Steve Redwood
(Traducción: Cristina Macía) (Podéis leer aquí la versión original de Steve y comprobar vuestros conocimientos de inglés. Gracias especiales a Cristina Macía por autorizarnos a reproducir su estupenda traducción y al propio Steve por proponer la idea) A la mayor parte de la gente, el nombre de Albert Jenkins no les suena a nada más que a una broma macabra de Pascua. Para los que supimos de la enormidad de su crimen, la cosa era diferente. Éramos conscientes de que nos enfrentábamos al fin de la civilización tal como la conocíamos. No, no exagero ni un pelo. Esta es la información que pude reunir a partir de artículos en el periódico local. El reverendo Albert Jenkins estaba celebrando la misa en la pequeña iglesia de una aldea de Devon, Ashleycombe, tal como llevaba años haciendo. Todo fue como de costumbre hasta el Padre Nuestro. Luego, en vez de ofrecer hostias y vino consagrado, sacó de detrás del altar una bolsita de plástico y volcó su contenido sobre la mesa. ¡Chof! Aquello parecían trozos de carne para guisar. —¡Pan y vino, queridos míos! —dijo, apartándose un poco de la liturgia. Hasta a los más devotos les pareció raro que el pan sangrara—. Es la última moda. Ahora se come el cuerpo y se bebe la sangre todo junto. Así nos ahorramos problemas con el cáliz si alguno tenéis algo contagioso. Si a la congregación de una iglesia la llaman «rebaño» es por algo. Pese a las miradas de extrañeza, cinco pilares de la comunidad aceptaron obedientes la «hostia», hasta que… —¡Esto es carne cruda! —protestó una vieja que en cierta ocasión le había estrechado la mano a Margaret Thatcher, de modo que no tenía reparos en exponer su opinión en voz alta. —Es lo que acabo de decir, ¿no? ¡Venga, traga! Pero la mujer retrocedió y escupió lo que tenía en la boca. Su actitud fue lo que rompió el sacrosanto hechizo. Los comulgantes, que hasta entonces habían masticado obedientemente, recuperaron el sentido común y siguieron el ejemplo de la vieja. El sacerdote se puso hecho una fiera. —¡Imbéciles! Lleváis años dejándoos timar con pan y vino, ¡y ahora que os ofrezco lo de verdad, no lo queréis! ¡Pues os lo vais a comer, cabrones! Saltó por encima del altar, cogió un trozo de la «hostia» que alguien había escupido e intentó metérsela en la boca por las malas a la mujer que se había enfrentado a él. La gente que va a la iglesia suele ser tranquila y leal a sus sacerdotes. Como dijo el bueno de Nitzchi, el cristAlbertismo viene a ser una moral de esclavos. Pero era domingo de Pascua, y todos se habían puesto la ropa de los festivos. Ropa que, en aquellos momentos, se estaba manchando de vino/sangre y vómitos surtidos. Sólo así se explica la ferocidad con que atacaron a su pastor. Una muleta blandida con destreza lo dejó en coma para una semana. En los Archivos Estatales de Florencia hay una carta fascinante fechada el 24 de julio de 1567, enviada por un tal Piero GAlbertfigliazzi al príncipe Francesco dei Medici. «El 19 del presente mes, cuando celebraba misa en la catedral de esta ciudad (...) el sacerdote percibió un sabor y olor repulsivos en el vino consagrado. Pese a ello, lo tragó como pudo. Más tarde, al llegar el momento de la purificación, se negó a probar el vino que se le entregaba, arguyendo que no quería más pis de aquel (non voleva più piscio). Tras manifestar su descontento al maestro del coro y al sacristán, le llevaron un cáliz limpio y vino bueno para que lo purificara. De lo relatado se concluye que se le dio a consagrar orina en lugar de vino. El vicario no ha podido averiguar quién fue responsable de tamaño sacrilegio, pero ha confinado en solitario a un sacerdote de nombre Giobbo...» Nunca llegué a saber si le colgaron el muerto al pobre Giobbo o no. Con un nombre así, es como para que sospecharan de él. Si saco a colación esta anécdota es para demostrar que no era la primera vez que se trasteaba con la hostia y el vino. Hubo denuncia ante la policía, pero a las autoridades no les pareció que la cosa fuera tan importante como para investigar, ni siquiera como para averiguar de qué tipo de carne se trataba. Además, el diácono ya se la había echado a los perros del parque. Pero uno de mis contactos, una mujer, se quedó tan sorprendida por lo que relató el sacerdote cuando despertó del coma que no dudó en llamarme. Yo estaba de vacaciones de Semana Santa en Torquay, en Devon, por motivos sentimentales: visitaba de nuevo el lugar donde se había desarrollado uno de los momentos más dichosos de mi larga y tumultuosa relación con mi querida Katie, el punto exacto donde yo había tirado por el acantilado a su primer amante. Que no hubiera mencionado mi accidente, el tío. Solicité quedarme a solas con el reverendo (mi identificación del Ministerio de Defensa me garantizaba el beneplácito), que de inmediato me soltó una diatriba asombrosa. —¡El Misterio Fundacional de la Iglesia! ¡Y unos cojones! ¡El único misterio es cómo se lo ha tragado la gente tanto tiempo! No son más que juegos de palabras. Transubstanciación: el pan y el vino ya no existen, aunque los tienes delante de las narices. Consubstanciación: el pan y el vino existen, qué menos, pero al mismo tiempo son el cuerpo y la sangre de Cristo. Impanación, Eucaristía, hostia, elementales, campana de consagración, fracción, epíclesis, oblación, credencia, cáliz, patena... ¡palabras y más palabras! ¡Follaje verbal para ocultar la mayor estafa que ha habido en el mundo! ¡Nuestra versión particular del emperador desnudo! No era el discurso que uno se espera de un sacerdote con pinta de tranquilo, pero en mi profesión te encuentras con cada uno... —Predica en casa del perverso, pero hacer vomitar a sus feligreses con un filete crudo no es la solución, ¿no le parece? —Con carne. —¿Qué? —Era carne, no un filete. Usted se pierde por los pecados de la carne, no por los pecados del filete. Como estaba de vacaciones opté por no romperle un brazo. —¿Quiere decir que les dio carne humana? —Claro. ¡La humanidad sólo se salvará a través de la verdadera Eucaristía! Juan 6, 53-54: «Jesús les dijo: “En verdad, en verdad os digo: si no coméis la carne del Hijo del hombre, y no bebéis su sangre, no tenéis vida en vosotros”». ¡Más claro, agua! —Todavía tengo el resto del cuerpo en casa —añadió, muy preocupado por si se me ocurría dudar de su palabra. Así que llamé a mi contacto y entre los dos lo vestimos y lo llevamos a su adosado en menos de lo que tarda un eyaculador precoz. Lo primero, la nevera. Contenido: leche desnatada de hacía una semana, unas cuantas verduras ateridas y una bolsa de plástico con unos diez kilos de lo que a primera vista parecían dados de carne para guisar. Luego, el congelador. Contenido: tripas variadas, dos brazos, una pierna y una cabeza pegada a poco menos de medio torso. De pronto aquel tipo me inspiraba hasta respeto. Tal vez más adelante podríamos reclutarlo. Lo malo era... la cabeza. Lo juro, la cabeza miraba hacia arriba con serenidad, con una sonrisa cálida y compasiva en los labios congelados. Sólo con verla tenía la certeza de que aquel tipo habría comprendido por qué organicé el encuentro mortal del segundo amante de mi querida Katie con una excavadora. Pero eso no era todo. También tenía unos agujeros muy feos en las manos y en el pie. No se puede echar la culpa de todo a la comida basura. Aquello empezaba a darme muy mala espina. —¿Quién era este... caballero? —pregunté procurando no alzar la voz. —¿Quién va a ser? Jesús. Lo que me esperaba. —No, que quién era de verdad. —Se me quedó mirando desconcertado—. Usted sabía que era Jesús de incógnito, por supuesto, pero ¿quién pensaba el resto de la gente que era? ¿Bajo qué identidad ocultaba Su Divina Refulgencia? ¿A qué se dedicaba? ¿Dónde vivía? —Vivía aquí abajo, claro, en mi sótano. Nunca lo vio nadie más. No lo cloné para eso. Aquello me descolocó hasta a mí, que estoy preparado para lo inesperado. Vale, lo de clonar es lo más hoy en día, pero hay que clonar a partir de algo. Por eso conservo el meñique de mi querida Katie, por si acaso un día se me va la mano, aunque reconozco que cuando se lo corté lo hice por puro placer. Es que estábamos en medio de una de nuestras riñas. —Se estará preguntando de dónde saqué el ADN. —El amable reverendo me dedicó una sonrisa indulgente—. Permita que le vuelva a citar a San Juan, capítulo 20, versículos 6-7: «Llega también Simón Pedro siguiéndole, entra en el sepulcro y ve las vendas en el suelo, y el sudario que cubrió su cabeza, no junto a las vendas, sino plegado en un lugar aparte.» ¿Por quién me había tomado? ¿Por el típico asesino inculto? —¿La Sábana Santa de Turín? ¿Ese trapo viejo que se supone que envolvió el cuerpo de Jesús en la tumba, y al parecer tiene impresa una imagen que es el negativo fotográfico de un hombre crucificado? A mí no me venga con esas. Hace años le hicieron la prueba del carbono 14, y se demostró que era de la Edad Media, no del Siglo I. —No se demostró nada —replicó Jenkins, que por primera vez parecía un poco picado—, porque sólo se tomaron muestras muy pequeñas del borde del tejido, que bien podrían estar contaminadas por acreciones posteriores. Pero sí, su autenticidad es dudosa, y encima habría sido imposible robarla de la catedral de Turín. Demasiada vigilancia. Además, yo lo que necesitaba era sangre, y era mucho más probable que la consiguiera del Pañolón de Oviedo. Mierda, me había pillado. ¿El Pañolón de Oviedo? Bueno, mi deporte favorito es romper brazos y piernas, no leer Cuentos de Hadas para Fanáticos Religiosos. Me contó que la Catedral de San Salvador, en Oviedo, en el norte de España, tiene fama por una cosa: es la única catedral del mundo con una sola torre. No se debe a un diseño minimalista, sino a pura y simple pobreza. Pese a ello, la catedral tuvo mucho prestigio. El propio Cid echó unos tragos de vino en ella en 1075. El motivo fue el cofre de plata de la Cámara Santa, que contenía lo que se creía que era el sudario, el paño que envolvió la cabeza de Jesús en la Cruz para empapar la sangre y el suero que le salían de la nariz, y que alguien sacó de Jerusalén en tiempos de la invasión persa, llegó hasta Sevilla y luego fue trasladado al norte ante el avance de los moros. Pero los tiempos cambAlbert, y pocos saben qué es el Pañolón de Oviedo. La Sábana Santa de Turín se ha llevado toda la fama. Los italAlbertos tienen más tirón que los españoles, y además, allí vive el Papa. Jenkins me explicó también que el Pañolón sólo se exhibe tres veces al año, dos en septiembre, por San Mateo y por la Santa Cruz, y otra en Viernes Santo, y me contó cómo se había colado y lo había robado a finales de septiembre, sabiendo que nadie lo echaría en falta en seis meses. Luego, a partir del ADN que encontró en él, clonó a Jesús. Yo ya estaba perdiendo la paciencia. Vale, el tío tenía su gracia, y se le daba bien cortar brazos y piernas, pero ¿me había tomado por gilipollas? Ya sé lo de Dolly, Polly y Golly. Ya sé lo de todos los ratones, vacas, gatos, cucarachas y supermodelos que han clonados desde entonces. La clonación lleva tiempo. Y no sólo seis meses. —¡Así habla un alma descarriada! —suspiró Jenkins con tristeza—. ¿No le parece que un dios crecerá pelín más deprisa, idiota? No le faltaba razón, pero de todos modos le di un revés. En mi oficio, es como un acto reflejo. Además, el tercer amante de mi querida Katie fue un cura. Fue tan amable como para poner la otra mejilla, así que le solté otro, y luego bajamos al sótano; y sí, se había montado un laboratorio impresionante. (Más adelante me enteré de que Jenkins no era el primer sacerdote al que le daba por los laboratorios. Por lo visto, el personaje de Hoffman, el científico loco de Der Sandmann, se basó en el sacerdote católico romano Lázaro Spallanzani, que mataba el tiempo cegando murciélagos, decapitando caracoles y resucitando animales microscópicos secos. También resultó, qué cosas, que en cierta ocasión Jenkins había rechazado un puesto en el Roslin Research Institute —ya saben, donde clonaron a Dolly—, porque según él Wilmut y los demás investigadores eran «unos aficionados y unos timadores» y porque «sus conocimientos sobre genética eran de un superficial que daba pena».) En un rincón del laboratorio había otro congelador con la puerta colgando de una bisagra, y los estantes llenos de lo que a primera vista parecían huevos de pascua para Hobbits desnutridos. Pero eso sólo lo advertí a nivel subliminal. Porque, junto al congelador, había una cruz. Una cruz usada. Sin ocupante en aquel momento. Pero usada. No me pregunten. En mi profesión, esas cosas se saben. —Pero ¿por qué demonios tuvo que crucificarlo?--pregunté al reverendo, que con sumo cariño liberaba a una mosca atrapada en una telaraña. —¿Es que no sabe usted nada de nada? —Me miró con compasión—. ¿Dónde estaríamos ahora si el Hijo de Dios hubiera llegado por primera vez, hubiera echado un vistazo por Palestina como la reina Isabel por Australia, y luego se hubiera vuelto al Cielo con unas teteras para turistas de Oriente Medio como recuerdo y unas fotos con el emperador de Roma? Tenía que morir crucificado para limpiar nuestros pecados. El poder estriba en el cuerpo crucificado, ¡crucificado! En eso se basa todo. Pues, con mi nuevo Jesús, igual. ¡No se vaya a pensar que me hizo gracia! ¡O que me resultó sencillo! ¿Alguna vez ha intentado subir usted solo a una cruz a un hombre que se resiste? Bueno, yo solo no. Por aquel entonces, mi querida Katie y yo aún estábamos muy unidos. Fue al tipo que cortó en pedazos... En fin, no quiero pensar en eso ahora. ¡Pero que conste que él sí se lo tuvo bien merecido! —¡Y ni se imagina las cosas que me llamó! —seguía rememorando el reverendo—. ¡Vaya si se le notaba la sangre real! —La sonrisa amable del fanático tolerante revoloteaba en sus labios. Siempre pensé que el Jesús original también debió de soltar unos cuantos tacos. «Perdónalos, señor, porque no saben lo que hacen». ¡Sí, hombre, y qué más! En fin, el caso es que teníamos entre manos un asesinato un tanto macabro. Un sacerdote de aspecto bondadoso se consigue colar en una catedral española, roba una reliquia guardada tras una reja de hierro, clona de manera imposible a un ser humano a partir del más que viejo ADN del trapo, acelera el crecimiento para obtener un hombre adulto en pocos meses, lo crucifica, lo pica en trozos tamaño hostia y ofrece los pedacitos a su parroquia el día de Pascua. La cosa pinta fea, ¿eh? ¡Pues no es lo peor! Los huevos. Los huevos de pascua. El reverendo se fijó de repente en el congelador abierto, se precipitó hacia él y revolvió entre los huevos —que según pude ver en aquel momento eran de cristal, no de chocolate— con la ferocidad con que un hombre inesperadamente afortunado pero mal preparado busca un condón sin usar. Todos los huevos tenían en un extremo un orificio esférico. —¡Se han escapado! —aulló. El reverendo Albert Jenkins era un auténtico visionario, que amaba a toda la humanidad y no quería limitarse a salvar las almas de su pequeño rebaño aquel día de Pascua, sino que tenía planes para acabar de una vez por todas con el fraude de la Eucaristía. Un cordero providencial había proporcionado el útero para Jesús (que ya no era el Cordero de Dios, sino el Dios del Cordero), pero había conservado un centenar de embriones, que pensaba implantar en otros tantos corderos providenciales y desprevenidos. Reconozco que lo que sigue es una mera suposición. Por lo visto, se ha investigado poco y mal sobre los cromosomas divinos. La célula divina típica no obedece necesariamente las mismas leyes que una humilde célula desprovista de divinidad, como había descubierto Jenkins con su Jesús acelerado. Ciertas facultades pueden desarrollarse antes que los órganos que por lo general se asocAlbert con ellas. Por ejemplo, el sentido del oído puede preceder a la oreja. Las oraciones no sólo tienen que llegar al Cielo, que una autoridad muy bien informada me ha dicho que está un rato lejos, sino que con frecuencia ni siquiera se verbalizan hasta que uno llega al lecho de muerte, momento en el cual la voz tiende a ser un tanto exigua. Puede que el esfuerzo constante para escuchar estas plegarias en el lecho premortem haya hecho que el oído divino se desarrolle de manera preternatural. El reverendo había crucificado a su Jesús a escasos metros de los embriones. ¿Y si habían oído el ruido de los clavos? ¿Y si habían presentido lo que les aguardaba y, durante la semana en que el reverendo pasó en coma, habían acelerado su propio crecimiento para darse el piro? ¿Quién no lo habría hecho en su lugar? Por supuesto, tenía que informar de todo aquello a la Sección Trece. Y me dieron las instrucciones que me imaginaba. Localizar y destruir. El mundo se rige por el imperialismo económico y, a juzgar por el numerito del JC original con los prestamistas del templo, a sus clones no les iba a parecer nada bien. Por no hablar de algunos de los Mandamientos. Nada de otros dioses: fin de la música pop y de la industria del cine. No matarás: fin de la industria armamentística. No dirás falso testimonio: fin de la política y de la diplomacia internacional. No codiciarás la vaca ni la esposa de tu prójimo: fin del capitalismo y de la sana competencia. En resumen, que vivir según los preceptos cristAlbertos no tardaría en acabar con el mundo cristAlberto. Los días siguientes fueron un tanto estresantes. El mejor golpe de suerte de la Sección fue cuando consiguieron arrinconar en Portsmouth al grueso de los jotacés, pero estos recordaron sus viejos trucos y cruzaron andando el Canal hasta la isla de Wight sin dejar de hacer gestos groseros. Pura arrogancia. Al día siguiente, una bomba nuclear voló la isla. Se siente por los habitantes, pero la Sección Trece no puede dejar que los árboles le tapen el bosque. Después de aquello sólo quedaba hacer limpieza. Tres jotacés cometieron la estupidez de ir al Vaticano, donde los alabarderos de la Guardia Suiza se encargaron de ellos por orden directa del Papa en persona, que aún se retorcía furioso y mascullaba incoherencias en su balcón. Bueno, es lógico, era el que más tenía que perder. Un poco como el rey Lear de Shakespeare: Una vez delegas el poder, no quieren devolverlo. El Centro Simon Wiesenthal echó mano de la experiencia y dio cuenta de otra media docena de jotacés. Unos cuantos se delataron por su reacción alérgica a la mera visión de una cruz, y a otro puñado los pillaron en prostíbulos. Lo típico, cada generación se rebela contra la anterior. Un fugitivo más astuto que los demás llegó incluso a camuflarse como prestamista, pero se delató por ofrecer precios justos a sus clientes. Sí, los jotacés de Jenkins se sabían todos los trucos habidos y por haber, pero la Sección Trece tiene tentáculos en cada país del mundo. Pronto estuvimos seguros de que les habíamos echado el guante a todos. A todos menos a uno. Igual que Woody Allen en Zelig, este aparecía en cualquier lugar. En la plaza de TAlbertanmen, en el césped de la Casa Blanca, en la Plaza Roja de Moscú, en la Meca, en las orillas del Ganges, en el Camp Nou... Allí donde se congregara una multitud aparecía él para sacar la lengua, hacer pedorretas, lanzar amenazas horripilantes y desaparecer de inmediato, antes de que nuestros agentes pudieran llegar a él. Decidí tomarme tiempo. Sabía que iría haciéndose cada día más humano. Sabía que, al final, caería víctima de la más elemental de las debilidades: el deseo de venganza. Sabía que, algún día, volvería para arreglar cuentas con el reverendo Albert Jenkins. Y eso hizo. Y yo estaba allí, esperando, con mi Kalashnikov. ***** Tiene planes. Grandes planes. Grandes planes aterradores. Perder a noventa y nueve hermanos. Ahí es nada. Se te agria el carácter. La otra noche, mientras nos tomábamos unos daiquiris, comentó que, viendo cómo había resucitado el día de Pascua, iba a esperar a Todos los Santos. Samhain. Y no iba a levantar los espíritus de los muertos, sino lo que quedara de sus cuerpos. —«Porque así como el Padre levanta a los muertos y les da vida, asimismo el Hijo también da vida a los que Él quiere». ¡Lee el capítulo 5 de Juan si no me crees, so pagano! —Me dio unas palmaditas en el hombro—. El diablo no es el único que puede citar las escrituras, que te enteres. ¡Venga, hombre! El arma era sólo para demostrarle que no negociaba por debilidad. ¿Acaso se piensan que iba a matar a un tipo capaz de curar a los enfermos? ¿De resucitar a Lázaro? Para un tipo así, mi embarazoso problema no era nada. Ya no cojeo, y es genial volver a tener cojones. Ahora que vuelvo a ser un hombre completo, mi querida Katie está conmigo otra vez. Supongo que esa era la raíz de nuestros problemas. A cambio le tuve que entregar al reverendo, claro. Y la verdad es que me dio un poco de pena ver al viejo morir así -¡de cabeza, encima, y a la vista de todos, en la Cúpula de San Pablo!-, pero al fin y al cabo él tenía planeado crucificar a otros cien jotacés. Pues sí, lo cierto es que me lo voy a pasar muy bien trabajando para mi nuevo jefe. ***************
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