la cara y movía las piernas con nerviosismo. Se acercó a ella y le bajó las manos bruscamente. —¿Vas. A. Llorar. Cobarde? —preguntó; se detuvo en cada una de las sílabasy sintió dolor cada vez que su boca se abría y cerraba. La mujer dijo algo en voz muy baja, con la vista puesta en el suelo. Tumbir le agarró la mandíbula, le alzó el rostro e hizo un gesto con la mano para que repitiera lo que había dicho. —Estoy embarazada, sargento Tumbir. —Es. Tu. Puto. Problema. La empujó hacia atrás. Nadie quiso recogerla por temor a Tumbir. Betar se quedó en el suelo, apoyada en los codos, llorando. —¡No quiero morir! —dijo entre hipidos. Tumbir sacó su arma corta de la funda. Apuntó a la barriga de la mujer. Uno de los soldados le tendió la mano para ayudarla a levantarse. Ella se ajustó el cinturón con toda la dignidad que pudo. El grupo de infantería volvió a formar frente a su sargento. Solo entonces guardó Tumbir el arma en la funda. Llamó al cabo Tront con un gesto y este se situó a su lado. Le susurró algo al oído. Tront asintió y se volvió hacia los soldados. —Chicos, eso que hay fuera no son demonios, ni dioses, ni pollas… —dijo. Un par de soldados se rieron. Tumbir asintió—. En el espacio se mueven la hostia de rápido, pero aquí en tierra firme no son más veloces que un perro. ¿Nunca le habéis pegado un tiro a un perro? —Yo hice la instrucción con perros, señor —dijo uno de los soldados—. Era lo que había para comer. Todos se rieron. Tumbir se rio. Betar consiguió reírse un poco. —Pues te imaginas que son perros —prosiguió Tront—. ¡Y los matas como a perros! Levantó su rifle y gritó. Tumbir levantó su rifle y todos levantaron el rifle, incluida Betar, y gritaron. En ese momento aparecieron a la carrera la francontiradora Nure y el soldado Jibon, terminando de colocarse el uniforme rojo de combate. Él se situó junto a los suyos, al lado de Dubek, mientras Nure les hacía un gesto obsceno y seguía al trote hacia la escalera de la atalaya sur. —¡Déjalos fritos, Nure! —gritó Jibon. Por toda respuesta, la soldado de primera levantó el rifle de francotirador sobre su cabeza. * * * Cuando la francotiradora Nure llegó arriba, el capitán daba las últimas instrucciones a Duda y a la artillero Karas. El oficial de comunicaciones estaba de rodillas, ajustando la vieja máquina traductora. La francotiradora se detuvo lo justo para saludar. Palmeó el hombro de Karas y comenzó a colocar su rifle en el lado opuesto de la terraza. —¡Estamos todos comunicados! —decía Borsek—. No quiero interferencias en esa puta cosa y no quiero que nadie dispare sin que yo lo ordene y, sobre todo, no quiero que nadie deje de disparar cuando yo lo ordene, ¿entendido? —Entendido, señor —respondieron Karas y Nure al unísono. Duda encendió el aparato, miró al capitán e hizo un gesto afirmativo. —Bien —dijo este—. Estoy en la sala de mando. Bajó con rapidez las escaleras mientras daba varios golpes a la pared con los nudillos. Nure miró hacia el exterior. Los Azules se encontraban a medio kilómetro. Desde esa distancia parecían medusas luminosas con una forma vagamente humanoide. —¡Joder! —exclamó. Se apresuró a observarlos desde la mira telescópica. Tardó menos de un segundo en enfocar a uno de ellos. En primer lugar se fijó en los tres puntos de vulnerabilidad cinética, de color azul muy intenso, grandes y planos como el corte de una manzana. De esos tres discos, dispuestos como una copa, emanaban rayos azules que chocaban contra una barrera invisible. Esta barrera tenía forma humana, cuatro miembros y una cabeza, y los rayos que acogían parecían una tormenta eléctrica encerrada en una botella. No se distinguía otro rasgo, excepto las espadas. Pendían siempre de una de las extremidades, oscilaban o giraban haciendo un molinete, jirones azules y alargados que dejaban una estela de chispas a su paso, igual que si incendiaran el pobre aire de Shiva. Nure no pudo reprimir la impresión de que aquellos seres competían en belleza con las cascadas selváticas de su Tierra natal, con el lamento de los delfines y el baile de las llamas a gravedad cero. Se detuvieron a trescientos metros. Karas pidió atención a las otras atalayas a través del comunicador de su casco. Afianzó los mandos de su ametralladora del 50 con las manos protegidas por mitones. Duda sacó el receptor direccional por la terraza y la máquina traductora comenzó de inmediato a recibir una señal, que era enviada al puesto donde el resto de oficiales aguardaban acontecimientos. La onda era monótona y no portaba ningún mensaje. Duda estaba convencido de que lo que escuchaban era la propia naturaleza electromagnética de los Azules. El micrófono captó entonces una señal distinta, que fue traducida de inmediato por la máquina, reproducida en palabras con una voz robótica, amena, como la de un amigo. UNO SE ACERCA El capitán habló a través de los cascos de Duda y Karas. --Saben que les escuchamos. Lanzad las granadas de humo. —¡Es muy pronto! —se quejó la sargento. Duda le hizo una señal con la mano para que obedeciera. Karas suspiró, dio la orden a sus hombres y ella misma agarró el lanzagranadas que había apoyado junto a la ametralladora. Las granadas volaron de las atalayas y liberaron el humo por el aire, como extraños calamares que huyeran en desbandada. Cubrieron los trescientos metros, cayeron y rebotaron sobre el granito, mientras llenaban la explanada con su carga. El humo superaba la barrera electromagnética de los Azules, brillaba al reaccionar con sus rayos y les daba el aspecto de una especie de líquido radioactivo, descubriendo todos sus recovecos y formas. Nure pudo distinguir sus brazos alargados, sus piernas vertebradas como las de los cuadrúpedos, una especie de cráneo ojival del que salían decenas de trenzas o bigotes sensibles. Los Azules no se movieron. El aparato volvió a hablar. UNO SE ACERCA Y uno de ellos se acercó. Oscilaba arriba y abajo debido al extraño funcionamiento de las piernas, como un corcho movido por las olas. Su espada hizo un par de giros en el aire y, de repente, se clavó en el suelo. Quedó completamente quieto, la espada agarrada con ambas manos. No se podía saber, en caso de haber tenido ojos, si miraba al suelo o al frente. NO OFENDÁIS MÁS A DIOS-HONOR MARCHAOS DE AQUÍ VIVOS --Un disparo de aviso —ordenó el capitán. —¿De aviso de qué? —dijo Karas—. No pueden salir del planeta por las torres. --Que no hubieran venido. Sargento, un disparo de aviso u ordenaré al oficial Duda que le pegue a usted un tiro entre ceja y ceja. Karas apuntó y disparó a unos diez metros del Azul que se había adelantado. Este solo movió un poco lo que parecía su cabeza. La espada dio algunas vueltas más. UNO DE VOSOTROS PELEA CON UNO DE NOSOTROS SI PIERDO DIOS-HONOR LO QUIERE --Quieren eliminarnos uno por uno —dijo el capitán tras un par de segundos—. Buen intento. Acaben con él. Karas ya no tenía presencia de ánimo para quejarse. Miró a Nure, que observaba al Azul desde la mira telescópica mientras aguantaba la respiración y una lágrima le caía por la mejilla. Escupió al suelo y dio la orden a los artilleros. Las balas del calibre 50 comenzaron a volar hacia el Azul, impactaron decenas de veces contra él mientras intentaba bailar a un lado y a otro, y movía la espada como si pudiera cortar los proyectiles. Entonces de su cuerpo comenzaron a saltar chispas más grandes, que llegaban a varios metros de distancia. El escudo había caído. Nure disparó y acertó en una de las medallas azules de aquel ser. Sus rayos eléctricos se liberaron como cables de alta tensión, saltando sobre el asfalto, una explosión de arterias vivas que zumbaban, y creaban flores blancas y rojas de frustración y muerte. Explosionó. La dispersión del Azul duró apenas un segundo, pero limpió la zona de humo e hizo que el traductor emitiera una señal larga, aguda e insoportable. El humo en fuga formaba remolinos que, al asentarse, dejaron ver una escena ordenada y que cogió a Karas por sorpresa: los Azules, de nuevo perfectamente visibles, parecían haber puesto la rodilla en tierra y se llevaban una mano a la cabeza como si se colocaran un gorro. Sostenían la espada en vertical con la otra mano, la punta clavada en el granito. Formaban una media luna en torno al lugar donde había estado su embajador. Parecían caballeros templarios hechos de leche y vetas de lapislázuli. --¿Qué ha pasado, Duda? Las cámaras tienen interferencias. ¿Qué hacen? —exigió el capitán. —Están… el Azul ha caído y los otros están… Se le ocurrió decir que estaban presentando sus respetos, haciendo un homenaje a su valor, pero realmente no le apetecía que el capitán pensara que los defendía de algún modo. Fue a abrir la boca para describirlo de un modo más aséptico cuando Borsek volvió a hablar. --¿Se encuentran a distancia, Karas? —Lo están, señor. —¡FUEGO A DISCRECIÓN, SARGENTO! —¡ARTILLEROS —gritó Karas a través de su comunicador—, RÁFAGAS DE A VEINTE, AHORA! Las ametralladoras volvieron a escupir la munición del 50 con esa cadencia zumbido-martillo, tan rápida como el aleteo de un colibrí, un tableteo de tormentas gemelas. Duda se quedó sentado en el suelo, tapándose los oídos con las manos. Apretó fuerte el esfínter para no hacérselo encima. La francotiradora Nure pulsó el botón de insonorización de su casco y unos auriculares automáticos envolvieron sus orejas. Aun así, notaba las detonaciones en el cráneo. A través de la mira telescópica pudo ver que los Azules permanecían unos segundos bajo la granizada de impactos, seguramente porque su rezo, o lo que fuera, no había terminado. Un par de ellos perdió la protección electromagnética en ese espacio de tiempo, pero la francotiradora no encontró buen ángulo de tiro. Luego fue demasiado tarde. Se levantaron al unísono y comenzaron a dispersarse por el terreno. Karas se detuvo un segundo en observar a Nure, que bajaba cada vez más el rifle, como si su objetivo se acercase a demasiada velocidad. —¡Atentos a los muros! —gritó a sus hombres. En ese momento comenzaron los gritos. Antes de poder preguntar si estaban todos bien, vio que la francotiradora levantaba su rifle igual que un cazador de patos y un Azul aparecía de un salto sobre la atalaya. La espada cortó limpiamente el rifle de Nure. Karas gritó y le disparó a bocajarro. La fuerza cinética de una ráfaga de cinco proyectiles hizo que el Azul girara sobre sí mismo como una peonza, se desplazara dos metros a su derecha y desenrollara ambos brazos a la vez; empaló a Karas a través del corazón. Nure sacó su machete. El Azul cortó a Duda desde el coxis hasta el cráneo. No saltó ni una gota de sangre. La soldado se acordó de que también tenía una pistola, pero fue demasiado tarde. El enemigo se giró hacia ella, todavía conteniendo una carga apresada de humo, que peleaba en bello caos con su fuego eléctrico. En el giro lanzó su espada para cortar a la mujer por la mitad, pero esta rodó hacia un lado y se levantó a la retaguardia del Azul, con la intención de intentar atravesar su escudo electromagnético con el machete. En ese momento supo que los Azules no tenían retaguardia, cuando la espada larga y azul se clavó en su vientre y salió con relativa facilidad a través del hombro. * * * En el patio se oía cada vez menos el traqueteo de las ametralladoras. Los soldados de infantería permanecían tras las barricadas. En principio habían pensado que el ataque vendría porque el enemigo destrozaría la puerta, pero la situación dio un vuelco cuando comenzaron a escucharse los gritos de sus compañeros de artillería en lo alto de los muros. Tumbir calculó que los Azules habían tardado menos de un minuto en ganar las atalayas, lo que quería decir que las balas no podían detenerlos mucho rato. —¡Disparad. Cuando. Caigan. Al. Suelo! —gritó. Mientras sus hombres corregían las posiciones, apretó el hombro de Dubek, el más fuerte de los soldados, y consiguió que lo siguiera hasta la mesa de aluminio en que les habían dejado los tres ingenios armamentísticos nuevos. —Son barriles con cables, señor. Dubek habitualmente cumplía algún tipo de castigo por decir lo que pensaba, pero nadie podía acusarlo de mentir o siquiera exagerar la realidad. Aquellas cosas tenían un asa, veinte o treinta cables apretados por presillas y una boca que parecía el interior de una vieja resistencia eléctrica. El resto no era distinto a un tonel y el que lo había diseñado, Duda, desde luego que no tenía idea de lo que era apuntar con un arma cuando uno se jugaba la vida. — Tront. Tú. Y yo —dijo Tumbir. Dubek asintió y cargó corriendo con dos de esos aparatos hacia el flanco donde el cabo Tront gritaba palabras de ánimo a los soldados. Estos disparaban ya a las atalayas. El sargento cogió la tercera arma y fue con parsimonia hacia el flanco contrario. Debido a su rango, había estudiado los manuales avanzados sobre amenazas alienígenas y el modo de combatirlas. Intuía que aquellos cacharros, ya que habían sido fabricados por un experto en comunicaciones, debían disparar algún tipo de microondas. Y no tenían pinta de estar diseñados para proteger de sus efectos al portador. No le importaba demasiado quemarse un poco el costado si podía llevarse a los putos beatos azules por delante. Sabía que, llegados a ese punto, las cámaras y los sistemas de comunicación podían empezar a fallar, así que, cuando pasó junto a Betar, le dio un empujón y señaló al edificio donde estaba el puesto de mando. —¡Informa! —ordenó, voz en grito, para hacerse oír sobre el ruido de los disparos. Betar solo se giró. Por su gesto parecía que acabaran de echarle un cubo de hielo en la espalda. Entonces Tumbir se dio cuenta de que la mujer tenía la pistola en su mano y que había sido disparada. Se miró el agujero en el estómago. No sentía dolor, pero, de repente, le pareció como si alguien hubiese quitado el tapón de una bañera en sus talones, y todo su calor y su fuerza se fuesen a través de los sumideros. Cayó de rodillas. Betar salió corriendo hacia el puesto de mando. Tront la vio correr, pero no hizo nada. Miró al sargento y tampoco hizo nada. Se giró hacia la parte interior de los muros. Los Azules caían en cascada al suelo y volvían a saltar hacia ellos. Los rifles disparaban sin descanso y arrancaban chispas y destellos imposibles de sus siluetas. Un par de bombas de humo comenzaron a rodar; todo se anegó de blanco vivo. Aquello era como estar dentro de una turbina llena de piedras. Tumbir rodó sobre un costado y puso el invento de Duda sobre su barriga. Entonces sí notó el dolor del balazo. Se fijó en que dos enemigos se dirigían a su flanco, desplazándose a la vez que uno giraba alrededor de otro, como si ambos estuviesen atados a un poste invisible. Apretó la palanca de gatillo y, de inmediato, comenzó a sentir un calor insoportable en el vientre. El haz de microondas llenó el interior de uno de los Azules y comenzó a teñir sus rayos internos de rojo y violeta. La espada salió volando. Estallaron sus tres puntos vulnerables a la vez. La zona de barricadas más cercana retrocedió dos metros, como golpeada por la cola de un dragón, y cayó sobre las piernas de uno de los soldados. Tumbir maldijo al ver que el otro Azul se dirigía hacia el soldado que había quedado aprisionado. Hizo lo que pudo para cambiar la dirección del arma pero se dio cuenta de que su piel se había frito y estaba pegada a la ropa, y la ropa al artefacto. El Azul saltó a la vez que el soldado empujaba la barricada hacia arriba. No le daría tiempo a esquivar. Tumbir intentó echar mano de la pistola para asistir a su hombre, pero entonces vio al enemigo, en el aire, invadido por un haz de microondas que lo hacía saltar como un enorme pájaro ciego y explotar a más de cuatro metros de altura. A la derecha, el cabo Tront soltó un alarido de triunfo que nadie pudo oír. Tumbir sonrió. Su cabeza cayó hacia atrás y ya no pudo ver como Tront se giraba para disparar a otro Azul que se había acercado demasiado. El arma salió volando de sus manos, cortada en dos. Una marea de espadazos destrozaba las barricadas. Los hombres disparaban, o caían, o salían corriendo. Dentro de una turbina cada vez con menos piedras. Tumbir no podía ver nada de eso, solo las enormes siluetas de los mamparos de protección de Fuerte Sonámbulo sobre su cabeza. Entonces una espada le cortó las muñecas, el arma y la cintura, haciendo rodar las dos partes de su cuerpo, y quedó mirando al suelo los pocos segundos que le quedaron de vida. * * * Betar sentía la barriga dura como una piedra. Su bebé tenía ocho semanas, así que no debía ser aún gran cosa, pero ella no podía evitar imaginárselo encogido y cubriéndose la cabeza con las manos. Subió las escaleras corriendo; intentaba no pensar en su embarazo mientras dejaba atrás a los hombres que habían sido apostados estratégicamente para impedir la entrada de los Azules. Se les habían facilitado los únicos cuatro martillos eléctricos que quedaban en la base, material que había servido en actividades mineras. Al parecer, aquellos martillos podían destruir roca, energía y hasta el pensamiento de un animal que nunca había existido, si se tenían brazos para aguantar su peso. Lo que hacían era interaccionar y disrupcionar; seguramente había alguien en alguna pacífica colonia que no hubiese sido abandonada por el Gobierno, que supiese qué carajo significaba aquello. Al pasar junto al último de los hombres, el que esperaba apostado a un lado de la puerta de la sala de mandos, Betar vio con claridad que tenía los ojos abiertos como si no terminase de despertar de una pesadilla y que varias gotas de sudor caían desde sus cejas. Admiró el detalle de aquellas gotas sin dejar de correr hacia la puerta. La abrió con ambas manos y se encontró con la plana mayor del cuartel, más el cabo Ylan, que permanecía tirado en el suelo, apoyado en una pared, con las manos atadas detrás de la espalda. El capitán Borsek en ese momento tiraba los auriculares al suelo con evidente gesto de frustración. El teniente Taus buscaba una pantalla que emitiese alguna señal fiable en la consola de doce pantallas que presidía la sala, pero todo eran interferencias y sonido de grillos robóticos. Gibrok, ayudante de Duda, estaba con una rodilla en tierra, el brazo apoyado en la máquina traductora y una pistola al final de aquel brazo. Por el movimiento de su mano debía haber pescado una carpa realmente juguetona con el arma. El oficial médico, el mismo hombre que le había confirmado hacía una semana que estaba embarazada, y que tuvo la nobleza de no contárselo a nadie, permanecía de pie sin ningún tipo de armadura de combate, pero portaba un rifle que mantenía apoyado en la cadera derecha. La plana mayor, más Betar, más Ylan, maniatado como un fugitivo. Borsek, al verla llegar, sacó la pistola del cinto y apuntó a la mujer directamente a la cabeza. —¿Qué hace aquí, soldado? —¡Me manda el sargento Tumbir, no dispare! —se apresuró a decir a la vez que levantaba las manos. Entonces supo con total certeza por qué Ylan estaba retenido en aquella sala; había intentado esconderse del combate. Si seguía vivo, podía significar que Borsek ladraba más que mordía o que esperaba ganar aquella batalla y someterlo a un consejo de guerra. Pensó todo eso en una fracción de segundo y luego añadió—: No sé por qué, pero me ha mandado que informe. —Ese chico ha estudiado el manual —apostó Taus—. Sabía que a estas alturas los Azules nos habrían jodido las comunicaciones. —Lo único que funcionará cuando lleguen será el traductor —intervino Gibrok con la voz algo temblorosa. Frunció los labios; parecía decirlo para convencerse. Borsek bajó el arma, se encogió de hombros y ordenó: —Informe, soldado. Betar ni siquiera se cuadró para hablar; aquello le habría parecido a ella, y sospechaba que a todo el mundo, como preguntar a un enfermo de cólera cuál era su marca de agua mineral favorita. —Los Azules han tomado las atalayas y están tomando el patio. El sargento Tumbir ha sido malherido, señor. Aquel era el momento en que, en una situación normal, alguien le preguntaría por qué estaba el sargento Tumbir malherido, y en que ella respondería que no había querido dispararle y nadie la creería aunque fuese cierto. Y no estaba segura de que lo fuera. Sin embargo, Borsek asintió con lentitud. Luego alargó la mano hacia el oficial médico y este le pasó el rifle de francotirador. Betar suspiró con alivio y sacó su pistola, dispuesta en ese momento a seguir a su capitán a donde fuese; el hecho de que nadie supiera que había disparado a Tumbir le confirió la extraña y a la vez rotunda sensación de estar a salvo de cualquier otro peligro. Cruzó la mirada con Ylan durante un instante. El chico hizo el amago de sonreír, como si se encontrase en aquel taller de tratamiento de vegetales después de hacer el amor, como si fuese a decirle que era preciosa. Sin embargo su sonrisa se quedó en un mero intento y agachó la mirada hacia el suelo. No prestó atención a nada de lo que se decía, ni siquiera a los primeros atronadores disparos de los martillos eléctricos en las plantas inferiores. Tampoco sentía ya odio por el teniente Taus, al que tantas veces había servido café con crema de whisky, y que no hacía ni una hora lo había sacado a punta de pistola de la cámara frigorífica para carne. Solo deseaba que todo acabara pronto. Entonces alguien le cortó las presillas de las muñecas, sostuvo sus manos y le puso una pistola en ellas. Alzó la vista y se encontró con el rostro de Betar. —Ya vienen —le dijo. Betar tenía los ojos del color del ron añejo y los labios con el mismo tacto que el cuero nuevo. Betar, que siempre ardía por dentro. Betar, que sabía hacer chistes de una lata de sopa. Betar se dio la vuelta y avanzó hacia la puerta por la que salían el capitán, rifle en mano, y el resto de la plana mayor. Ylan se levantó pero no pudo seguirles. Se quedó a solas con Gibrok y dejó que la pistola se cayera al suelo. El capitán volvió a entrar volando, con un brazo cortado desde el cuello hasta la cadera. No salía sangre de aquella gigantesca herida, a través de la que podían verse los dientes de sus costillas y el interior de uno de sus pulmones. Cayó, resbaló un metro, y quedó tumbado y muerto sobre la espalda. Tres Azules irrumpieron en la sala, rebosantes de humo y de rayos en su interior, más altos que ningún Dubek que Ylan hubiese visto nunca, más orgullosos que ningún caballo, más elegantes que ninguna pantera. Solo en ese momento pudo darse cuenta de que ya no escuchaba disparos, ni en el edificio, ni en el patio, ni en las atalayas. Gibrok parecía hipnotizado. Dejó su pistola sobre el suelo y, temblando, hizo girar el dial que encendía la máquina traductora. Después de un par de segundos, el invento transmitió: ROBÁIS DIBUJO DE HONOR-DIOS SIEMPRE ROBÁIS COSAS ROBÁIS PLANETAS NUNCA SUFICIENTE Ylan miró a Gibrok. Este observaba a los Azules con el mismo gesto del que ve una película insoportable por su crueldad, o profundidad, o magnificencia. NO VOLVERÉIS AQUÍ NO VOLVERÁN NAVES AQUÍ NO MÁS ALIMENTO PARA NAVES —¿Podemos hablarles? —preguntó Ylan—. ¿Eso funciona para transmitir? —Sí —respondió Gibrok con la voz suave y el ánimo rendido. Ylan se acercó a la máquina y alargó la mano hacia el ayudante, que le cedió el micrófono. Los Azules permanecían a la espera. Ylan no tenía saliva pero habló al micrófono, y una señal compuesta de zumbidos y siseos se fue generando simultáneamente. —¿Habéis matado a la mujer? —preguntó. HEMOS MATADO A TODOS El chico constató con vergüenza que, en aquel momento, no podía sentir pena ni indignación. Quizá más adelante, si salvaba el pellejo. Suspiró para evitar que su voz temblara. Luego, preguntó: —¿Qué queréis? PUERTA PARA ALIMENTO DE NAVES ABRIR CÓDIGO Aquellos seres poseían mucha información. La máquina reproducía su discurso con un lenguaje básico, dando la falsa impresión de que uno hablaba con un niño de cuatro años, pero, por lo poco que Ylan sabía, los Azules quizá leían su mente, el lenguaje de las máquinas o los genes de un mutante; no los conocía en absoluto. —Él tenía el código para abrir la puerta del combustible —dijo señalando al cuerpo del capitán Borsek—. Él y nadie más. PREGUNTA A ÉL —Está muerto. PREGUNTA A ÉL Ylan se pasó una mano por la cabeza y miró a Gibrok, pero este se encogió de hombros. —No puedo preguntarle a él. Está muerto. DIOS PERMITE PREGUNTA A ÉL CÓDIGO PUERTA —¡Pregúntale tú, tonto de los cojones, a ver si te responde! Se dio cuenta de que aquel arrebato podía costarle la vida, sobre todo si el traductor era efectivo, pero una serie de sentimientos de impotencia y de rabia comenzaban a hacer que le importara un poco menos que antes. Los Azules movieron sus cabezas. Si se hubiese tratado de humanos, parecería que murmuraban algo. Entonces la maquina volvió a traducir sus vibraciones siseantes. YO HABLA CON MÍOS MUERTOS TÚ HABLA CON TUYOS MUERTOS MÍOS MUERTOS CUENTAN AHORA COSAS MUERTO EN CAMPO CORTA QUINCE BALAS ANTES DE MORIR MUERTO EN TORRE DOS ARMAS DISPARANDO A LA VEZ MUERTO EN PATIO DOLOR GRANDE DESCONOCIDO PIERDE ESPADA Ylan comprendió lo que significaban aquellas palabras, pero no estaba seguro de querer entenderlo. Entonces, uno de los Azules señaló el cuerpo del capitán con su espada. PREGUNTA A ÉL CÓDIGO PUERTA —Nosotros no podemos hablar con los muertos. La espada se quedó un rato rígida y luego trazó un arco lento hasta señalar el pecho de Ylan. Este se juró a sí mismo que no habría más actos de cobardía y permaneció con los ojos abiertos. NO HABLÁIS CON LOS MUERTOS NADIE OS CUENTA COSAS DESPUÉS DE LA MUERTE-GLORIA Aquello debía ser una pregunta, pero la máquina no entendía de tales matices. —Nadie —respondió. Gibrok también entendió lo que sucedía y negó con la cabeza; su sonrisa era amarga. NO SABÉIS COSA DESPUÉS DE LA MUERTE-GLORIA —No sabemos una puta mierda de lo que hay después de la muerte. VIAJÁIS PLANETAS HACÉIS GUERRA Y NO SABÉIS COSA DESPUÉS DE LA MUERTE-GLORIA —Eso es —respondió Ylan entre lágrimas mientras pensaba, esta vez sí, en Betar. Los Azules tardaron en responder. TENÉIS MIEDO MIEDO COMO PERDER DIOS-HONOR MIEDO A QUEDAR QUIETOS PARA SIEMPRE Ylan asintió, aunque aquel gesto no pudiese ser traducido. PERO LUCHÁIS Concluyó aquel ser. Por un instante quedaron en silencio como rarezas científicas de un museo. Luego, a un mismo tiempo, con movimientos decididos y enérgicos, los tres Azules hicieron un molinete con sus espadas. Ylan estaba seguro de que iba a morir y sintió una oleada de arrepentimiento por no haberlo hecho junto a Betar. Decidió no cubrirse con las manos. Gibrok se agarró a la máquina. Los Azules apuntaron con sus espadas hacia el suelo y se agacharon; clavaron allí sus armas y sus rodillas. Se llevaron una mano a la cabeza, como si sujetaran un casco. Permanecieron en respetuoso silencio, formando una media luna alrededor de aquellos dos hombres, los únicos supervivientes de Fuerte Sonámbulo.
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